Tierra Adentro

En 1889 una noticia terrible sacudió a Nueva York: Eva Hamilton, esposa de un legislador, había sido acusada de haber comprado a cuatro bebés (de los cuales solo uno sobrevivió), para hacerlos pasar como suyos después de un embarazo fingido. Este acontecimiento sacó a la luz un negocio que había permanecido escondido en el bajo mundo de la aristocracia. Para investigar más al respecto Nellie Bly se hizo pasar por una madre en búsqueda de un bebé y se infiltró en la red de traficantes. Posteriormente, Bly iría a la penitenciaría a entrevistar a Eva Hamilton y darle la oportunidad de contar su lado de la historia.

Los artículos de Nellie Bly son el testimonio de una vida dedicada a denunciar la injusticia y la desigualdad.


 

The New York World/ 6 de octubre, 1889

Un niño inocente vendido a la esclavitud por diez dólares.

El terrible tráfico de carne humana en Nueva York.

Madres crueles y parteras avaras que intercambian a niños indefensos por dinero- Sorprendente indiferencia de los traficantes de esclavos por el futuro de los pequeños- No se hicieron preguntas- Una visita a la partera que vendió el bebé falso de los Hamilton- Hechos impactantes que interesarán a toda madre amorosa del país

Compré un bebé la semana pasada para aprender cómo se compran y venden los bebés esclavos de la ciudad de Nueva York. ¡Piénsenlo! Un alma inmortal intercambiada por diez dólares. Padres, madres, ministros, misioneros: ¡la semana pasada compré un alma inmortal por diez dólares!

Hace no pocos años estuvimos en guerra. Fue un conflicto largo y amargo que costó varios millones de vidas y varios millones de dólares, se suponía que la esclavitud había terminado cuando se desbandaron los ejércitos.

Pero la esclavitud no cesó. Existe aún en Nueva York de una forma mucho más repulsiva de la que alguna vez existió en el sur. Bebés blancos,  jóvenes, inocentes e indefensos bebés esclavos, comprados y vendidos cada día de la semana incluso antes de haber nacido. ¡Vendidos por sus propios padres! Los esclavos negros tenían a John Brown para iniciar su marcha hacia la libertad, ¿quién la iniciará por los bebés esclavos de Nueva York?

Varios días antes de comprar al infante anuncie en varios periódicos que estaba buscando un bebé al cual adoptar. No recibí respuestas. ¿Por qué? Porque las personas que adoptan bebés de manera legítima y con buenos propósitos no esperan comprarlos y aquellos que ofrecen bebés en el mercado esperan venderlos y no los regalarán.

 

El bebé

Primero fui a ver a la señora Dimire. Vive cómodamente en una casa en la calle West cuarenta y ocho. Una criada impecablemente vestida me hizo pasar a un recibidor de apariencia artística y acogedora. El piso estaba suavemente alfombrado, las ventanas tenían cortinas de encaje y estaba lleno de fotografìas, macetas hermosas y valiosas figuras de colección. Unas puertas grandes, corredizas y de cristal cerraban una pequeña habitación en la parte trasera. Cuando la puerta se abrió para que entrara Madame Dimire, dos perros skye terrier tropezaron entre ellos en su locura por entrar primero. Madame Dimire es una mujer alta y gorda, con papada y ojos oscuros. Llevaba una bata holgada hecha de algún material delgado tan blanco como el gato que yacía acostado cerca de la ventana.

—¿Es usted la doctora Dimire? —pregunté.

—Sí —respondió haciéndome una seña para que me sentara.

—¿Usted puso el anuncio sobre un bebé en venta?

—Sí —respondió de nuevo con una sonrisa creciente—. ¿Quiere un bebé?

—Sí. ¿Aún lo tiene?

—Bueno, usted es la octava persona que ha preguntado hoy por él —respondió complaciente, cruzando los brazos sobre su inmenso cuerpo—. Ahora está en el doctor con una señora que está pensando comprarlo. Necesita un niño rubio. Dijo que su doctor podía predecir cómo saldrán los bebés, así que se lo llevó acompañada de mi enfermera para saber si será rubio. Regresará en cualquier momento con su respuesta, pero hay otra mujer arriba muy ansiosa por quedarse con él. Quería un niño, pero esta pequeña es una niña tan hermosa que se la llevará si no lo hace la otra mujer. ¿Qué tan grande quiere que sea el bebé?

