Tierra Adentro

En este ensayo, la neoyorquina Jess Stoner, autora de la novela I Have Blinded Myself Writing This, hace un recorrido a pie para entregar el correo a los residentes de Austin, Texas, y pone en primer plano la crudeza de trabajar en el servicio postal en esta época dominada por el internet, los emails y la comunicación digital.

 

Después de hacer exámenes para evaluar mi personalidad y mi memoria, me hicieron una entrevista de cinco minutos y me con­trataron como cartera asistente (CA) en el Servicio Postal de Es­tados Unidos (USPS).

El puesto de CA, similar al de un cartero por contrato, se creó en el 2013 para ahorrar gastos al USPS y para mover empleados bien remunerados a trabajos donde ganaran menos. O, como me gritó un supervisor distrital: “EXISTES PARA REDUCIR LAS HO­RAS EXTRA”.

En cuarenta horas de entrenamiento aprendimos que las hojas son tan resbalosas como el hielo, que ya nadie se viste “postal” (en cambio se ven, como dijo mi entrenador, “preparatorianos, como de Columbine”) y, como estábamos en Texas, que necesitamos “dejar la pistola Glock en casa”. También nos advirtieron que no pidiéramos ni un día libre. Otro futuro CA, un veterano de Afga­nistán que se sentaba a mi lado, renunciaría meses después. Su esposa e hijo tuvieron un accidente automovilístico y los llevaron al hospital. Su supervisor le dijo que podía visitarlos pero que de­bía regresar a entregar el correo. Llevaba trabajando catorce días consecutivos.

El primer día que repartí el correo, una niña y su hermano me abordaron en la cerca de su casa. La niña me dijo que era su quinto cumpleaños y después me preguntó si yo tenía una mamá. Le dije que sí y me respondió que la suya había muerto. Le entregué el correo y lloré mientras caminaba a la siguiente casa. Fue un primer día emotivo, despacio y, sin embargo, estimulante, hasta que sonó mi teléfono y mi jefe gritó, “¿POR QUÉ NO HAS REGRESADO A LA ESTACIÓN?”. Me apresuré, con torpeza, incluso fui más lento, y entonces ocurrió un milagro: otra cartera, ya de regreso a su casa, se detuvo a ayudarme con las últimas entregas de mi ruta. Antes de renunciar, lloré una vez más. Estaba cubriendo una ruta en donde los buzones de los departamentos eran viejos, a menudo no abrían y, cuando lo hacían, los revisaban con tan poca fuerza que tenía que empujar las cartas para que cupieran. Entonces el lazo de mi morral se rasgó, solté mi escáner y se rom­pió. Llamé a la estación para decirles que se me haría tarde. Mi su­pervisor gritó “ERES TERRIBLE”, y le contesté: “hago lo mejor que puedo”, y de verdad lo hacía. Cuando una supervisora asistente llegó, veinte minutos después, le agradecí, aunque no pudo hacer que el buzón cerrara, y se volteó para no ver mi rostro. Manejé hacia mi siguiente ronda sollozando fuerte, mientras caminaba entre setos y ramas de árboles para meter gruesas revistas por rendijas afiladas que hacían sangrar mis dedos. Cuando por fin llegué a la estación, mi supervisor me preguntó si había llorado. Le dije que mis alergias eran horribles. Otro cartero ya me había dicho que nunca les mostrara el daño que me causaban.

Trabajar en la Oficina de Correos me cambió. No corría de casa en casa para entregar el correo tan rápido como podía para pro­bar que podía hacerlo y hacerlo bien. Corría porque no quería que me gritaran.

En mis tres cortos meses en el trabajo desarrollé una virtud que odiaba: guardar silencio. No contradije a mi supervisora cuando le dijo a mis compañeros que yo fumaba en mi vehículo (nunca lo hice); me quedé callada cuando una empleada que estaba pa­rada junto a mí me gritó que los CA no debían quejarse sobre ella al sindicato (nunca lo hice, aunque tenía el derecho de hacerlo); guardé mi enojo cuando un supervisor asistente comentó a los carteros que yo había dicho que terminé antes porque los demás salieron a comer (nunca dije nada parecido).

Bajé siete kilos en mis primeras seis semanas de entregar el correo. En mi estación, cada ruta de hasta diecinueve kilóme­tros estaba diseñada para recorrerla en seis horas, con dos des­cansos pagados de diez minutos y media hora no pagada para comer, que se restaba de tu cheque sin importar si la usabas o no. Entregaba el correo seis días a la semana y paquetes en do­mingos. Nunca comí.

