Anatomía de un museo: imaginario indigenista en el Museo Nacional de Antropología
El Museo Nacional de Antropología de México, inaugurado el 17 de septiembre de 1964 por el presidente Adolfo López Mateos, es uno de los espacios museográficos más emblemáticos, no solo de México, sino de todo el continente americano. Además de exhibir elementos de la cultura material de los pueblos que habitaron los territorios que hoy se conocen como México antes de la conquista española, este espacio también comunica parte de los rasgos culturales de los distintos grupos etnolingüísticos que habitan en las diferentes regiones culturales de nuestro país en la actualidad. La colección del museo supera los siete mil objetos arqueológicos y más de cinco mil piezas etnográficas.
La historia de este museo —como institución y como edificio— está íntimamente ligada a la evolución del pensamiento indigenista —comprendido como las ideas en torno a la protección, estudio e integración de los pueblos originarios a la sociedad moderna y mestiza— en el México del siglo XX, así como de la historia de la antropología y la arqueología como disciplinas científicas sumamente cercanas al Estado mexicano. Es importante resaltar que, durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, el indigenismo fue tramado y articulado desde los no-indígenas, por lo que también fue necesario generar un concepto de lo indígena, mismo que formuló el Estado mexicano basándose en el conocimiento construido por las ciencias antropológicas.
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La preocupación por el pasado —material e inmaterial— es inherente al ser humano al ser una manera de generar vínculos sociales, propiciar procesos identitarios y darle sentido a la existencia misma de los distintos grupos humanos. Desde tiempos prehispánicos, pueblos como los nahuas mostraron un gran interés por las civilizaciones anteriores, explorando sitios que, para aquellas épocas, ya eran de carácter arqueológico. Recuperaron objetos como estatuillas y máscaras, las cuales transformaban y reutilizaban, adaptándolas a su cultura y religión mediante técnicas de pulido, pintura y la adición de nuevos elementos. Un ejemplo de ese interés es el caso de Teotihuacan, que, para la época del posclásico, ya era un sitio abandonado y fueron los mismos mexicas quienes, al explorar tales ruinas, la bautizaron como “la ciudad de los dioses”.
Después del proceso de conquista, la cultura material de los distintos pueblos tuvo destinos variados. Por una parte, objetos y sitios fueron destruidos y, por otra, fueron conservados y coleccionados. Muestra de ello fue que, a finales del siglo XVIII, los códices de la colección de Lorenzo Boturini, junto con esculturas como la Coatlicue y la Piedra del Sol, fueron depositados en la Real y Pontificia Universidad de México por orden del Virrey de Bucareli, marcando, de alguna manera, el inicio de la tradición museográfica en el país.
En 1790, el botánico José Longinos Martínez inauguró el primer Gabinete de Historia Natural de México y, en ese contexto, comenzó a forjarse la idea de proteger los monumentos históricos a través de una junta de antigüedades, es decir, de institucionalizar dicha empresa. En el siglo XIX, figuras como el barón Alejandro de Humboldt difundieron el valor de los monumentos prehispánicos, lo que, junto con otros procesos en el ámbito político, académico y científico, llevaron a la fundación del Museo Nacional Mexicano en 1825 por decreto del presidente Guadalupe Victoria, asesorado por Lucas Alamán. En 1865, el emperador Maximiliano de Habsburgo trasladó el museo al edificio de la Casa de Moneda, al lado del Palacio Nacional. La convivencia de las ciencias humanas como la antropología y las ciencias naturales —como el caso de la geología y la historia natural—, convivieron plenamente. Objetos arqueológicos, códices, elementos etnográficos y osamentas, estaban bajo el mismo techo que fósiles y animales taxidermizados.
A partir de 1906, uno de los pensadores decimonónicos más influyentes en la época del Porfiriato, Justo Sierra, promovió la división de las colecciones del Museo Nacional, trasladando la historia natural al edificio del Chopo. En 1910 el museo fue reabierto como el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía y, con el tiempo, fue obteniendo un reconocimiento internacional al ser considerado uno de los museos más prestigiosos del mundo. El interés por las culturas prehispánicas desde el ámbito de la arqueología no correspondía con un interés por los pueblos originarios vivos. Coloquialmente se dice que, durante esa época, valía más el indio muerto que el indio vivo. No hace falta indagar mucho sobre la situación de distintos grupos etnolingüísticos, sus condiciones económicas y su constante asedio por parte del Estado mexicano durante el Porfiriato.