—Bastante joven —respondí despacio, pues no había pensado mucho en la edad. Esperaba, sin embargo, un bebé de al menos unas cuantas semanas

—Bueno, esta nació a las 7 de la mañana de este sábado. Es lo suficientemente pequeña para hacerla pasar por tu hija. ¿Estás casada? —preguntó repentinamente.

—¿Es necesario que responda preguntas personales para poder comprar un bebé? Creía que no —respondí evasivamente.

 

Nada inquisitiva

—No quiero saber nada de ti. Nunca recuerdo a las mujeres con las que hago negocios —dijo con una carcajada—. Cuando me pagan y se llevan a los bebés de aquí es donde termina mi interés. Te ves tan joven que no pude creer que quisieras a la bebé para ti misma, eso es todo.

—¿Y supongo que nunca pregunta a dónde va el bebé o qué será de su vida? —pregunté rígidamente.

—No pregunto —respondió con rapidez—. Nunca revelo los nombres de los padres; nunca sé quién se los lleva. En cuanto nacen los mando con mi enfermera que no vive aquí. Ahí se quedan hasta que alguien se los lleva. Todos los niños que nacen aquí son de sangre aristocrática. Nunca acepto a la gente común. Justo ahora mandé a una mujer embarazada con mi enfermera para que ella se hiciera cargo de su embarazo, yo no lo haré porque no pertenece a la misma clase que mi clientela. ¿Cuánto piensas pagar por la bebé?

—No lo sé, pues nunca he comprado uno —respondí titubeante—. ¿Cuánto pides?

—No vendo bebés —dijo–, las personas me pagan por mis servicios. ¿Cuánto estás dispuesta a dar?

—¡Diez dólares! —dije, recordando el precio pagado por el bebé de Robert Ray Hamilton.

—¡Oh, por Dios, no! —dijo ella desdeñosamente— Nunca recibo menos de $25. La mujer que la tiene esta tarde dice que si se la lleva me dará $50. ¿Si no la quiere me darás $25? Apúrate a decidir, porque hay una mujer esperando que está ansiosa por llevarse ese bebé.

—Si me parece, te daré $25 por ella —respondí.

Madame Dimire dijo entonces que iría a ver a la mujer que estaba esperando por ese bebé y que si era posible, intentaría persuadirla para que comprara uno de los niños que llegarían a la casa dentro de las próximas 48 horas. Si la mujer estaba de acuerdo, me daría entonces la dirección de su enfermera para que pudiera ir a conocer a la bebé. La mujer aceptó bajo la condición de que si no me gustaba la bebé volvería a casa de Madame Dimire para avisarles que no me llevaría a la bebé.

 

Sospechas de peligro

—Ahora, antes de que te de esto —dijo la madame sujetando el papel donde se encontraba la clave para llegar a la bebé esclava—, quiero que me des tu palabra de honor de que no eres un detective.

—¿Por qué? —exclamé haciéndome la ofendida— ¡Qué horrible idea! ¿Cómo puede imaginarse algo así?

—Debo protegerme a mí misma —dijo disculpándose—. Si hubieses venido sola y luego publicado lo que dije, podría jurar que mentiste, pero como traes a un testigo… —dijo señalando a mi acompañante— entonces no puedo decir que todo es una mentira; quiero que me des tu palabra antes de que te de la dirección de mi enfermera.

—No sé cómo puedes imaginarte algo así —dije con tristeza—. Estoy tan ansiosa como tú de que mis asuntos se mantengan en privado.

—Evades mi pregunta —dijo ella con suspicacia.

—No soy una detective —dije entonces. Satisfecha, me dio un pedazo de papel delgadísimo en el que estaba escrito el nombre y dirección de la enfermera junto con la siguiente instrucción:

“Por favor muéstrale a la niña e infórmame lo que decida”

Encontré la casa de la enfermera en una vecindad en la calle East cincuenta y dos. Vive en dos habitaciones de un segundo piso.

