La sed de vivir: existencialismo en el cine contemporáneo
Ciertas preguntas ontológicas están presentes desde que el hombre comenzó a tener conciencia de sí mismo; preguntas que tuvieron una resonancia existencialista frente a la idea de muerte, espacio y tiempo infinito. Desde el siglo XVI, con la formulación de la teoría heliocéntrica, esta resonancia se agravó para muchos, pues significó un distanciamiento de la idea de Dios: ya no estábamos situados en el centro del universo; nos echaron al infinito.
Hoy los medios masivos hacen posible conocer diversas manifestaciones de esa sensación de vacío ontológico y, en el caso del cine, se puede ser testigo del vacío y la ansiedad que genera la vida cuando perdemos el hilo conector con la superficialidad del día a día. Al ser también vehículo de ideologías, el cine sirve para constatar cómo es una sociedad determinada, además de darnos ejemplos para dilucidar conceptos. Son varias las cintas contemporáneas que revisan distintas patologías frente a lo real. En el 2002, Steven Shainberg ya exponía el problema del cutting en La secretaria, que aborda la práctica de la automutilación desde una visión compleja que evidencia una búsqueda de la afirmación del yo: “Lejos de ser suicidas, lejos de expresar su deseo de autoaniquilación, el cutting es un intento radical de recuperar un asidero en la realidad nos dice Slavoj Žižek en Bienvenidos al desierto de lo real. Muchos críticos leyeron la película desde una visión del goce relacionada con el masoquismo, pero es erróneo: en realidad la causa es ulterior y la finalidad, distinta.
Con el auge de las redes sociales y de las múltiples teorías new age que buscan, desde un pensamiento “optimista”, la felicidad del sujeto con hábitos sanos y espirituales, aparecen otras formas de representar el hastío humano. Tres películas recientes sirven para ilustrar el panorama general del hombre actual frente al mundo, y aunque las temáticas divergen, comparten de fondo una estocada existencial que pone de manifiesto un rasgo común de nuestros tiempos.
La primera es la ganadora del Oscar 2014 a mejor guión cinematográfico: Her, dirigida por Spike Jonze. La trama se sitúa en un futuro cercano, donde los sistemas operativos tienen inteligencia propia —al estilo de Siri, la asistente personal de los teléfonos iPhone de Apple—. Esta propuesta ya no nos sorprende ni extraña, dado el avance de estos dispositivos y la demanda de los gadgets en todo el mundo. Nos parece, al contrario, un futuro probable. Por supuesto, el planteamiento de Jonze es una crítica a la sociedad moderna que ha adaptado estos dispositivos como extensiones del cuerpo, y del hombre que se refugia en la realidad virtual para escapar de la alienación de su entorno físico. En otras palabras, la cinta presenta un disfraz crítico al sermón ortodoxo que anuncia que las redes sociales vuelven al sujeto menos sociable. Si Theodore, encarnado con solvencia por Joaquín Phoenix, se enamora de Samantha, el sistema operativo interpretado en la voz de Scarlett Johansson, es porque experimenta lo virtual como real; asiste a una relación descafeinada donde toda esa carga negativa se erradica. Pero esto no es exclusivo ni consecuencia de la programación que emula la realidad, sino síntoma del pensamiento posmoderno que anhela lo real desprovisto de su negatividad; ya lo ha dicho Žižek en distintas entrevistas y en varios libros: “se consume cerveza sin alcohol, carne sin grasa, café sin cafeína y eventualmente sexo virtual sin sexo”. La relación de Theodore es un amorío de corte intelectual y narcisista; está enamorado de su propio reflejo. Ha tenido una transferencia y ella una contratransferencia. La película de Jonze es siniestra porque, además de romper con la historia de sci-fi relacionada con la inteligencia artificial, pone a debate ideas interesantes: si una máquina logra tener más inteligencia que un humano, seguramente tendrá una lógica distinta. Adiós al pensamiento catastrófico que añora el sometimiento de la raza humana.