Así funciona un día normal en la entrega de correo. Llegas a la estación a la hora acordada; unos días checas, empacas tu corres­pondencia y sales. Otros días te piden que esperes, sin paga, por­que tus cartas aún no están listas. Otros, tu jefe te llama a la hora del desayuno para que te reportes en una estación diferente. Lle­gas al lugar a la hora acordada y, un rato no remunerado después, un supervisor te encuentra una ruta y por fin puedes ponerte al corriente. Mientras escribía este ensayo, supe gracias a un repre­sentante sindicalista en San Antonio que debieron pagarnos las horas que nos hicieron esperar. Así es posible trabajar siete días a la semana y no generar tiempo extra. La USPS roba salarios.

Otro CA con el que hablé, que trabaja en Nueva York, me contó una historia reciente sobre una CA nueva que entregaba el correo después de las 7 p.m. en su segundo día en el trabajo. Cuando el cartero preguntó a su jefe qué iba a pasar, el supervisor dijo con calma, “aún no tiene su insignia, llegó hace veinte minutos”. La CA no podía checar de entrada o salida, así que el supervisor lo hizo por ella. Estas no son historias exclusivas de una estación. Hay docenas de foros en internet en donde los empleados postales escriben sus quejas en miles y miles de páginas.

Ya con unos meses en el trabajo, un perro me mordió. Aca­baba de entregar en una casa y estaba preparando el correo de la siguiente cuando vi al dueño. Después de saludarlo, caminé sobre su pasto mientras su perro, sin correa, escondido en el patio, se abalanzó sobre mí. En menos de un par de segundos saludé cor­tésmente a un cliente y su perro me había arrancado un pedazo de pantorrilla. Él y su esposa estaban horrorizados. Me preguntaron si estaba bien, y pensé que sí, estaba bien, hasta que vi la sangre corriendo por mi pierna. Guardaron al perro en la casa y me senté en su entrada, aún con sus cartas, mientras la esposa me ayudaba a limpiar la herida. Cuando llamé a mi supervisor asistente para decirle lo que había pasado, me preguntó si podría continuar entregando el correo; dije que podía, y lo hice.

Cuando llegué a la estación le pregunté a mi supervisora si ya sabía las noticias. Sólo dijo “Es probable que te despidan”. Le pre­gunté si no debí reportar mi herida. Se calmó, dijo que pelearía por mí, pero que quizá no sería suficiente. Había llegado a traba­jar diez horas antes, siete y media de las cuales eran pagadas, y ahora tenían que ponerme una inyección contra el tétanos y me iban a despedir.

En las siguientes semanas, carteros de varias estaciones me dijeron que no debí reportar la herida, que atraer atención es lo peor que podía hacer. En mi junta disciplinaria me preguntaron si tenía un perro. Cuando dije que sí, mi supervisor dijo, “ese es el problema. No le tienes miedo a los perros”. Me pidió que repitie­ra qué es lo que había aprendido en mi entrenamiento y le con­testé con honestidad: que no te muerdan. Al final me preguntó: “¿Quién es responsable de tu seguridad?”. Esa es una pregunta de la que sabía la respuesta correcta: yo.

En promedio, cada día diez carteros reciben heridas relacio­nadas con caninos. Busquen en Google “perro mata cartero” y encontrarán que es algo que sucede cada año.[1] Una semana des­pués de que me mordieron, una mujer de un vecindario adinerado me recriminó que necesitaba “superarlo” cuando me rehusé a entregarle sus cartas mientras su bulldog ladraba a su lado. Una vez salté desde el piso hasta la cajuela de un carro para escapar de un perro que se me aproximaba. Cuando su dueño se acercó para llevárselo juró que su perro jamás me hubiera hecho daño y me dijo que estaba exagerando.

Nunca volví a escuchar una palabra de mis supervisores sobre la mordida. Semanas después, a mitad de la noche, me enredé con el cable de mi laptop y me rompí el pulgar del pie. Tres se­manas no remuneradas después, regresé a la Oficina de Correos y descubrí que un supervisor distrital había tomado el mando. Cuando me acerqué a decirle buenos días, se presentó a sí mismo como “Señor Green”. Me permití tener un momento de enojo en el que pensé “si le vas a pedir a otro adulto que te llame ‘Señor’, entonces tendrás que llamarme ‘Doctora Stoner’”. Pero nunca mencioné en la estación que tenía un doctorado, ¿por qué habría de hacerlo si trabajaba con veteranos que merecían mucho más respeto del que me daban mis credenciales académicas?