—No preguntes por ella en los pasillos ni le digas a nadie por qué vas a visitarla —me había advertido Madame Dimire.

A pesar de eso, le pregunté a una persona que me encontré en el pasillo. Cuando entré a la vecindad ella estaba saliendo del departamento que supuse era el de la enfermera, así que creí que podía tratarse de un miembro de su familia. El departamento era pequeño, oscuro y sucio. Pregunté por la enfermera por nombre. La mujer gorda, con un vestido grasiento y los ojos muy separados que había visto en el pasillo dijo que el nombre era suyo. Era muy brusca y sospechosa, cuando le dije que había ido a ver al bebé mantuvo una expresión imperturbable y me preguntó de qué bebé estaba hablando. Entonces le di la nota que la madame me había dado.

 

Afuera en la lluvia

—La bebé acaba de regresar —dijo irritada—. Una mujer horrible la tuvo afuera casi todo el día porque quería que su doctor la viera para saber si saldría rubia o morena. Supongo que por eso se resfrió, acabo de terminar de darle un poco de aceite.

Nos llevó a una habitación diminuta, pero se arrepintió antes de que pudiéramos sentarnos y nos pidió que regresáramos a la cocina. Dos niñas pequeñas y sucias que no se parecían nada entre ellas la seguían a todos lados.

–Creo que la pueden ver mejor aquí que en la otra habitación —dijo.

En una esquina oscura había una pequeña estufa. Junto a ella había una ventana. Casi tocando la estufa había una mecedora. En el cojín de la mecedora y cubierta por un chal estaba la bebé esclava. La enfermera quitó el chal y me incliné para ver a la pequeña esclava que tenía tan solo dos días de haber nacido y había sido manejada y examinada por muchas personas que pensaban comprarla. Me dolió el corazón por esa pobre esclava. ¡Una bebé de dos días que había estado fuera por muchas horas en un día lluvioso!

Aún así se estiraba. Su cara estaba terriblemente roja, tenía el cabello y las cejas tupidas y negras y una nariz muy recta, lo cual según la enfermera es algo maravilloso para un bebé de dos días, sus pequeñas manos eran mucho más blancas que la almohada en la que estaba acostada. Movía sus deditos débilmente, como si quisiera meterlos a su boca. Se movió nuevamente y un llanto extraño salió de su garganta.

—Se resfrió hoy —explicó la enfermera—, lloró toda la tarde. Hizo un viaje largo y supongo que pasó frío. Por eso suena tan ronca. Le di una dosis generosa de aceite y debería estar bien mañana. ¿Quiere que la desvista?

 

Lista para ser inspeccionada

—Oh, no, por favor no. ¿Por qué harías eso? —dije preocupada.

—Casi todos los que compran un bebé hacen que lo desvista una docena de veces para asegurarse de que esté bien. Esta es una niña hermosa, grande para su edad —dijo mientras la levantaba de la mecedora. La pequeña esclava me miró con sus ojitos oscuros como pidiéndome que la comprara. No pude soportarlo. Le di la espalda y le pedí a la enfermera que la bajara.

Me apuré a salir de esa casa y regresar con Madame Dimire. Esta vez mi acompañante no fue conmigo, pues no planeaba tardarme mucho.

—Madame, la mujer se llevó a la bebé al doctor y mandó a la enfermera a casa diciendo que ella vendría a verte. La bebé está terriblemente resfriada y si la mujer no se la queda me daría miedo hacerlo yo. Pues le temo a la muerte y no me gustaría comprar una bebé que va a morir.

—Esa mujer siempre hace cosas así de tontas —respondió con severidad—. Esta es la segunda vez que me molesto con ella. Si no se lleva a este bebé la próxima vez tendrá que ir con alguien más.

—Preferiría esperar y probar mi suerte con el siguiente que tengas en venta —dije agradablemente.

