Tierra Adentro
Imagen realizada por Mildreth Reyes
Imagen realizada por Mildreth Reyes

Cada vez me parece más absurdo firmar con mi nombre e imponerle una autoría a lo que no es mío. Me pasó con nuestro Curaçao, libro que no es en realidad mío, sino nuestro, de las que escribimos (Geraldine y yo) y también de quienes capturé las voces y pensamientos (Eduardo, Grisel). Es un libro colectivo. Mi nombre es una impostura de la portada. Ninguna escritura nos pertenece realmente, porque en la palabra no hay propiedad privada. La noción es absurda: hay un nombre, que refiere a un sujeto, al que se le atribuye un texto, y a tal sujeto le corresponde entonces la “propiedad” de una serie de palabras armadas en una cierta combinación. En contra de esta noción de la propiedad privada de la escritura, que es paralela a la alienación de la escritura y su mercantilización, propongo pensar la escritura como un fenómeno colectivo y común: la escritura a manos múltiples (con copyleft).

Pero primero, un poco de historia acerca de la propiedad de la escritura y el nacimiento del imperio del autor. El momento en el que se empezó a considerar a la escritura y al discurso como una propiedad es cuando se creó la noción del “autor” con una cierta función en un circuito de producción y reproducción. Si hubiera que localizar un momento histórico en el que el discurso literario comenzó a definirse como un modo de atribución de un texto a un autor, con una cierta función exegética y de autoidentificación, sería el siglo XVIII. Antes de esta época, según propone Foucualt en su conferencia “¿Qué es un autor?”, el discurso literario no era un producto ni un bien. Era, en esencia, un acto. Por ejemplo, Homero era una figura mítica a la que se le atribuyeron un conjunto de libros; los trovadores y juglares modificaban a su gusto y de acuerdo a su audiencia las novelas de caballería; los poetas eran oradores; los textos sacros eran comentarios de comentarios que se armaban como un texto colectivo en continua evolución (hasta que la exégesis cristana instituyó el valor de un texto para probar la santidad de un autor, lo que requería nociones de autentificación). No fue sino hasta finales del siglo XVIII que se instauró un régimen de propiedad para los textos y se decretaron reglas sobre los derechos de autor. Comenzaron a importar las relaciones con los editores, la posibilidad de que se reprodujeran los textos. Entonces el autor dejó de ser un mero símbolo del discurso y adquirió un cierto rol con respecto al texto y al circuito de producción.

Al inicio, la autoría se volvió importante por su relación con la ilegalidad, los discursos que transgredían ciertas reglas. Según Foucault, el hecho histórico de que los libros, discursos y textos tuvieran autores importaba porque se podía castigar al autor. Así es como nacieron los estatutos legales de la autoría y también como se derivó de la noción de autor una postura ética. La ética del que se “hace cargo” de sus palabras. Esto se relaciona sin duda con la censura y los permisos que el Estado otorgaba a los impresores para reproducir ciertos libros.

El precursor más claro de la idea de los derechos de autor y la propiedad intelectual en el mundo hispánico fue Antonio de Nebrija. A finales del siglo XV, Nebrija reclamó derechos de autor por la reproducción de su Gramática castellana, que llegó a tener cientos de reimpresiones. Negoció con su impresor un contrato editorial y llegó a ser uno de los primeros autores que logró vivir enteramente de su trabajo intelectual, así como muchos de sus herederos.

En el contexto de la revolución industrial y años después, la libertad de imprenta fue ganando adeptos. En Inglaterra, llegó a la Cámara de los Comunes en 1710 un proyecto de ley que se conoce como el “Estatuto de la Reina Ana” que acababa oficialmente con el privilegio Real que le había dado el monopolio de la impresión de libros a una sola compañía. Fue la primera ley en establecer el llamado copyright. El estatuto establecía que el derecho de la “copia” era la “libertad única de imprimir y reimprimir” un libro y que tal libertad sería infringida por cualquier persona que reimprimera el libro sin consentimiento. A los que transgredieran la ley, se les cobraría una multa que sería en parte para el autor y en parte para la corona. Posteriormente, en España, se proclamó en las Cortes de Cádiz un decreto de propiedad de autor en 1813 y, años después, en 1847, se promulgó la Ley sobre Propiedad Literaria, que le otorgaba derechos de propiedad al autor durante toda su vida y, tras su fallecimiento, le otorgaba derechos a sus herederos por cincuenta años.

