Algunas ideas sobre lo femenino
Verónica Murguía, creadora de personajes femeninos atípicos dentro de la literatura mexicana actual (Auliya, la protagonista de la novela del mismo nombre, Luned, la heroína de El fuego verde y Soledad, la princesa de Loba, novela ganadora del Premio Gran Angular Internacional 2013) reflexiona aquí sobre la noción de feminidad en la literatura, así como de ciertos tópicos, expectativas y posibilidades alrededor de los libros escritos por mujeres.
Para Paloma Villegas
1) Me temo, persona quisquillosa que soy, que las definiciones comunes que intentan describir a las mujeres me irritan muchísimo. El diccionario, cuya autoridad suele parecerme imparcial, me parece insuficiente, cuando no ofensivo, en este tema. Mi Larousse, por ejemplo, me muestra en la primera acepción que las mujeres somos personas del sexo femenino. En la segunda, que mujer es quien ha llegado a la pubertad a diferencia de la niña. En la tercera, es la esposa. Y luego, la prostituta.
Una idea generalizada, aunque de escasa precisión filológica, afirma que la palabra mujer viene del latín mulier, voz relacionada con los adjetivos blando, muelle, mojado y el sustantivo molusco. Es una idea falsa (babosa, para seguir por este rumbo de lo invertebrado), pero refleja con precisión una de las opiniones más difundidas acerca de las mujeres: que somos blandas.
Esta noción, tan cara a los publicistas, a los cursis sin imaginación de ambos sexos y a los políticos, es tan absurda como afirmar que todos los hombres son duros o violentos. Pero, a pesar de su obvia cortedad sigue perpetuándose, viva y animada, en la logósfera.
También me irritan aquellos que afirman que hombres y mujeres somos iguales. Deberíamos tener igualdad de derechos y de oportunidades, pero una simple ojeada por la ventana o al espejo nos demuestra que no somos iguales. Y no sólo a simple vista: el asunto de la diferenciación es una cuestión biológica y mental muy compleja en la que intervienen factores biológicos y culturales.
No hay en nuestros cerebros fronteras y límites netamente femeninos o masculinos, y tampoco existen en nuestro carácter, por eso la tesis de la igualdad me resulta tan vana como la de la inferioridad. Lo que me parece innegable y más aún en un país como este, es la necesidad de reivindicar el feminismo y seguir ampliando los espacios vitales en los que nos movemos.
No deja de sorprenderme la forma tajante y apresurada en la que muchas mujeres se deslindan del tema. “Y, de veras, no lo digo por ser feminista; no soy feminista” afirman, casi siempre después de describir una situación de desventaja. Yo sí soy, y me parece que no necesito justificarme. Me resulta tan gratuito como explicar por qué me interesa la ecología o por qué me parece indispensable abogar por los derechos de los niños y las minorías.
2) En la literatura, los temas que se privilegian como “femeninos” siguen siendo el amor, el sexo y la maternidad. No me bastan. Es más, me parece que la reivindicación del cuerpo femenino se quedó corta: la solución a los problemas que aquejan a la mayoría de las protagonistas de las novelas escritas para mujeres es, como antes, el amor de pareja, sólo que ahora se incluyen las actividades sexuales. La exploración de lo sexual sustituyó al silencio, pero seguimos ancladas cerca de la cama, encerradas, si se quiere, en el dormitorio. Es un incordio.
La millonaria popularidad de la anodina trilogía Cincuenta sombras de Grey escrita por E. L. James es una prueba de lo que digo. Mal concebida y peor escrita, esta trilogía abunda en escenas que describen una tibia e improbable relación sadomasoquista. James retrocede antes de describir el cuerpo en su totalidad: con un lenguaje directamente tomado de la novela rosa más convencional, se le van las páginas en describir dizque poéticamente los genitales del Grey del título, mientras que la protagonista se refiere a los suyos con el pueril eufemismo “allá abajo”. Finalmente el amor triunfa en su forma domesticada: apuntalados por el dinero y el estatus, los protagonistas resuelven sus diferencias, se casan y ella, virgen al principio de la historia, lo “cura”.
Curiosamente, el enfoque opuesto, al menos como lo planteó Catherine Millet, también fracasa. Millet, una editora de prestigio, publicó en 2001 su libro autobiográfico La vida sexual de Catherine Millet con gran éxito de ventas y reconocimiento crítico, sobre todo en Francia. La prosa, seca y puntual, lacónica como la de un diccionario de especialidades médicas, está al servicio de una larga enumeración de coitos, tríos, cuartetos, penes, bocas y todos los orificios penetrables que hay en la humana anatomía. Millet, una auténtica atleta de las orgías parisinas, confiesa que, hasta los treinta y cinco años, no disfrutó del sexo y que no concebía que una relación sexual la pudiera hacer gozar. Quizás sea esta curiosa paradoja lo que hace que el libro sea tan aburrido. Como los compañeros sexuales de Millet son anónimos y efímeros, no hay nada que conmueva o siquiera entretenga después de la veinteava descripción de una orgía. Y luego, el fracaso de la premisa del desenfreno sexual como mecanismo liberador: la parte faltante de su larga confesión desplegada el segundo libro, Celos. Resulta que Millet descubrió que su marido la engañaba y ¡sufrió mucho! Ingenuamente, afirma que le duele de forma horrorosa imaginarlo con otra. Millet descubre el hilo negro y hace que el lector se muera de aburrimiento, atosigado por las reflexiones tardías de una mujer que se vanagloriaba de la pasividad, y quizás pasividad sea la palabra clave, con la que se dejaba penetrar por quienes lo desearan.
