Tierra Adentro
Pintura por Joseph Mallord William Turner (1775-1851).

Si es que algo somos, hemos de ser tiempo. Si algún concepto tiene potestad sobre nuestra mísera existencia, debe ser éste. No es ninguna novedad sospecharlo. Lo vemos transcurrir en todos los artefactos que numeran su paso: suena nuestra alarma por las mañanas, garabateamos su nombre en cada calendario, nos deslizamos dentro de él cada vez que queremos saber qué somos. Nos afirmamos paradójicamente no en domeñarlo, con fuerza de dioses, sino en aplazarlo como si fuésemos inmortales.

En lo que a mí respecta, con toda la ingenuidad que me es propia, siempre he querido estar por encima del tiempo. Con ansia espero el día en que de pronto sienta que voy un paso frente a él, tengo ganas que de pronto me tenga algo de respeto, deseo dar por hecho que él, el tiempo, me obedece: pero yo soy el que hace lo que él quiere y él no tiene más que ser para ser obedecido. Lo sé porque suelo quejarme, a altas horas de la madrugada o temprano, antes de salir de casa a cumplir con mi labor cotidiana, ese trabajo involuntario que me mantiene de pie. Me he escuchado mencionar la palabra “procrastinar” con el temor de un pecador que expía una culpa. Me he escuchado lamentarme de la hora, del mes y del año. Y todavía ahora me sigo sorprendiendo de cuánto puede desesperarme y a la vez serme tan indiferente.

No hay nada que nos haga sentir más vulnerables como aplazar todo lo que queremos hacer. Y cuando queremos hacer algo, resulta mucho más difícil hacerlo en cuanto se nos antoja que debemos hacerlo. De pronto la sensación de estar tejiendo, como Penélope, una mortaja aplazada como nuestro placer, es lo que le da sentido a nuestra vida. Nos decimos que debemos volver a Ítaca y hacemos de nuestro placer un Ulises, ¿qué placer? El de la paz de estar con nosotros mismos. Somos nuestra Ítaca y al mismo tiempo somos Ulises y también la mortaja que teje Penélope. Pero la mortaja es eso que se nos exige para estar vivos y que no queremos jamás terminar. Alguien me dijo: “haz esto, Alejandro, debes hacerlo”. Y en ese mismo instante desenmarañé todo lo urdido, pues el placer de estar conmigo se esfumó sin que Ulises hubiera retornado.

¿Por qué procrastinamos? A mí se me ocurre pensar que dejamos para mañana todo aquello que creemos que no tiene ninguna consecuencia radical en el universo si lo hacemos o no. ¿Qué pasa si no nos demoramos en aprender otro idioma? ¿Si no hacemos ese viaje? ¿Si no concluimos esa lectura? ¿Qué sucede si no aplazamos aquello en lo que hemos deseado convertirnos? No pasa nada: la vida sucede su curso, como un trompo da vueltas hasta que su empeño se extingue, hasta que la triste costumbre de ser trompo se agota en la fuerza del brazo que lo puso a girar.

Procrastinar es estar convencidos de la futilidad de todos los actos. Es estar convencidos de la banalidad de actuar, y por descontado, de la banalidad de no actuar. Hubo una vez una provinciana francesa de nombre Emma, Emma Bovary. Algún día quiso tocar el piano, pero nunca concretó su deseo por el simple hecho de tener la certeza de que jamás sería la mejor pianista. En las tardes de desvelo en que nos angustiamos ante nuestras más osadas ambiciones, desesperamos como Emma porque nos convencemos de que jamás seremos dignos de nuestro piano, esto es, de nuestras aspiraciones.

Conozco a muchas personas que dejan las cosas nuevas para otro tiempo. Si compran un par de zapatos, unos calcetines, un saco o un vestido, lo guardan para aquella ocasión especial, para el momento justo: cuando se sientan mejor, cuando cierta persona lo aprecie, cuando el presente sea el necesario. También hay quien se deja a sí mismo para otro tiempo, como la madre que guarda la vajilla para una visita que sí vale la pena. ¿Qué de nosotros mismos guardamos en la alacena a la espera de una ocasión que sí nos amerite?

Hay tantos tipos de aplazamientos como cosas se pueden aplazar. En nuestra vida cotidiana posponemos objetos, como el cuadro que jamás colgamos. También es posible posponer las tareas cotidianas hasta el último momento, hasta la urgencia que no conoce más prórroga que la desesperación. Pero hay una manera singular de retar el tiempo y es posponer las sensaciones: dejar para después el dolor, la dicha y el enamoramiento; creer que somos demasiado jóvenes para esto o demasiados viejos para aquello.

Procrastinar, hay que decirlo, es triste. Procrastinar es el inceremonioso luto que guardamos por las cosas que no han tenido lugar, por aquello que quizá no haremos nunca, pues aplazar no es tal cosa, aplazar es más bien un homicidio dosificado de lo que quisimos de nosotros. A veces nos consolamos pensando que fue mejor haber postergado, pero simplemente nos protegemos de la culpa de no haber padecido ese entusiasmo estúpido con que algunos hacen lo que se proponen.

Cada día en que aplazo mis empeños, así como he aplazado escribir estas tímidas líneas, estoy convencido de que lo hago sólo por dos motivos que se confunden: o procrastino porque en el fondo no quiero hacer nada de todo aquello que debo hacer, o simplemente me asusta que las cosas acaben y, después de haber aguardado tanto, me enfrente otra vez a la incertidumbre de hacer cosas nuevas. Pero no procrastino por el temor a gastarme y acabarme andando, ni por el temor a quedarme ciego por leer en vela. Ahora hay tantos distractores que hasta podríamos procrastinar procrastinando, y el único milagro parece afirmarnos en una acción.

Propongo lo siguiente: procrastinemos, no para no zarpar, sino una vez en altamar jamás llegar a puerto. No aplacemos el viaje, sino el atraque.