Una de las cintas que retrata el existencialismo de forma más holística y propositiva es Halley (2013), del mexicano Sebastián Hofmann. En este filme somos testigos de la vida y enfermedad que padece Beto, interpretado magistralmente por Alberto Trujillo, un flacucho, anémico y bondadoso guardia de seguridad de un gimnasio que descubre que se está transformando en una especie de zombi. Apelando a los juicios indefinidos kantianos, es un no-muerto: ha superado a la muerte a través de la vida, haciendo más pragmática aquella sentencia de Heidegger de “ser para la muerte”. Beto es un cadáver que camina, igual que todos nosotros. La propuesta de Hofmann es genuina y profunda. En una época en que la figura del zombi se ha mediatizado y se le entiende sólo de manera superflua, el director la reviste de preocupación ontológica. Beto, angustiado por su condición, observa a las personas que, sin el menor atisbo epistémico, se ejercitan en el gimnasio. ¿Quién está más vivo, ellos, que no hacen un examen de conciencia? ¿O él, plagado de preguntas esencialistas? Halley es una fábula cruda de lo que significa ser humano. Con una fotografía que evidencia pornográficamente nuestros hábitos (a los cuales se requiere voluntad para hacerles frente), es una de las mejores películas del cine mexicano de todos los tiempos. Lamentablemente, pocos la han visto.
Siguiendo la línea de Halley, Paolo Sorrentino hace lo propio en La gran belleza. Se trata de poesía pura hecha película, que lleva al espectador en un viaje formidable. Aquí la vida es el escenario y Jep Gambardella, el protagonista interpretado por Toni Servillo, hace de Virgilio en nuestro viaje. Si en Halley nuestro Sísifo era un zombi impactado por las rutinas de los deportistas, en La gran belleza se trata de un vampiro (metafóricamente) escondido en los excesos de las fiestas y que evade la luz del día. Jep es un glorioso novelista con una sola obra publicada. Recién cumplió sesenta y cinco años en medio de un farra descomunal donde sólo faltó la presencia de Silvio Berlusconi. La gente lo interroga constantemente: “¿por qué sólo una novela?”. Jep no ha encontrado la verdadera belleza que lo lleve a escribir nuevamente. Cliché de escritor, de filósofo y de poeta, nuestro héroe es un absurdista que busca evitar la muerte. Le duele la finitud del humano, y Roma, con su Coliseo erguido sobre sus ruinas, se lo recuerda permanentemente. Jep es Roma, pero Roma no es Jep. Si gusta de la fama y de las fiestas, no es por una condición banal sino como postura práctica; si la muerte le va a llegar, prefiere que lo encuentre bailando. “El rey de los mundanos” es una alegoría de Aquiles: no le interesa una vida familiar, sino alcanzar una resonancia en el tiempo. Pero tanto su deslumbrante vida en los círculos de la alta sociedad como su sed de vacío en la búsqueda de popularidad obedecen a una lógica absurdista y de consumo: espera seguir en el mercado indeterminadamente.
Todos a su alrededor comienzan a morir. Se le van de las manos. Se toma a juego las declaraciones existenciales y fatalistas del hijo de su amiga. Las sentencias lo calan, pero ya sabe bien cómo darles la vuelta y lo prefiere. Siempre bien vestido y con mujeres radiantes, debajo de su camisa usa una faja que le ayuda a verse más esbelto y acude a sesiones de bótox a un consultorio privado que, al estilo de un Auto-Mac, atiende a docenas de pacientes en unas cuantas horas: sabe que es un cadáver viviente.
La gran belleza posee una lírica vanguardista, armonía, disrupción y barroco. Es una obra que refleja de manera fiel el surrealismo de la vida. Sorrentino, al igual que su personaje Jep, es un pragmático, por eso agradeció el premio de la Academia hasta a Maradona. La gran belleza es cine italiano de molde clásico pero con ingredientes modernos que se mofan del arte contemporáneo conceptual.
Her, Halley y La gran belleza son tres pequeños ensayos sobre la vida que indagan la búsqueda del ser en sentido ontológico. Más allá de representar a una sociedad cansada, como ya ha expresado Handke —y ahora Byung-Chul Han, con menos originalidad—, o una sociedad con “bulimia de sensaciones”, como ha acotado Lipovetsky, estas tres cintas apuntan a la pulsión más básica de todos nosotros, aquella que continúa presente en todas las generaciones, pero siempre busca nuevas maneras de expresarse: vivir.
[…] “La sed de vivir: Existencialismo en el cine contemporáneo”, Tierra Adentro (CONACULTA), http://tierraadentro.fondodeculturaeconomica.com/la-sed-de-vivir-existencialismo-en-el-cine-contemporaneo/ […]
[…] “La sed de vivir: Existencialismo en el cine contemporáneo”, Tierra Adentro (CONACULTA), http://tierraadentro.fondodeculturaeconomica.com/la-sed-de-vivir-existencialismo-en-el-cine-contemporaneo/ […]