Adelanto: Días de jengibre de Hugo Roca Joglar
Una tarde de primavera, llegó al patio interior de mi casa en Nepantla, una siamesa salvaje de siniestros ojos azul profundo. Por la noche parió seis crías. Las dejó ahí y se fue (ella misma era una cría de seis meses que quedó preñada en su primer celo). No entendió por qué salían bultos de su cuerpo; no se sintió responsable por esas vidas. Regresó dos días después, cuando sus seis hijos —los puse en una caja de cartón y les intenté dar leche— ya estaban muertos. Se instaló en las ramas más altas de un tabachín del patio. Bajaba cada mañana para pedirme mimos y comida. Y yo estaba solo.
La bauticé Sparafucile.
El pasto, en Nepantla, ha comenzado a secarse. Por la mañana los volcanes se veían muy claros; el campo olía a calabazas. Ni una nube; el cielo vacío de formas me inspiró desconfianza. Ahora, a las 18:46, es noche cerrada. Martes 22 de diciembre. Sparafucile ha desaparecido. A veces se mete en mi cuarto; lo tiene prohibido. Engañarnos es un juego que nos gusta; sabe que sé, sé que sabe. Todo va a estar bien mientras nos sigamos la corriente. No hay una mujer que nos moleste.
Las mujeres que la han conocido me preguntan sobre su nombre. Sparafucile es el asesino a sueldo que contrata el jorobado bufón Rigoletto para matar al duque de Mantua como venganza por haber violado a Gilda, su hija virgen. Lo interpreta un barítono que, de preferencia, debe medir por lo menos 1 metro con 88 centímetros y tener imponente voz acerada.
Salvo por el elemento sonoro, nunca una gata ha tenido un nombre más adecuado. Sparafucile es una eficientísima máquina de matar; cruel y despiadada. En el patio interior de mi casa, han despertado cadáveres de ardillas, alacranes, palomas, lagartijas, tlacuaches y ratas.
El día se extiende. 22:52. Escribo en la cama. Sparafucile duerme sobre la toalla que le pongo en la banca de afuera, bajo la ventana de mi cuarto. Noche de muchas estrellas y animales inquietos. Sonidos de movimiento y angustia, de amenaza y miedo. Noche fría de luna chica.
No tengo planes para navidad ni para año nuevo.
Mi ruidoso refrigerador con leche, jengibre y huevo. Mañana, al despertar, echaré las tres cosas en una licuadora; mi desayuno.
El jengibre es afrodisiaco, y mucho jengibre nocturno me hace querer ir a la Ciudad de México. Me subo a mi coche (un Tsuru sucio de 1995, verde oscuro con asientos café claro) y tengo tres opciones para llegar a la capital. La elección de la carretera resulta muy importante; determina a cuál de las tres mujeres voy a visitar.
Sparafucile se niega a comer jengibre, lo rechaza con obstinación. Le doy croquetas, atún o sardinas. Si le doy sardinas es porque voy a abandonarla; las huele y salta a la rama más baja del tabachín. Ahí espera, paciente, decidida, a que los pájaros se acerquen a la fuente por agua. Sabe que me encanta el canto de los pájaros.
Sparafucile mata a los pájaros para vengarse de mí. Desde su rama en el tabachín los observa beber agua en la fuente. Los mira ir y venir. Nunca se precipita. Su paciencia es incansable, y sus exigencias estrictas. No ataca presas débiles, enfermas, torpes ni demasiado pequeñas. Busca a los plenos, de alas poderosas y cuerpos elásticos, que suelen ser los más cantarines, de colorido canto alegre y acrobático. Sparafucile se desprende de su rama y derriba en el aire algún pájaro hermoso de un zarpazo. Inmediatamente, le desgarra las alas; evita picotazos, y le permite arrastrarse, ilusionarse con la idea de libertad, para, al final, saltarle encima y seguir desgarrándoselas.
—Miauu, miauu, miauu (“¡Mírate, sin alas eres tan vulgar como una rata!”).
