Tierra Adentro

Titulo: Arder la casa

Autor: Moisés Vaca

Editorial: Fondo Editorial Tierra Adentro

Lugar y Año: México, 2013

Imaginemos que aquellos que se aventuran en las letras son exploradores que se adentran en ciertos parajes agrestes, ignotos. Imaginemos las obras precedentes como árboles frondosos y magníficos que arrojan sobre el explorador sombra benéfica y cobijo, a la par que sus ramajes dejan marcas que laceran la piel del que anda entre ellos. Se comienza a andar esos parajes, ora verduras, ora breñales, con fascinación y asombro, respeto o descaro ante los inamovibles personajes arbóreos y se pone de manifiesto que el ecosistema no es fácil de penetrar ni mucho menos de habitar. Con el tiempo, el explorador se siente adecuado al paisaje, se acomoda a la sombra de ciertos árboles protectores y, por último, una vez medianamente recorrido el bosque decide construirse con la madera de esas grandes plantas (las obras, habíamos dicho) una casa. Todos los lectores, en muchos sentidos, nos abandonamos al cobijo (válgase el oxímoron) de esas leñas cortadas y ordenadas como mejor nos ha convenido. Tenemos una casa. En el caso de Moisés Vaca diríamos que tiene una casa para hacerla arder.

La analogía del paisaje boscoso, que podría parecer ingenua, quizá no lo sea tanto una vez que abrimos Arder la casa: “El abismo,/ que arde como un bosque:/ un bosque que al arder se regenera”. Estos versos del poeta argentino Roberto Juarroz, que nuestro autor coloca como primera referencia en el camino (y piedra fundacional, o leño fundacional, para continuar con la imagen combustible), resultan reveladores: hay ya la imagen de las llamas consumiendo un objeto que al arder resurge de sus propios escombros, se renueva, como el lenguaje mismo; el lenguaje dentro de un discurso.

Además, un epígrafe siempre es una declaración de principios. Arder la casa tiene matices, giros del lenguaje muy similares a los usados por el poeta del cono sur; no en balde Moisés Vaca tiene formación filosófica: se siente a gusto entre conceptos contundentes (que a los de a pie a veces nos resultan arriesgados, pues no siempre podemos usarlos de manera efectiva). Desde las primeras líneas se nos revela, de cierta forma, el desenlace:

Eres la primera persona

con la que no temo quemar la casa,

[…] en toda interacción humana,

tarde o temprano,

hay un incendio.

Dicho de otro modo: la interacción humana es, en realidad, la interacción amorosa (en este caso, por lo menos). Y en toda relación amorosa existe la posibilidad de la ignición. Toda relación amorosa es un incendio.  Pienso en otro referente más en esta obra: en “Casa tomada”, Julio Cortazar dibuja una mansión habitada por un hombre y una mujer. Todo, al parecer, ocurre de manera normal hasta que cierta presencia (porque nunca sabemos de bien a bien qué es en realidad lo que va creciendo) se va apoderando de la casa hasta despojar de ella a los genuinos habitantes. De manera similar (que no idéntica), en Arder la casa existe cierto giro del discurso que algo tiene de desconcertante y misterioso: se establece una tensión entre el texto y el lector. Algo ocurre desde un principio y no se sabe, a cabalidad, por qué o cómo ocurre. Lo único cierto es que la casa arderá.

El poemario construye un discurso en el que la voz poética entabla monólogos, diálogos con un Tú que, sabemos, es la mujer amada, y arenga a un Ustedes que pudiera parecer desconcertante y fuera de sitio, pero que es lo que le da esa carga de misterio, de fuerza extraña que va invadiendo la casa.

Hay algo en la morada que hace que, como diría Octavio Paz, “el muro respire como un pecho”: ese misterio, lo sabremos (lo sabíamos, pero lo sabremos: ése es el encanto de este libro) es el amor que, en sí mismo, construye su propio discurso. Como dice el propio Roland Barthes: “Dis-cursus es, originariamente, la acción de correr aquí y allá; son las idas y venidas, andanzas, intrigas. En su cabeza, el enamorado no cesa en efecto de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo”. O, dicho de otra forma, es el tópico de la literatura cortés: la dulce condena, la dulce enemiga. O en palabras de otro de los referentes de nuestro autor, es ese Tigre encerrado en la casa que “endulza el muñón al desprender el brazo”.

En toda interacción humana hay siempre un incendio. ¿Por qué arde con tal rapidez? Porque dicha interacción esta construida mediante las palabras, que son volátiles, por eso resulta revelador el poema en donde nuestro autor habla de quitarle la colchoneta al futón: más que destruir el objeto, lo despoja de sentido: deja de ser significación dentro del discurso de la casa (el discurso amoroso) para convertirse en esqueleto: hilera de tablitas que arderán: imagen de la muerte: así de frágiles son los objetos (y las palabras) que construyen la casa (la relación amorosa).

Pese a lo ya dicho, y al aparente pesimismo que domina en el poemario, Arder la casa nos arroja un desenlace esperanzador: sabíamos que la casa ardería, pero no es para tanto. Al menos por un momento podemos tener el sosiego de la vuelta al principio, de la regeneración de la palabra:

Pon la colchoneta en su lugar,

siéntate en el futón

y habla con alguien:

hay mucho más

que esquirlas de polvo

en movimiento eterno,

al menos por un momento.