En las siguientes semanas, el señor Green comenzó a gritarme, “SÓLO ERES UN RIESGO”, “EXISTES PARA REDUCIR LAS HORAS EXTRA”, para reforzar una regla que nunca nadie me explicó: teníamos que checar de salida antes de las 5 p.m.

Traté de explicarle al señor Green que la mayoría de los días no podría salir de la estación antes de las 10 a.m., con más de ocho horas de correo por entregar. Si tomaba en cuenta los tiem­pos de viaje y rutas auxiliares, no podía terminar a las 5 p.m., ni aunque corriera entre las casas y me quedara sin comer. ¿Su respuesta? “Tendrás que trabajar sin horas extras”. Me ofreció una alternativa: hacer las rutas más rápido de lo requerido, o admitir todos los días que no soy buena para este trabajo. El ambiente laboral, que solía ser tóxico, se había vuelto por com­pleto insostenible.

Renuncié semanas después. En la sala de emergencias, dro­gada con una solución intravenosa de hidromorfona después de sufrir una lesión de espalda en el trabajo, tuve un momento de lu­cidez: no existe un “mañana será mejor” para los trabajadores de la Oficina de Correos. Desde mi renuncia, las conversaciones que he tenido con los empleados de mi antigua estación sólo confir­man esta deprimente conclusión. Un CA con el que hablé aca­baba de terminar su decimoséptimo día de trabajo consecutivo. Otra me dijo que estuvo en un pequeño accidente automovilís­tico en un vehículo del trabajo. Cuando la supervisora llegó, la insultó tanto que el policía tuvo que decirle que no le hablara de esa manera a su empleada.

Quizá piensen que, después de mi experiencia, apoyaría que se elimine la entrega sabatina y que privatizaran la Oficina de Correos. Están equivocados.

Aunque el ambiente laboral hostil había empeorado al grado de que comencé a grabar ilegalmente conversaciones con mis supervisores, me gustaba mi trabajo. Los sábados en la mañana me seguían los niñitos en pijama. Un viejo que vivía en una de mis rutas frecuentes me acompañaba y me contaba chistes. Me encantaba entregar a los abuelos tarjetas de cumpleaños escritas por sus nietos. Algunos clientes dejaban notas en sus buzones que decían “Gracias por tu buen trabajo”.

Respeté y amé a los carteros con los que trabajé: el que me regaló un cinturón cuando mis shorts me quedaron demasiado grandes; el que tenía más de setenta años, increíblemente amable, que una vez, cuando tomé su ruta en su día libre, se detuvo para ayudarme a organizar el correo bajo la lluvia.

Nunca apoyaré ninguna acción contra la Oficina de Correos que dañe a los empleados a los que anhelaba encontrar cada día, los que preguntaban qué tal había estado mi día incluso cuando esa pregunta hiciera que mi jefe gritara “NO LES PAGO PARA QUE PLATIQUEN”.

El problema con el Servicio Postal no son los carteros. Cuan­do veo videos en donde tiran los paquetes a un río, pienso que cualquiera que entregue correspondencia ha soñado con hacer eso. No porque sean flojos o vengativos, sino porque muchos no tienen días libres, ni estabilidad en el trabajo, y los obligan cons­tantemente a trabajar violando las leyes laborales.

La idea de que esto se soluciona con la privatización de la Ofi­cina de Correos es equivocada. FedEx lidia con varias demandas por robo de salarios al igual que UPS, además de la discrimina­ción racial.

Mientras Estados Unidos espera saber qué sucede con la Oficina de Correos, este es mi consejo para ustedes, receptores de correspondencia: den aguinaldo a los carteros; dejen agua y Gatorades y galletas caseras (un golpe de azúcar será de mucha ayuda) cerca de su buzón. Si viven en un complejo de depar-tamentos, revisen a diario su correo. Mantengan a sus perros amarrados. Si tienen una rendija para cartas en su puerta, traten de meter algo en ella: si se cortan los dedos, sean buenos y arréglenla. El Servicio Postal de los Estados Unidos provee un servicio público, uno que necesita con desesperación una reforma que no debería hacerse a costa de los buenos empleados que entregan el correo pese a la nieve, la lluvia, el calor, la oscuridad de la noche, los gritos del jefe y las mordidas de los perros.

 

 * Traducción de Joaquín Guillén Márquez

 

[1]N. del T. La búsqueda de “perro mata cartero” arroja 132,000 resultados; “dogs kills letter carrier” da 8,240,000.