Bitácora de papeles leídos
Me gustaría decir que el primer libro que leí fue un clásico que cambió mi vida. Mentira absoluta. Mis primeros recuerdos de lectura son una cosa mucho menos sofisticada. Mi abuela siempre estuvo suscrita al Selecciones del Reader’s Digest, yo cada mes podía encontrar el nuevo ejemplar en el baño de visitas. Me recuerdo sentada en el piso leyendo las revistillas—con anuncios incluidos—de principio a fin. Ahora no puedo acordarme de ningún relato con claridad. Me viene a la mente sólo una historia donde un grupo de niñas vendían galletas de puerta en puerta para juntar dinero y salvar a alguien de su grupo; lo conseguían. Todas en este tono, motivacional pero intrascendente. Me acostumbré a una prosa poco lograda, nada exquisita y con traducciones de dudosa procedencia. Me aprendí las fórmulas que había que seguir para entender relatos que siempre partían de una situación trágica y cómo ésta se resolvía.
Antes y después experimenté con otros textos, lo interesante de Selecciones era que estaba a mi alcance, literalmente. En esa lectura no había censura ni mediación de algún adulto, tampoco estaba vinculada con lo escolar y podía pararla donde quisiera. Nunca tuve la obligación de seguir, siempre lo hice. También me recuerdo leyendo libros para la escuela: me parecían infinitos, contaba las páginas que me faltaban para terminar y saltaba cuantas pudiera. De ese martirio de lecturas pragmáticas me quedan algunas buenas experiencias: Momo de Michael Ende, El abrigo verde de María Gripe y La balada del siglo XX de Jordi Sierra i Fabra. Sin dejar de lado, por supuesto, el cómic al reverso de la caja del cereal Cap’n Crunch. Probablemente el texto que más veces he leído en mi vida.
Por ahí de los 11 años, mi hermana me leyó Aura de Carlos Fuentes en voz alta por las noches. Ella leía y yo me acostaba viendo al techo o a las manchas de la portada en esa edición de Era. Después me robé ese mismo título de una biblioteca. Nunca lo he vuelto a leer y me acuerdo de prácticamente todo. Luego me encontré un libro polémico en casa: La vida secreta de Adolfo Hitler de David Lewis. Una edición roja con tipografía negra y la foto del inconfundible villano en la portada, una evidente invitación al camino del mal. Me aterraba casi todo lo que leía y entendía una página de cada tres. Mi mamá lo descubrió y me quitó el libro bajo el argumento «no es para niños de tu edad». Argumento que usan casi todos los adultos cuando intentan delimitar qué es lo «correcto» para cada edad. La pregunta es: ¿cómo y quién lo define? Pienso que lo hace el propio usuario —el niño lector—, quien, sin sistematizarlo, parte de dos criterios básicos para abandonar un libro o seguir leyendo: el aburrimiento y la comprensión. La propia obra, como en la literatura adulta, le dirá si es o no para él. Si no hay empatía y los referentes son inaccesibles o lejanos, la lectura se quedará en las primeras páginas. Si empieza a bostezar en el segundo capítulo para el tercero estará dormido. Es posible que si se acerca a obras especializadas o con temáticas ajenas a su realidad, el asunto no logre llegar a sus últimas consecuencias.
No sé con precisión cómo nos convertimos en lectores «en forma». Para mí se dio en la víspera de la adolescencia, a los 13 o 14 años empecé a leer sólo porque sí. Unas veces para matar el aburrimiento y otras para encontrar respuestas a preguntas que no podía hacer. Generé un hábito de lectura consciente aunque involuntario. Leía libros completos, me fijaba en los nombres de los autores y tenía planes a futuro. Sin concebirlo como importante o trascendental para la vida, compré libros y revisé los que tenía en casa. Ya nadie tenía que autorizarlos, quizá a esa edad uno se gana su lugar como lector “independiente”.
Asumiendo ya esta posición de independencia más entrada en la vida adulta, me decidí por la literatura infantil. Como un proceso completamente anacrónico, a los veintitantos me leí todo Roald Dahl, Hans Christian Andersen, los títulos de la colección A la orilla del viento del FCE y buena parte de algunos catálogos mexicanos y extranjeros. Construí una biblioteca infantil que de niña nunca tuve. En las librerías esa es la primera sección, a veces la única, que visito. Es ahora un proyecto personal en el que decidí invertir tiempo, dinero y horas de estudio. Quizá se explique como intento de recuperación de un pasado nostálgico inexistente, una mínima tolerancia al aburrimiento, falta de madurez o sólo el gusto por ciertas formas estéticas y narrativas, sin ponerles etiquetas.