Total, lo mismo. La virgen que cura al sadomasoquista, la mujer insaciable que descubre que el sexo no es todo y que el amor tiene espinas. Tímidas variaciones de las convenciones novelescas tradicionales, en todo caso, inferiores literariamente a Madame Bovary o al monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises, pero, ay, redactadas por mujeres.
3) Mu Lan usaba una armadura negra de placas de bambú barnizadas con laca mágica que las volvía impenetrables. Su yelmo sólo dejaba a la vista dos ojos inteligentísimos y una boca de gesto indescifrable. Era capaz de clavar sus flechas en el corazón de los enemigos aunque estuvieran fuera del alcance de su vista y llevaba tatuadas en la espalda las ofensas que los opresores habían infligido a su gente. La espada para los combates importantes era una larga navaja tallada en un solo bloque de jade y los cascos de su infatigable caballo blanco tenían grabado el ideograma “volar”.
Era una estratega formidable. Una noche tendió una emboscada al ejército invasor y logró engañar a los guerreros atando lámparas de papel a los cuernos de un rebaño de cabras. Luego, las hizo bajar a saltos por las laderas de la montaña Mo Tien. Los enemigos, al ver las luces que se movían describiendo violentos arcos montaña abajo, huyeron, aterrorizados por lo que supusieron era un ataque de demonios. El pequeño destacamento de Mu Lan cayó sobre ellos. Los pocos sobrevivientes regresaron a contar que un gran general los había derrotado.
Ni los invasores vencidos, ni los soldados que la obedecían, sabían que Mu Lan era mujer. Y es que en la China medieval de leyenda, como en la Europa histórica —la prueba es Juana de Arco—, la mujer que se vistiera de hombre lo pagaba con la vida.
4) Soy mujer. Soy feminista. Soy escritora. Todos estos factores se influyen unos a otros, aunque ignoro en qué forma. Intuyo que ser mujer define en gran parte todo cuanto hago; no sé, sin embargo, si ser escritora y feminista me convierte en una escritora feminista. ¿Cómo sería eso? ¿Mis personajes femeninos serían superiores a los masculinos? ¿Me impondría ciertos temas? ¿Me obligaría a decir ciertas cosas? Aquí surge, naturalmente, el problema de la tradición. No hay lectora atenta que no se haya rebelado contra las imágenes proverbiales de la mujer en gran parte del canon. Pero hay autores cuya fuerza rebasa su momento: hay más vida, más gozo e inteligencia en la comadre de Bath, de Cuentos de Canterbury, que en muchas heroínas de la literatura de nuestros días, aun las creadas por mujeres. Además, el cuento que el autor le asigna es uno de los mejores. Eso no hace de Chaucer un feminista, ni del brutal siglo XIV un buen momento para las mujeres. Es la pasmosa destreza, el arte con el que Chaucer dibuja a su personaje, la verdad que contienen esos renglones redactados hace 640 años, lo que vuelve inolvidable a la comadre de Bath.
Hay estudiosas que afirman que si una mujer escribe, lo hace con una técnica ajena y en un ámbito machista —el lenguaje. Ya señalé la connotación de blandura en la misma palabra “mujer”. En el lenguaje cotidiano, femenino suele usarse como sinónimo de débil. No sé qué hacer respecto a eso. Sé qué no puedo hacer: inventar un lenguaje nuevo. El castellano, con todo y sus vestigios machistas y clasistas, me ha otorgado la libertad más soberana que conozco. Cuando me apropio del lenguaje y aprendo a usarlo para decir lo que quiero; cuando me esfuerzo por conocer la tradición para desligarme lo más que puedo del discurso machista; cuando le doy la espalda conscientemente a las formas expresivas consideradas “masculinas”, ¿no estoy ejecutando un acto feminista?
5) Me impresiona que para los griegos, que sabían tanto e intuían más, la encarnación divina de la inteligencia fuera una diosa muchacha, Atenea. Su padre, Zeus, sintió un dolor de cabeza tremendo que lo paralizó, una jaqueca sobrenatural. Esa cabeza dolorida, cubierta de rizos oscuros en los que se enroscaban los relámpagos y el trueno, de pelo que chisporroteaba con rayos azules cuando el dios se movía, se abrió y de ella surgió una joven de rostro armonioso con una lanza en la mano. La punta de la lanza, como todas las observaciones agudas, era lo que no dejaba descansar al Zeus, quien hasta que se le abrió la frente, se mesaba el pelo, desesperado.
Atenea nació joven. No tuvo niñez. Y armada ya, porque la inteligencia casi nunca está indefensa. Ni Hermes el astuto e ingenioso, ni Apolo el dios de la armonía y las artes, son representaciones de la inteligencia pura. Es ella, Atenea.
6) En el epílogo del libro Qué es el Estado el filólogo y clasicista Agustín García Calvo (1926-2012) escribió una arenga dirigida a las mujeres. Es un texto brioso, que exige a las mujeres que no terminemos de asimilarnos a los hombres, al Estado, a la Patria, al Orden. Que no nos dejemos encerrar en las categorías creadas para definirnos, la Amante, la Madre, la Esposa, el Ama de Casa. Apela a eso, a esa parte secreta que no está codificada, para romper con las rejas de lo establecido.
Coincido con él en lo fundamental. Yo no sé qué es lo femenino, dónde comienza y si termina en lo masculino, cuya definición, aunque ventajosa, es, también, profundamente limitada.
Pero sí sé que lo que se me ha enseñado hasta ahora, los espacios, aficiones y conductas que se han señalado como femeninos, no me bastan. Sé lo que no soy. Y no soy solamente lo que he aprendido que debo ser.