Cela que yo admire el canto de los pájaros. Envidia su habilidad de volar y existir en una atmósfera que, a pesar de su pasmosa agilidad, le resulta inalcanzable.
Si los pájaros son rojos, Sparafucile, cosa insólita, olvida la sutileza de su naturaleza verdiana. Todo lo que la distingue desaparece: precisión, inteligencia y elegancia. El odio la desborda y alcanza la obscenidad del Puccini más vulgar, el de Tosca torturada por Scarpia.
Me encanta cuando la taza de té de jengibre se me queda medio llena en la noche y, ya frío, es lo primero que bebo por la mañana. Su sabor es el contacto inaugural con la realidad de un nuevo día tras la fantástica ausencia del sueño. Tiene un sabor picante, un poco amargo, que me enciende los nervios de manera instantánea. En estos días de jengibre, estoy en constante estado de alerta.
La mañana se ha hecho vieja. Es casi mediodía. Miércoles 23 de diciembre. Salgo de mi cuarto. Sparafucile toma el sol en el patio. Me observa sin moverse.
—Miau, miau (“Hasta que por fin se te ocurre salir y pensar en mí”).
Y luego me cuenta el drama de su existencia.
—Miauuuu, miaaau, miiiiiiiauu, miau, mi, mia, miauu, miauuu, miauu (“¡Me persiguió el gato feo!; luego tuve que atacar al gato dorado porque se quería meter a la casa; salió el tlacuache grande, con la boca llena de cáscaras de huevo de gallina y aguacates, y maté cuatro lagartijas, una me mordió la pierna. ¿Ves estas espinas?, tuve que correr porque el perro negro se me lanzó encima; pasé por los arbustos que atacan. Y mira, tú, dormido, como siempre, ¡no me quieres, no te importo y nunca me extrañas!”).
Dos veces he observado a Sparafucile cazar pájaros rojos:
1. Una mañana saltó de la terraza hacia el patio; lo mordió en el cuello a seis metros de altura, y se las arregló en plena caída, con el pájaro rojo en la boca, para amortiguar el golpe con la rama de un árbol y sólo torcerse un tobillo en el aterrizaje.
2. Descubrió el árbol donde el pájaro rojo dormía, y durante la madrugada subió por el tronco, rápida y silenciosa como una serpiente.
Mató a esas dos víctimas de la misma manera. Las conservó vivas durante casi cuatro horas. Les arrancó pedazos muy pequeños, cada 10 o 15 minutos, de cabeza, abdomen y patas. Las dejaba arrastrarse, con las alas inútiles, y caía sobre ellas una y otra vez hasta que, al borde de la muerte, las llevó a la fuente y les abrió el cuello con las garras. El pájaro rojo de la mañana murió ahogado; el de la noche, por falta de sangre. El agua de la fuente se pintó del color de las cerezas.
La flor de jengibre es roja. El jengibre me provoca sueños inquietantes:
1. Sparafucile regresa a la casa ciega, sin ojos, con las dos cuencas vacías.
2. Estoy en un barco con una amante del pasado, en medio de bloques de hielo, mientras, arriba de nosotros, atravesando un cielo blanco, aviones de combate comienzan a bombardear la Ciudad de México.
Voy a la Ciudad de México cuando me aburro. Nepantla es el último pueblo del Estado de México antes de llegar a Morelos por la carretera Chalco-Cuautla. Aquí la gente se dedica a criar caballos y a sacar de la tierra calabazas.
En ocasiones mi cuerpo se rebela contra el jengibre. Trago un pedazo grande y siento un dolor agudo en la boca del estómago; una horrible sensación de cerrazón, de que mis entrañas no van a abrirse; sudor frío en el nacimiento de mis cabellos; instantes de íntima asfixia y vísceras enroscadas. Dura tan sólo unos segundos. Luego, el alivio de la apertura: el jengibre cae, encuentra el estómago. Mi cuerpo procesa su fuego. Estos días de jengibre son muy sensuales.