Así, poco a poco, la propiedad de autor llegó a fusionarse con la propiedad intelectual, mucho más allá de lo legal. En el ámbito de la literatura, la crítica literaria asumió que la función del autor era un nombre que hace que un discurso sea auténtico: explica una obra, sus transformaciones y cambios con relación a una biografía, geografía y un género. El autor se vuelve el pegamento que le da cohesión a la escritura. Su biografía y las expectativas importan muchas veces más que lo que dice.

Estoy cansada de las ínfulas de grandeza autoral. De la autentificación. Del culto a la personalidad. De considerar que la literatura es una propiedad privada que le pertenece a un individuo. Me cansan también los proyectos de investigación de una persona, o de una persona que edita o supedita los ensayos de otros pensadores en antologías estériles. Las redes cibernéticas y la inteligencia artificial nos revelan clarísimamente que todo lo que decimos es un plagio y ya es imposible mantener la ficción de la autoría. ¿Por qué no entonces asumir un trabajo de escritura en comunidad? Es, al final, lo que los modelos de lenguaje natural hacen con todo el acervo de palabras que circula en línea. Es un asunto de recombinación de lo existente. La originalidad y el genio del autor se pueden aventar por la borda.

En el corazón del “laboratorio de la producción” quisiéramos instalar la escritura colectiva: contra la economía literaria política de los pocos. Para lograr que la fuerza de trabajo que crea el valor (de una obra) no sea una mercancía. No se trata de la propiedad colectiva de la escritura. Esto sería la simple negación de la propiedad capitalista, una forma simplista de reapropiar el concepto. Hace falta tener en cuenta la verdadera naturaleza de la alienación, su manera de transformar la fuerza de trabajo en una mercancía.

Con el trabajo, en comunidad, en colectivo, hay que volver a la pulsión activa de la literatura. Un acto y no mercancía pasiva. Porque lo común también abraza los lenguajes que creamos, las prácticas sociales que fundamos, los modos de sociabilidad que definen nuestras relaciones.

¿Cuál es la forma? Esa es todavía la pregunta que nos hacemos. Hay que encontrar la forma de escribir a manos múltiples, con la posibilidad de plagiarnos y crear versiones y reversiones múltiples. De volver a crear círculos e interacciones que contaminen la autoría, que desestabilicen la torre de marfil del escritor torturado, solitario, inspirado por las musas o algún espíritu prodigioso. Hay que refutar esto claramente: la escritura es un arduo trabajo que no nos será alienado por la inspiración. La escritura es el resultado de conversaciones, intercambios de ideas, robo de voces, plagio de estilos. Una construcción colectiva que es hora de reconocer.

Por eso, en contra de la alienación de la literatura en la figura del autor, propongo que escribamos de forma colectiva. Que conversemos y en esas conversaciones creemos juntos. Que no imaginemos la ficción de que hay creaciones puras y originales. Que, por contacto entre tantas palabras y cables, provoquemos esos chispazos que surgen al conectar cables que de otra forma no se tocarían. Y eso solo sucede en conversaciones, en la lectura y comunión de los vivos y los muertos, en los aquelarres y orgías, en el contacto impuro de las palabras con las palabras, que nunca nos pertenecen. Que se reproduzcan nuestras palabras en versiones y más versiones hasta que no importe quién escribió qué, porque lo que hay son combinatorias. Que nos permitamos con la mano izquierda el copyleft. No ya el derecho de la mano diestra del autor, sino la siniestra mano de la escritura colectiva.