—No puedo apartarte un bebé a menos que me des un depósito —dijo ella con astucia—. La razón por la que te hice tantas preguntas en nuestra entrevista fue porque te ves demasiado joven como para querer un bebé. Además estabas acompañada por una dama que se veía muy lista. No dijo ni una palabra, así que pudo haber alegado que no era culpable si algo llegara a pasar. No soy responsable de que una mujer consiga un bebé de aquí y luego finja ante su esposo que es suyo. Casi me meto en problemas, y quizás aún lo haga, por haberle dado un bebé a una mujer que iba a compañada justo como lo estabas tú hoy. Yo fui quien proveyó al bebé Hamilton.

—¡El bebé de Robert Ray Hamilton! —exclamé con sorpresa.

 

Ella vendió al bebé Hamilton

—Sí, el mismo. La señora Hamilton vino con la señora Swinton por un bebé. La señora Hamilton parecía venir de buenas circunstancias, vestía ropa fina y la señora Swinton se veía lo suficientemente respetable, aunque también increíblemente astuta. No quería darle un bebé teniendo ahí un testigo, justo como hoy en tu caso, así que le dije a la señora Hamilton: “¿Sabe su esposo que va a adoptar a un bebé?” se rió y dijo: “Oh, claro que sí, él sabe que venimos hoy por el bebé” y la señora Swinton dijo: “No tengas miedo de dárselo, ¡mi hijo es su esposo!”.

Madame Dimire me hizo entonces un montón de preguntas sobre mis asuntos domésticos. Quería darme consejos sobre cómo engañar a mi esposo, pues decía que ella entendía mucho mejor de esas cosas ya que tenía más experiencia. Mis respuestas muchas veces demostraron mi ignorancia  y aunque se rió de ello, quedó completamente desarmada por mi fingida franqueza.

Después visité otros lugares y obtuve siempre el mismo resultado. Bebés siendo intercambiados por dinero. Aun así debo mencionar dos casos especiales. El doctor O’Reilly de la calle Este cuarenta y nueve era muy astuto. Es un hombre alto, con una cara agradable, cabello ralo y gris, tartamudea. Ocupa una casa entera, tal y como lo hace Madame Dimire y, como ella, está lleno de pacientes con precios altos.

—E-e-e-este es el lugar más ca-ca-caro de Nueva York —dijo con orgullo mientras me miraba de una forma sospechosa e impúdica—. Co-co-cobro una cuota de $100 por entrada. Este es el único lugar en el que encontrará niños de padres aristocráticos. Cua-cua-cuando recibo a una paciente, su vástago se queda conmigo para que haga con él lo que yo desee.

—¿Le hace alguna pregunta a aquellos que se llevan a los bebés?

—Nu-nu-nunca —respondió con una mirada malvada—, no quiero saber quién o qué son ni qué sucederá con el bebé. Eso n-n-no tiene nada que ver conmigo.

El otro caso fue una mujer en el lado este de la ciudad que decía que no tenía y nunca había tenido bebés. Dice que siempre se asegura de que las madres se lleven a sus hijos con ellas y hace todo lo posible para que no los abandonen. Su casa, dice, siempre está abierta a oficiales de la ley que deseen inspeccionarla. Ya que su negocio es legal no tiene nada que ocultar, o eso dice ella.

La señora Scroeder vive en la calle Este cincuenta y ocho. Dirige un establecimiento grande y siempre tiene bebés en venta. Es muy sagaz. Nunca nadie ha sabido quién es su enfermera. En cuanto el bebé nace, es envuelto con una sábana y llevado con su enfermera. Ella entonces anuncia “bebés en adopción”, lo cual significa que ella vende y compra al mismo tiempo. Compra el bebé a la madre en cuanto esta entra a su casa ¡Por una suma no mayor a un dólar! Los vende por lo que pueda obtener.

 

La lista de precios de los bebés

—No tengo ningún bebé aquí en este momento —me dijo. Esta es su excusa normal—. Si me dices la hora a la que regresarás, tendré un bebé listo para ti.

–¿Cuánto pide?

–Oh, vamos, no me atrevería a vender a un bebé, pero seguramente querrás pagarme por mi atención. Digamos… ¿$15? ¿No? Bueno, entonces $10. ¡No puedes esperar un buen bebé y mucho menos uno de padres respetables por $10!