Se ha hecho de noche: 23 de diciembre. Té de jengibre muy caliente. Estoy desnudo en una silla del patio al lado de la fuente. Sparafucile sigue conmigo. La luna pálida y el viento tibio.
No recuerdo cuándo fue la última vez que escuché a Brahms o a Ricardo Castro, a Pierre Schaeffer o a Manuel Enríquez. Me ha faltado espíritu, y sobrado tiempo, que gasto en dormir (los sueños siempre han sido demasiado importantes para mí), en comer poco, en escribir algo, en casi no hablar (únicamente por teléfono con mi mamá).
Necesito un orgasmo. Darlo. Me hace sentir vivo hacer que una mujer se venga en mi boca. Requiero de la ciudad para eso. Ahí viven las tres mujeres. Tres mujeres. Tres mujeres a las que puedo llamar a las diez de la noche y visitarlas dos horas después “para beber algo”. El alcohol resulta muy importante, nos libra de compromisos. No me obliga ni siquiera a ser un efímero amante y a ellas les permite el placer de un orgasmo sin comprometerse a ser penetradas. Soy su amigo del campo, salvaje y tostado, con el que a veces beben demasiado, y que, luego de que se hace muy tarde, no tiene en dónde quedarse. Así será el juego hasta que su patetismo nos canse.
Tres mujeres: Edurne, Amelia y Cristina. Tres mujeres. Tres mujeres.
Sparafucile está arriba de mis piernas. Ronronea. Pongo una toalla sobre mi piel desnuda para que no me lastime con su regocijo de sacar y meter las garras sobre mis muslos. Me habla.
—Miau, miau (“Sé que estás pensando en irte para cubrirte con esos densos olores de sal. Regresarás en dos días, cansado, más flaco, con los ojos rojos y sin ánimo. ¡No me quieres y nunca me extrañas!”).
Sparafucile ya no puede entender por qué debo irme, por qué debo tener sexo con mujeres que no quiero. Y no lo entiende porque la llevé a operar. ¿Y para qué lo hice si no pensaba cuidarla y estar seriamente con ella? Tiene razón en reclamar tanto. He sido un mal humano para ella.
Es navidad. Las casas de Nepantla tienen árboles y luces, excepto la mía. El té de jengibre se ha enfriado.
¿Edurne, Amelia o Cristina?
Edurne. Coyoacán. Carreteras seguras y caras: Cuautla-Oaxtepec-Tepoztlán-Cuernavaca-Tlalpan. Ginebra con quina y jengibre. Hablar sobre su futuro como economista en París o Londres. Lo ha planeado desde los 23 años. Lleva ocho años en la capital con la idea de que en México fracasa. Quizá en otro lugar, en otro país, en otra ciudad, podría ser más exitosa, más popular, más guapa. Sin embargo es una mujer de besos alegres. Sólo en una ocasión me preguntó: “¿Qué significa esto para ti?” Le respondí: “Somos amigos que a veces se acuestan, ¿no? Me gustaría serlo en lo que te vas a Europa; seguro será pronto, ¿no?” Estuvo de acuerdo.
En Nepantla escribo crónicas sobre mi vida desde el entendido (se lo leí a D.H. Lawrence en Haciendo el amor con música) de que yo represento los sueños prohibidos de mi abuela. Su sueño era ser cantante de ópera, y yo escribo sobre música. Ahora ella se debilita en soledad. Dos cuidadoras la atienden día y noche porque se le olvidan las cosas y reacciona con violencia a la falta de memoria. Fue una buena abuela. A veces pienso mucho en ella, pero mis problemas (¿en el fondo son su culpa porque representan sus sueños secretos?) me tienen triste en el campo y la he abandonado.
