Tierra Adentro

La perspectiva de uno hacia el otro.

A veces pasa. Me resbalo y caigo por las escaleras.

Un panorama lleva a otro, sombras que pasan por el viento que atraviesa los recuerdos que arrastramos tras nosotros. For­mas inarticuladas de futuros inarticulados que se articulan con palabras.

En este panorama todo puede suceder al mismo tiempo. Hojas abiertas-cerradas que se agitan en el viento frío-tranquilizante. La persistencia del tiempo en el desierto amplio-plano-dividido, que se filtra-mueve-agita entre los árboles verdes-silenciosos-llenos de neblina. El humo de tabaco flotando-articulando-refiriendo a ese deseo urgente-afín de moverse-dormir-vivir-morir-escribir. No tenemos que saber su nombre. Sólo cómo escribirlo.

Quiero hablar de este panorama en términos de simultaneidad. En un ensayo de presentación, es complicado evitar generalizaciones desmesuradas sobre el estado particular de una literatura en particular. Por supuesto, es imposible. Y pensar de esta forma recuerda a la exagerada noción del Borges narrador testigo que se encuentra con Funes, “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.

En una plataforma hay un “perro”, aunque el mío es blanco y el tuyo café, el mío polvoso y el tuyo alegre. En el mundo de Funes hay muchos perros: el perro de ayer, el de hace cinco segundos, todos y cada uno de los recuerdos de cada canino en particular se extienden y separan en perros únicos y diferentes.

¿Cuántos perros hay en realidad?

Si hay perros y hay gatos, y los perros y los gatos son sólo eso, perros y gatos, ¿cómo es que podemos agrupar tantos perros y gatos tan sólo en dos categorías de perros y gatos?

¿Están los arquetipos más o menos presentes que los tipos?, y en las aguas más profundas, ¿cuánto de lo que escapa es mur­mullo y cuánto expectativa?

No obstante, puede haber un sueño compartido. Ese sue­ño puede ser plural y singular, parcelas de torbellinos sombríos o palmeras o mundos invisibles.

Simultaneidad. Porque aunque en secreto creo que es cierto, no soy el centro del universo. Así, en el camino que es sólo mío: mi canon de la infancia consiste en Roald Dahl, H.G. Wells, Mi­chael Crichton y el primer libro que me hizo llorar: Nuestra Señora de París, de Victor Hugo. En la preparatoria todo giró alrede­dor de e.e. cummings y Toni Morrison. En la universidad, tenía gran fervor por lo que conocemos como lecturas “necesarias”. Los textos obligatorios consistían en Kathy Acker, Derrida y Er­nest Hemingway. Perdí la cuenta de cuántas veces presté y volví a comprar Blood and Guts in High School. “¿Cómo que no lo has leído?”, le preguntaba a cualquiera. “Es súper obligatorio”, los re­gañaba. En el posgrado descubrí El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, de Julian Jaynes, y descubrí de in­mediato que todo el mundo giraba en torno a este texto, así que viajé a la isla del Príncipe Eduardo en Canadá el siguiente verano para participar en la conferencia de Julian Jaynes. Era la confe­rencista más joven, quizá por un par de décadas (y una de las tres mujeres en toda la conferencia). ¿Debería admitir en torno a qué gira mi vida literaria hoy en día? Bueno, ahí está La poéti­ca del espacio, de Gaston Bachelard, sí, pero debo reconocer que mi canon actual no contiene libros, sino series televisivas como Nashville y Marvel’s Agents of S.H.I.E.L.D. Quizá no necesiten saber todos los detalles sobre cómo lloro cuando canto canciones de Nashville en mi auto mientras manejo por Los Ángeles o cómo una escena de Marvel’s Agents of S.H.I.E.L.D. fue la responsable de romper un bloqueo de escritura tras un año sin escribir nada. Lo que trato de explicar es que mi canon literario no se parece al de nadie más. Me sorprendería mucho si así fuera (aunque si quieren tomar un café y discutir cómo es que Nashville también cambió sus vidas, estoy disponible).

Hay algo en este panorama que permite que diversos canones coexistan. Aunque compartimos algo similar a un espacio cultural o geográfico, los espacios literarios son diversos y disparatados y muchos de ellos no se encuentran aislados como grupos de célu­las en cajas de Petri. Hay un revoltijo de colores.

Es decir, hay rojo y hay azul, y aunque podemos ver ambos co­lores, también podemos ver cómo a veces esos colores se disuel­ven en el otro para crear varias saturaciones y tonos de púrpura.

Es decir, hay una ventana y está lloviendo. Como la lluvia, noso­tros nos lanzamos contra la ventana y nos disolvemos en el vidrio y sentimos el sufrimiento y la alegría y el éxtasis y el frío y la sua­vidad de la lluvia de la existencia, de la posibilidad de intimidad.

Mitología empática de la historia. Lenguajes reimaginados del pasado. Cuando pregunté por el panorama en Twitter, @german_sierra respondió muy bien:

Desde afuera, diría que los escritores norteamericanos no evitan ser contemporáneos, lo cual para mí es un gran halago.