No regresé. Como no quería mandarme con su enfermera no tuve interés en volver. Un bebé nació en su casa el mismo día en el que estuve ahí.

La señora White de la calle Este cuarenta y nueve compra y vende bebés. Tiene una casa bonita y privada y dice ser conocida de un alto número de hombres y mujeres de la alta sociedad.

—Tengo bebés aquí todos los días —me dijo—. Una dama de Brooklyn se llevó uno esta misma mañana. Si esperas una hora tendré uno para ti.

—¿Niño o niña? —pregunté con sarcasmo.

—No esperarás que te diga eso —dijo riéndose—. Si no quieres esperar dame un depósito y te apartaré al bebé.

—Todo esto es bastante nuevo para mí. Quiero ver al bebé antes de comprarlo –le dije y fui a otro lugar.

—No encontrarás un bebé de gente más deseable que esta —me dijo en la puerta—, la madre pertenece a una familia rica. Su madre la trajo aquí, cuando se recupere regresará a casa y se casará. Su padre no sabe nada de esto, cree que está de visita con unos amigos. Es un asunto fácil y se hace todos los días en Nueva York.

La señora Eppinger vive en la calle Este dieciocho. Es una mujer de baja estatura con una cara inquisitiva, usa un gorro de enfermera y un delantal. La señora Eppinger proveyó a dos de los bebés Hamilton. Ambos murieron.

 

Un montón de bebés finos

—Puedes obtener bebés de buenos padres de la señora Dimire o de mí, pero no los encontrarás en ningún otro lado —dijo ella, presumiendo.

—¿Cuánto cobra por un bebé? —pregunté valientemente.

—No los vendo, pero siempre me dan algo por mis servicios. La mujer que compró al bebé de hace rato me dio $20 por él. Me puso el dinero en las manos, creí que sería un dólar de plata, pero resultó ser una pieza de oro de veinte dólares.

—¿Tiene a los bebés aquí?

—No. Desde el momento en el que nacen son enviados con mi enfermera. Ella los toma y se los queda hasta que alguien más los recibe.

—¿Alguna vez le hace preguntas a las personas que compran a los bebés? —pregunté.

—No lo hago. No quiero saber nada de ellos.

¡Vendidos al mejor postor para el propósito que le plazca al comprador, sin importar lo que pase con ellos! ¡Vendidos por sus padres y por las tratantes de esclavos!

Se le pide a cada médico, según lo que sé, que haga un reporte cada vez que nace un bebé que incluya los nombres y edades de sus padres y lo mande a la Junta de Salud. Estos traficantes de esclavos bebés reconocen tener un nacimiento al día y aún así, no hacen ningún reporte. La taza anual de nacimiento de Nueva York se incrementaría considerablemente si se censara a los niños que nacen en estas casas.

Compré a mi bebé de la casa de la señora Koehler en la calle Este ochenta y cuatro. Tiene aproximadamente cuatro pies de alto y tres pies de ancho. Ha estado en problemas en diversas ocasiones pero siempre ha logrado escapar del castigo de la ley. Si robara una hogaza de pan sería llevada a la cárcel, pero como solo trafica bebés permanece en libertad.

—Señora Koehler, ¿tiene un bebé en venta? —le pregunté en el recibidor elegantemente amueblado de su casa.

—Sí, tengo uno. Nació hoy a las dos de la mañana —respondió con rapidez, en ese momento eran las tres de la tarde—, es una niña. Te la traeré —y la esclavista salió por la puerta para mostrarme a la bebé esclava.

Creo que esa casa veía al menos una muerte al día, o esa fue la idea que me dio el jarrón lleno de nardos que descansaba en el centro de la mesa. Su perfume era tan fuerte y opresivo que me moví cerca de las ventanas oscurecidas en un intento vano por obtener un soplo de aire fresco.

