Bohuslav Martinů (1890-1959) Sinfonía 6 (Fantasías sinfónicas)
La sexta sinfonía de Martinů se parece a la novela Una vuelta de tuerca de Henry James en su brevedad, su carácter fantástico y su contundencia. Hago esta comparación para subrayar que si bien las obras fantásticas no precisan de una dimensión específica de formato, la brevedad les va mejor. Mantener por menos tiempo la tensión entre realidad y fantasía, propia de las obras fantásticas, incrementa su efecto. En su sexta sinfonía, Martinů ofrece una gradación de registros y emociones como muy pocas obras orquestales. La obra parece la manifestación de muchas de las sensaciones que alguien puede experimentar en la vida, a través del continuo vaivén entre la realidad y la fantasía. Pero a diferencia de la novela de James en la que la institutriz mantiene una narración tensa y lóbrega, en la obra de Martinů encontramos pasajes terroríficos, pero también conmovedores y lúdicos.
Martinů tuvo siempre un gran cariño por la música francesa (chansons) e italiana (madrigales) del siglo dieciséis; de hecho compuso madrigales para voces, para violín y viola; para flauta, violín y piano, y una serie de madrigales para violín y piano dedicada a Albert Einstein en 1943 (para mostrar su admiración por el físico suizo, cuando ambos eran residentes en la universidad de Princeton). En general, Martinů admiraba la música clásica y renacentista por su equilibrio y sentido de la proporción.
Su música fue muy reconocida en las décadas de 1940 y 1950, pero después cayó en el olvido hasta finales de los años ochenta. Martinů nació en Bohemia (entonces parte del imperio austro-húngaro) y murió en Suiza tras vivir en otros países a causa de la guerra. La entonces Checoslovaquia había luchado contra el imperio austro-húngaro en medio de la Segunda Guerra Mundial; lograron independizarse y tener una democracia de 1945 a 1948, pero entonces inició una dictadura comunista. El nacionalismo sería, por ende, uno de los temas recurrentes en su primera etapa como compositor; podemos decir que fue heredero de Smetana y Dvořák al representar en su música un nacionalismo con todas sus complejidades (esto es, la añoranza de una República Checa independiente sin negar sus influencias alemanas y húngaras). Martinů compuso su Memorial de Lídice para recordar ese pueblo de la entonces Checoslovaquia cuyos habitantes fueron asesinados o deportados por los alemanes en 1942.
Martinů vivió fuera de su país poco más de la mitad de su vida. En 1923 se mudó a París donde se casó con Charlotte Quennehen, el francés se convirtió en su segunda lengua. Después se fue a Estados Unidos en 1941, al igual que años antes hiciera Dvořák. También igual que él vivió añorando Checoslovaquia, pero a diferencia suya (pues Dvořák volvió poco después de dos años de estar en Estados Unidos), Martinů se quedó doce años en tierras norteamericanas. En 1948 tuvo la oportunidad de volver como profesor en el conservatorio de Praga, pero en cuanto se percató que el régimen comunista había organizado un golpe de estado prefirió quedarse en Estados Unidos.
El padre de Martinů era sacristán y vivían en una torre a 193 escalones de altura; Martinů amaba la soledad y la quietud de ese espacio. Tomó clases de violín desde pequeño y a los diez años comenzó a componer sus primeros trabajos. Más adelante ingresó al conservatorio de Praga, pero fue reprobado en sus clases de violín y órgano. Sin embargo, continuó estudiando composición de manera autodidacta y consiguió ingresar como violinista a la Orquesta Filarmónica Checa por cinco años. Intentó estudiar composición, de nuevo en el conservatorio, pero fue expulsado nuevamente.
A pesar de su falta de estudios profesionales, Martinů obtuvo una beca del estado para viajar a París a estudiar música; formó un cuarteto con otros tres compositores jóvenes inmigrantes; compuso muchas obras en esa época y algunas ya comenzaban a ser apreciadas en París entre los mismos músicos. Directores como Václav Talich, en Checoslovaquia, y Serguéi Koussevitzky, en Estados Unidos, dirigieron con enorme éxito algunas de sus obras en esa época.
En 1940, apenas cuatro días antes de que los alemanes ocuparan París, Martinů y su esposa dejaron todas sus pertenencias y abandonaron la ciudad; viajaron a Lisboa y de ahí se embarcaron a Nueva Jersey, adonde llegaron en marzo de 1941. Koussevitzky era uno de los más fervientes admiradores de Martinů y contribuyó a difundir su obra y a ayudarle en la obtención de plazas como profesor de composición (primero en Tanglewood y después en Princeton). En esos años, Martinů compuso varias de sus mejores obras (como Memorial de Lídice, cinco sinfonías, un concierto para violín, otro para cello y varias canciones basadas en textos moravos).
Pese a que Martinů gozaba de trabajo como compositor y profesor universitario, así como de cierto prestigio a causa de sus obras, no era feliz en Estados Unidos; le parecía que la vida en ese país era monótona y dedicada a cosas triviales; además hablaba muy poco inglés y comenzaba a tener problemas de oído. Sin embargo, a finales de 1940 inició la composición de su sexta sinfonía, comisionada por la Orquesta Sinfónica de Boston. Para muchos, su obra de música orquestal más importante. En 1953, el compositor volvió a Europa; primero se estableció en Niza, después en Roma y finalmente en Suiza, donde murió de cáncer.
