Ahora sobre bibliotecas públicas
La semana pasada, en esta columna escribí sobre bibliotecas personales y excluí inconscientemente a las bibliotecas públicas, de manera que ahora me gustaría abordarlas brevemente. La principal razón por la que las ignoré es, simple y sencillamente, porque no las frecuento. Tengo una aversión a las bibliotecas públicas pues me han sucedido cosas totalmente absurdas que cada vez me han alejado más de ellas.
Hace ya varios años, tal vez más de diez, mientras hacía la investigación para elaborar el epistolario de Xavier Villaurrutia que deberá aparecer en el segundo tomo de una nueva edición de sus Obras que preparamos Miguel Capistrán y yo, fui a la Biblioteca Nacional para consultar un ejemplar de la revista Letras de México en la que Capistrán me dijo que había una carta y que debía ir por ella. Así lo hice, pedí el ejemplar, me dieron la edición facsimilar que el Fondo publicó a principios de los años ochenta y, con toda lógica, quise fotocopiarlo: me dijeron que eso no era posible porque era una publicación anterior a 1950 y que esos materiales ya no se fotocopiaban para protegerlos. ¡Pero es la edición facsimilar de los años ochenta!, repliqué sin dar crédito a lo que oía. No hubo manera de hacer entrar en razón a los burócratas de la UNAM. Salí enojadísimo por el absurdo y volví otro día a copiarla en mi cuaderno.
La Biblioteca de México, en La Ciudadela, durante mucho tiempo fue el centro de investigación oficial de los estudiantes de primaria y secundaria. Por eso era muy incómodo ir allí: siempre había un barullo de esos estudiantes y muchos libros estaban muy maltratados. Además, como ya dije la semana pasada, me gusta sobre todo meterme en periódicos viejos, hojear los suplementos culturales y saber qué y quiénes publicaban: allí resultaba imposible porque no prestan los periódicos anteriores a diez años, así en este 2014 el periódico más viejo que le pueden dar al usuario es el de 2004. Cuando la cerraron para remodelar e instalar las bibliotecas personales de José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis, La Ciudadela cedió su lugar a la Biblioteca Vasconcelos de Buenavista: ahora allí van todos los estudiantes a consultar los libros para hacer sus tareas, con las consecuentes incomodidades.
La única biblioteca en la que me sentía cómodo trabajando era la de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: no tenía que pedir los libros, como se pide el kilo de tortillas, sino que podía tomarlos directamente. De esa manera, pronto ubiqué la sección en la que están todas las revistas que me interesaba investigar (desde Ulises, Contemporáneos, Ábside, hasta la Nueva Revista de Filología Hispánica, Cuadernos Americanos, Plural, Nexos o Vuelta) y además tenían una modesta pero suficiente selección de literatura cubana que nadie pelaba; incluso una vez me fui a meter al anexo, donde estaba la literatura italiana. ¡El paraíso, en suma! Ahora, para mis investigaciones voy frecuentemente a las bibliotecas personales de La Ciudadela: allí he podido revisar primeras ediciones de los libros de Cernuda, de Villaurrutia o César Moro y he encontrado un sin fin de cosas que me han sido muy útiles. Antes de que las abrieran estuve encomendado a escribir los textos sobre esas bibliotecas así que me mandaron a verlas: fui con mucho gusto, las caminé cuando apenas estaban acomodando los libros, me dejaron tomar los que quisiera, me senté a leerlos, que quedé horas allí así que una de las responsables cuando me iba me dijo: “Se ve que a usted sí le gustan los libros, joven, otras personas han venido, preguntan un par de cosas, se toman fotos y se van”. Y aunque he sacado la credencial de la Biblioteca Vasconcelos, pues queda muy cerca de mi departamento, evito ir a toda costa, prefiero tomar el Metro, recorrer dos estaciones y bajarme en Balderas para estar en La Ciudadela donde se trabaja muy a gusto.
Es por esa aversión a las bibliotecas públicas que a lo largo de todos estos años me he esforzado en construir una biblioteca personal a la medida de mis necesidades: de allí que haya ido recopilando la bibliografía para las investigaciones que realizo y que, como escribí la semana pasada, haya desoído el consejo de mi maestro Huberto Batis y siga coleccionando los suplementos culturales de cada fin de semana hasta que en verdad se vuelva una locura conservarlos.