 

Tan solo medio día de nacida

—Aquí está la niña —dijo ella al entrar nuevamente en la habitación, esta vez con un bulto en sus brazos. Me llevó a una esquina oscura de la habitación para que la inspeccionara con la excusa de que la luz dañaría los ojos de la pequeña. En realidad quería evitar que viera cualquier marca o defecto que tuviera la esclavita.

Tenía tan solo trece horas de haber nacido y la compré. Aún no había sido llevada con la enfermera, así que le dije a la señora Koehler que la recogería al día siguiente. La señora Koehler ya había tenido problemas antes, así que ahora toma las precauciones necesarias para evitar volver a estarlo de nuevo: organiza que una madre falsa vaya a su casa para presentársela a los vendedores para que ella pueda dar su consentimiento de la transacción de forma escrita en lo que pretende que pase por un contrato. Esto lo hace para evitar que la ley la atrape, pero es totalmente ilegal.

—¿Cuánto quiere por la bebé? —le pregunté cuando regresé el día siguiente.

—Bueno, no podría ponerle un precio, yo no vendo bebés —dijo ella.

Trajo a la bebé a la habitación. La había estado alimentando y la leche tenía un tinte peculiar que parecía sugerir la presencia de drogas y sustancias similares. Es bien sabido que los bebés son drogados a menudo y viven tan solo unos días después de salir de las casas de sus esclavistas. La señora Eppinger le vendió a la señora Hamilton dos bebés: ambos murieron. La señora Koehler le vendió a la señora Hamilton un bebé. Murió. Ninguna de las esclavistas sabe quién vendió a la bebé Beatriz, la única que sobrevivió.

—¿Me darás tu palabra de que esta bebé está saludable en todos los aspectos? —le pregunté a la esclavista.

—Sí. Es una bebé hermosa. Ahora, si me pagas, podemos ir a ver a su madre. Aún no ha conocido a la bebé.

Le di los $10. Miró el dinero y entonces, sosteniendo a la bebé con una mano, me extendió la otra diciendo:

—Por favor dame más. Esto es muy poco por una bebé como ella. ¿No me darás un poco más?

—Ni un centavo por ahora —contesté—. Si la bebé sobrevive, te mandaré un regalo.

Le mandé una copia del Sunday World que contiene este mismo artículo junto con mis agradecimientos.

 

La madre falsa

En el tercer piso, en una de las habitaciones, yacía una mujer joven y rubia. Estaba platicando con una amiga que había ido a visitarla.

—Aquí está la bebé —dijo la esclavista— y ella es la joven que se la quiere llevar.

Ya sabía el truco de la madre falsa, así que le pregunté a la madre de la bebé la hora en la que la niña había nacido. Volteó a ver a la esclavista en busca de respuestas. Entonces le pasaron el bebé. La sacó del chal. La pequeña esclava que acababa de ser vendida abrió sus pequeños ojos azules como intentando ver por primera y última vez a su madre. Movía su pequeña cabeza y sus manitas con debilidad. Sentí en mi garganta el grito de Hood resonando desde mi corazón: “¡Oh, Dios! ¡Que la carne humana sea vendida por tan poco!”

—Es pequeña, ¿verdad? —dijo la mujer con indiferencia mientras regresaba a la esclava de vuelta con su esclavista sin un beso, una mirada o una oración. Si era en verdad su madre, estaba viendo a su propia hija separarse de ella para siempre sin saber su destino o lo que sería de ella en el futuro.

No hizo ninguna pregunta. No le importaba.

Tomé el papel mal escrito que la señora Koehler me pasó. Esto es lo que decía:

“En consideración de la cantidad de un dólar, la titular cede a su hija a la interesada para que la interesada haga con la infante lo que mejor le convenga”

La madre la vendió por $1. Yo la compré por $10 en este día 2 de Octubre de 1889, año de nuestro señor Jesucristo.

Esa transacción profundamente inhumana y barbárica hizo que se me rompiera el corazón. Quise alejarme de la esclavista y sus pacientes. Con ternura, mi acompañante envolvió a la bebé de dos días y ojos azules en una cobija suave y caliente y dejamos la casa mientras la esclavista me recordaba:

—No olvides mandarme más dinero por esa bebé. Lo vale.