Después de la caótica Revolución Mexicana, ya en la década de 1930, el pensamiento antropológico y las políticas indigenistas se transformaron sustancialmente. Con la creación de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), las ciencias antropológicas comenzaron a verse como la base de las políticas indigenistas. Este proceso de estimulación de los estudios y la integración de las culturas indígenas también influyeron en la retórica nacional de un país que buscaba unificarse socioculturalmente después de un violento proceso revolucionario. Lo indígena se comenzó a reivindicar como parte de la identidad nacional mexicana, a la vez que buscaba que se integrara a la sociedad, más allá de respetar absolutamente sus rasgos. El mismo General Cárdenas decía que no se trataba de “indianizar al mexicano”, sino de “mexicanizar al indio”.
En ese contexto, y con el recién creado INAH, en 1940 las colecciones históricas fueron transferidas al Castillo de Chapultepec, mientras que las piezas arqueológicas permanecieron en la Casa de Moneda. Así, el museo fue renombrado como Museo Nacional de Antropología.
La construcción de su actual edificio, en el Bosque de Chapultepec, comenzó en 1963 bajo la dirección del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Fue inaugurado el 17 de septiembre de 1964 por el presidente Adolfo López Mateos, quien destacó que el museo rendía homenaje a las culturas precolombinas y su legado en la identidad nacional mexicana; de nuevo, una nueva manifestación del ideario indigenismo de la época; una herramienta política y cultural para este fin, impulsada por intelectuales, artistas y políticos que buscaban rescatar, preservar y celebrar las culturas indígenas como elementos fundacionales del país. La presencia de Pedro Ramírez Vázquez es importante en esta historia, debido a que su trabajo como arquitecto y urbanista fue fundamental para el desarrollo de la Ciudad de México en el marco de los proyectos de modernización nacional en las décadas de 1950 a 1970.
Pedro Ramírez Vázquez diseñó y construyó los centros de poder más grandes de la nación en su momento: la Cámara de Diputados en San Lázaro en 1981, centro de poder político; la Nueva Basílica de Guadalupe, que es centro del poder religioso y espiritual de México; el Estadio Azteca, que fue parte del poder deportivo, de entretenimiento y mediático para las masas; y el Museo Nacional de Antropología, que simboliza el poder cultural de la nación.
El presidente Adolfo López Mateos (1958-1964) fue quien impulsó la construcción del museo como parte de un esfuerzo mayor por fortalecer y demostrar la infraestructura cultural del país con grandes obras arquitectónicas. El objetivo era crear un espacio monumental que no solo albergara las colecciones arqueológicas más importantes de México, sino que también sirviera como un centro de investigación y divulgación de las culturas prehispánicas e indígenas contemporáneas.
El diseño del museo fue encargado al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, una figura clave de la arquitectura mexicana moderna. Su diseño está profundamente influenciado por las ideas indigenistas que predominaban en la época. Desde su concepción, el edificio fue pensado como una manifestación física de la grandeza de las civilizaciones precolombinas, pero también como un símbolo de la continuidad entre el pasado indígena y el presente moderno de México. Sin embargo, también representó una manera de centralizar el “patrimonio arqueológico” de la nación en la capital del país.
Muestra de ello son distintos símbolos arquitectónicos presentes en este espacio. En el patio, la proporción y textura de los volúmenes se inspiran en la ciudad maya de Uxmal en Yucatán. El estanque, ubicado en este espacio frente a la sala Mexica, hace referencia a los orígenes lacustres de esta cultura. La sala y el espejo de agua están conectados por una plataforma de mármol blanco, cuyo extremo final simboliza los cuatro elementos: el agua, la tierra (representada por una piedra ocre que sostiene la escultura de un caracol, diseñada por Iker Larrauri, simbolizando el viento), y el fuego, que antiguamente se evocaba al quemar copal en una parrilla durante las ceremonias.