En un lugar donde a la historia se le alucina, se le hace luto, se le deriva y se arrepiente, no tenemos miedo de conjurar fantasmas. Los fantasmas nos acompañan de pasados y pasados aun más lejanos, pero también del futuro. Miramos hacia delante. Lo nuevo. No sólo como respuesta a lo viejo, para refrescar nuestras concien­cias como lágrimas del crepúsculo, no sólo como respuesta a lo “dominante”, a lo mainstream, sino también a cómo reimaginamos estos panoramas simultáneos.

Cuando el cielo es azul, es muy azul. Cuando el cielo no es azul, no hay color en ninguna parte. Cuando el cielo es colorido, tam­bién lo es todo lo demás.

Probablemente los norteamericanos seamos parcialmente alérgicos a las categorías. En mi caso, las categorías sirven como fuerzas que constriñen en vez de dar oportunidad. La mayor parte de mi carrera he evitado etiquetarme, ya sea en términos de estética o de identidad. La suposición ingenua del escritor joven: “quiero que me conozcan por lo que escribo, no por quien soy.”

Quizá los dos movimientos más famosos (o infames) de la literatura contemporánea norteamericana entre los escritores jóvenes caigan dentro de la Poesía Conceptual (o Escritura Conceptual) y la Alt Lit. Sin embargo, para mí, ninguna de estas dos categorías abarca lo que hago ni lo que hacen la mayoría de los escritores que conozco y admiro. Aquí nos encontramos, por supuesto, con ese sentimiento muy norteamericano de rebelarnos contra las categorías y las etiquetas. En cuanto una etiqueta se vuelve de uso común, inmediatamente interrogamos, sobajamos y reimaginamos esa categoría. (¿Tendrá esto que ver con lo que pasó con la etiqueta de lo “hipster”? Según cualquier persona, nadie es hipster y todos son hipster al mismo tiempo. Todo el tiempo escuchamos la queja, “¡Ah, esos pinches hipsters!”, pero cuando miras a quien habla piensas, “Bueno, él es un pinche hipster”, a la vez que el tipo parado detrás de ti en la fila para comprar café mientras pides tu Latte Frapé Grande con Leche de Almendra murmura algo sobre los hipsters y los lácteos en voz baja).

Así que, en vez de generalizar: leemos así y escribimos así y nuestros labios se mueven así y nuestros libros se ven así (¿me estaré lavando las manos?), sólo describiré este espacio como tur­bio y simultáneo. Un espacio en el que las declaraciones “el cielo es azul” y “el cielo no es azul” son ambas igual de ciertas, donde Nashville es tan canónica como Guerra y Paz, donde Lana del Rey y Lady Gaga son personajes culturales tan importantes como Noam Chomsky y Michelle Obama, donde Cincuenta sombras de Grey puede estar en el mismo estante que Cormac McCarthy, donde alguien como yo puede ver Satantango de Béla Tarr en la misma semana que Rápidos y Furiosos 7 (no me juzguen, le tengo muchas ganas a esa película).

Una cosa que tanto la Poesía Conceptual como la Alt Lit tie­nen en común es que ambas aceptan la integración de la cultura popular. Siempre hemos estado interesados en lo cotidiano, en eventos políticos, en lo que sucede en la cultura, pero hoy “Cul­tura” consiste en cultura pop, la cultura de las celebridades, la tecnología, las redes sociales, todo ello mezclado con mitología, cuentos de hadas, ciencia ficción, fantasía, filosofía y teología. Quizá nos hemos dado por vencidos en tanto la continuidad y la consistencia y comenzamos a aceptar la entropía, la simultanei­dad y la incertidumbre.

El perro ladra y nosotros lo escuchamos. En la oscuridad, ex­tiendo mis manos para sentir la perilla de la puerta, pero la perilla no está donde esperaba. Mi vaticinio falló.

Ella lo amenaza: “no escribiré sobre ti. No te olvidaré”, la amenaza él.

Tu perro sabe lo hermoso que eres y, aunque amas a tu perro más que a cualquier ser humano, es el mismo perro que fue ayer que fue la semana pasada que fue hace siete años. El mismo perro. El problema del lenguaje, de la memoria, de pensar.

Ahora es de mañana y el centro de Los Ángeles se ve majes­tuoso y siniestro. Parece que las palomas están posando, paradas sobre los postes de luz así, pero ellas también tienen el derecho de establecer sus propias rutas de comunicación.

Los escritores que he tenido el honor de seleccionar no tienen miedo de hacer preguntas. Más importante, no tienen miedo de sentir. Su obra muestra que el intelecto, el afecto, el concepto y el humor, el amor y el sufrimiento todavía pueden coexistir en el mismo espacio de la escritura. Sin la presión de tener que encon­trar el balance perfecto entre la tradición y lo experimental, o de ajustarse a las convenciones de la innovación, estos textos inves­tigan las sutiles graduaciones de la existencia genuina, diferente, simultáneamente. No hemos olvidado las referencias, esos escri­tores del pasado cuyos fantasmas siempre están posados sobre nuestros hombros, esas palomas: James Joyce, Virginia Woolf, Ger­trude Stein, Ray Bradbury e incontables más. Pero es ahora, es decir, ahora, y hoy el nuevo canon vibra y resuena y nos llama.
*Traducción de René López Villamar.


Autores
Es autora de Kerotakis, Daughter y Damnation. Es coeditora de [out of nothing] y editora de la revista Entropy. Vive en Los Ángeles. donde imparte clases en CalArts.