Martinů comenzó a trabajar en su sexta sinfonía en 1951, pero la terminó hasta mayo de 1953. La partitura está dedicada a Charles Munch para celebrar el septuagésimo quinto aniversario de la Orquesta Sinfónica de Boston (1956), misma que se estrenó en enero de 1955 con esa orquesta y con el propio Munch como director, quien había sucedido en el cargo a Koussevitzky. La sinfonía recibió el premio del Círculo de Críticos de Música de Nueva York de ese año.
Martinů consideró la posibilidad de titular esta sinfonía como Nouvelle Symphonie Fantastique en honor a la Sinfonía fantástica de Berlioz, pero al final optó por llamarla Fantasies symphoniques. Martinů admiraba la manera de dirigir de Munch; decía que éste tenía una aproximación espontánea a las obras con una gran libertad de movimiento; era alguien que sabía cómo al disminuir o acelerar el tempo apenas un instante, le daba un brillo particular a las obras.
Aunque sus primeras cinco sinfonías fueron compuestas en cinco años (1941-1946) pasaron casi ocho años entre la quinta y la sexta. Esta distancia explica por qué es tan distinto el carácter de la sinfonía que aquí nos ocupa. En ella ocurre un “choque de sueños, realidad, nostalgia, dureza, energía, tristeza profunda, terror y paz”, en palabras del musicólogo Michael Steinberg. En ninguna obra como en esta sinfonía, Martinů hace un despliegue de sus capacidades como orquestador; en la media hora que dura esta obra hay una variedad enorme de registros y emociones, y una manera muy particular de enlazarlos.
Lo primero que escuchamos es un murmullo formado por los alientos y las cuerdas, semejante a un zumbido de abejas al que se le incorpora un sonido lejano de trompeta. Luego suenan todas las cuerdas y muy pronto la música alcanza su plena sonoridad; escuchamos un cello al que acompañan las flautas. En esta parte el tempo (andante moderato) disminuye a la mitad del inicio y después de un cierto titubeo se acelera hasta alcanzar un allegro. Aparece una tonada típica checa, sincopada, que es desplazada por los alientos y luego la música se sumerge en una momentánea oscuridad.
Poco después las cuerdas contribuyen a crear la primera atmósfera de suspenso al acelerar el ritmo hasta alcanzar un allegro vivace. Un solo de violín es acompañado por unas percusiones (con las cuerdas haciendo las veces de percusiones también) y recrean el tema interpretado por el cello y la flauta; regresa la tonada checa y nuevamente es acallada por la armonía que se desdibuja hasta desaparecer. Ahí volvemos al avispero de la música del inicio, a la trompeta acentuando la tensión y a un acorde prolongado en fa mayor con el que cierra esta parte. El inicio y el final del movimiento enmarcan la parte de fantasía que el título de la obra sugiere.
El segundo movimiento es un scherzo que inicia de manera similar al primero (las cuerdas como percusiones seguidas de intervalos cromáticos) y que parece una variación del mismo. Sin embargo, el ritmo ahora es claramente más rápido. En este movimiento vamos de un sonido intenso, violento, hasta una melancolía atravesando algunos pasajes lúdicos. Esta combinación es la que brinda el carácter onírico de esta segunda parte en una dimensión más profunda de los sueños y con menos énfasis en la pate de pesadilla que el movimiento anterior. Parecería que Martinů explora distintas posibilidades del sueño en esta obra y no sólo un caos superficial. De pronto escuchamos un golpe seco, a manera de amenaza, producido por los alientos y las percusiones para que después la música disminuya su velocidad hasta terminar el segundo movimiento.
Al igual que el primero, el tercer movimiento inicia muy despacio, pero la sonoridad es muy distinta, ya que aquí escuchamos a toda la orquesta acentuar la bruma con una suerte de gritos o exclamaciones. A medida que la música aumenta su velocidad, los cellos y las violas tocan una melodía que invoca a la del cello y la flauta del primer movimiento. Esta melodía es retomada por un clarinete al que se suma otro en lo que parece un lamento, es una de las partes más emotivas de la obra y en la que la falta de determinación del ejecutante puede echar a perder la interpretación. De ahí Martinů nos conduce a un allegro con una secuencia que dibuja un remolino pianissimo, tomado de su ópera Juliette.
Todo apunta a un final triunfante cuando de pronto un acorde disonante y fortissimo nos regresa a ese estado en el que realidad y fantasía se confunden. Se abre un breve silencio y las cuerdas retoman el tema del cello y la flauta del primer movimiento para entonar una suerte de coro solemne. Los violines tocan el tema sin adornos, muy quedo. Los alientos se unen al coro y con tres suaves acordes ponen fin a la sinfonía.
Versiones recomendadas:
- La Orquesta Konzerthaus de Berlín, dirigida por Lothar Zagrosek, ofrece una interpretación ágil en la que la sensación onírica propia del carácter de la obra sale a relucir. Para lograrlo, Zagrosek apuesta por una ligera aceleración de los tempi (sobre todo en el último movimiento) y acierta.
- Charles Munch, dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de Boston, extiende de manera innecesaria ciertos pasajes con la idea de realzar el contraste entre los temas; sin embargo no hay que olvidar que Martinů compuso la obra pensando en Munch y en esa orquesta.
- La interpretación de Vaclav Neumann dirigiendo a la Orquesta Filarmónica Checa es prodigiosa; cada tempo y cada dinámica están ejecutados con sumo cuidado. Hay una auténtica policromía y aun los detalles más pequeños están interpretados con una intención manifiesta.