Otro de los elementos más icónicos de la arquitectura del museo es su gran paraguas o “Pabellón de la Lluvia”, una estructura monumental de concreto que sostiene un techo de forma circular, bajo el cual se extiende el patio central. Este espacio es simbólico, no solo por su escala, que evoca la monumentalidad de las construcciones prehispánicas, sino también por la integración de elementos naturales, como el agua, que tiene un profundo significado en muchas culturas indígenas mesoamericanas.
El Museo Nacional de Antropología no solo es un espacio que alberga objetos arqueológicos y etnográficos; su diseño es una narrativa específica sobre la manera de comprender el pasado y presente de los pueblos originarios. Por ejemplo, el hecho de que la sala más grande y central sea del antiguo pueblo mexica genera una sensación de jerarquía cultural frente a otras culturas. Es claro que su tamaño responde a la gran cantidad de restos arqueológicos encontrados en la gran México-Tenochtitlan, actual Ciudad de México; sin embargo, este hecho se ve eclipsado por una narrativa que pareciera alimentar una idea de superioridad cultural.
Tal vez uno de los rasgos indigenistas más interesantes es que, con el objetivo de rescatar y exaltar las culturas indígenas, el museo encarna una representación de esta tensión entre el pasado y el presente, pues todo el museo tiene dos plantas. La de abajo muestra los objetos arqueológicos, representando que estas culturas son la base de la cultura mexicana, aquello sobre lo que se construye la identidad nacional. Y la segunda planta abarca una colección que parece ser eclipsada por la arqueológica: las salas de etnografía. En ellas se presentan objetos de la cultura material, así como explicaciones etnográficas de los pueblos originarios que actualmente viven en territorio mexicano divididos en regiones culturales. Estas son Gran Nayar, que abarcan Coras (nayarite), Huicholes (wixaritari), Tepehuanes del sur; Puréecherio (pueblos purépechas); Otopame, pueblos otomí-mazahua; Sierra de Puebla, Totonacas, otomíes, tepehuas y nahuas; Oaxaca, con varios pueblos además de mixtecos y zapotecos; Costa del Golfo: Huasteca y Totonacapan; Pueblos mayas de las montañas, como los tzotziles, tzeltales, tojolabales, etc.; El Noroeste, pueblos de las sierras, desiertos y valles, como rarámuris, yaquis, mayos, seris, pimas y pápagos; y los nahuas, que abarcan grandes zonas del centro del país.
El hecho de que estas salas estén sobre las muestras de arqueología complementa el discurso indigenista “continuista” que promueve la idea de que los pueblos y culturas prehispánicas son los cimientos de los grupos etnolingüísticos de la actualidad. Esta continuidad es muy clara en términos lingüísticos; sin embargo, el hecho de que estos pueblos y sus rasgos sean “objeto” de museo tiene una serie de implicaciones ideológicas sumamente cuestionables. La manera en la que las sociedades no-indígenas mestizas caracterizan, construyen y representan a los demás grupos etnolingüísticos está construida sobre relaciones de poder asimétricas y es resultado de largos procesos de colonialismo. Incluso cuando no se replican discursos de superioridad de la sociedad mestiza frente a las culturas originarias, el hecho de hablar de culturas milenarias, de sabiduría ancestral, configura una manera de idealización y romantización que no deja de exotizar a los pueblos. Estos debates se han suscitado dentro de las ciencias antropológicas y, sobre todo, también han sido puestos sobre la mesa por los mismos pueblos originarios.
El Museo Nacional de Antropología no solo ha influido en la percepción del pasado indígena entre los mexicanos, sino que sigue siendo una fuente de reflexión sobre la preservación y difusión de las culturas indígenas contemporáneas y el patrimonio arqueológico desde las instituciones estatales. Por ello, es fundamental contextualizar esta institución y su espacio en la larga historia política, social y cultural de un México diverso y complejo, que alberga no solo una identidad, sino una multiplicidad de procesos identitarios que desbordan por mucho las salas y las vitrinas de cualquier museo.