Amelia. Cercanías del aeropuerto. Carreteras baratas e inseguras: Cuautla-Amecameca-Chalco-Ignacio Zaragoza. Hablar sobre Ryan Adams y Sufjan Stevens; Cuautla-Amecameca-Chalco-Ignacio Zaragoza. Hablar sobre Ryan Adams y Sufjan Stevens; nuestros días como alumnos maristas, y cómo ella, en el amor, siempre siente que pierde. Mezcal, sal de gusano y jengibre en lugar de naranjas. Nos gusta quitarnos líquidos del cuerpo a lengüetazos. Se ríe a carcajadas al venirse. Me hace café cuando despierto. Nunca ha preguntado nada.
Voy a la cocina. Sparafucile me sigue como perrito faldero, tan cerca de mis pies que a veces me es imposible no patearla. Corto una raíz gorda de jengibre en 10 pedazos y me meto tres a la boca; el resto lo echo en la bolsa de mi pantalón. Le doy sardinas a Sparafucile; el manjar simboliza mi huida, mi huida que la hace querer matar pájaros rojos.
Cristina. Xochimilco. Carreteras gratuitas e inseguras: Tepetlixpa-Juchitepec-Cuijingo-Milpa Alta. Hablar sobre pintores muertos, diseño de sillas y ropa y la naturaleza del deseo. Vino rojo. Cristina odia el jengibre; dice que le produce náuseas. Es tierna de una manera desesperada. Su cuerpo le pide un hijo. Tiene 35. Pretende que su corazón es de fierro. Sufre. En nuestro último encuentro, me prometí nunca más visitarla, pero su boca es extraordinariamente complaciente con mi cuerpo.
No quise pasar navidad con mi mamá. No tengo nada que darle para hacerla sentir orgullosa; tendría que mentirle. Prefiero, por ahora, la distancia. La campana de la iglesia de Nepantla convoca a la última misa de la noche. Los grillos hacen mucho ruido.
Sparafucile ha visto que algo se mueve sobre la barda: corre a la jardinera y se trepa a un árbol, de ahí brinca a la verja y salta de vuelta a la jardinera con una lagartija en la boca. Maullidos raros, agudos e incompletos.
—Miauuu, miaaau, miau (“Mira, yo también trabajo por nuestra casa: traigo comida. No creas que te necesito”).
Y le arranca a la lagartija un pedazo de cola. Cargo a Sparafucile. La lagartija huye. Su cola suelta se agita sola en el piso. Meto a Sparafucile en su pequeña jaula o casita de viaje.
Mi vida, al borde de los 30 años, está increada. La solidez de la escritura es una fantasía. Dentro de mí, todo lo que importa está suelto. Evito las responsabilidades: la del amor, la de mi obra, la de mi familia, la de mi gatita. Dentro de mí, el jengibre es la única constante.
Mi Tsuru de 1995. Sparafucile odia las carreteras. Llora, se queja y termina por dormirse de malas.
En las calles de Nepantla se cantan villancicos.
Arribamos a la playa sin problemas. Las siete de la mañana. Jueves 24 de diciembre. Llegamos al condominio de mis papás, en el que pasé los veranos de mi infancia. Entramos a un departamento en el piso 27 con vista a la bahía. Sparafucile no quiere salir de su jaula. Se queda ahí, asustada. Yo duermo siete horas. Sueño con elevadores. Cuando despierto, Sparafucile camina con lentitud sobre el barandal del balcón a 90 metros de altura. Está excitada porque domina kilómetros con la vista, porque huele a peces, porque nunca antes había visto el mar, porque vuelan muchos pájaros y porque tanto calor es una novedad para sus nervios.
Bajo a la playa con Sparafucile en brazos. Las cuatro de la tarde. Nos quedan dos horas de sol. Pongo la sombrilla y me acuesto sobre una tumbona. Para Sparafucile pido atún; para mí, coco con ginebra. El mesero, un hombre viejo con aspecto de perico, sonríe. La gata se acerca al mar con calma; camina hacia el agua, y, cuando la marea sube, da un pequeño salto hacia atrás: imita el comportamiento del agua.
Cerca de nosotros, cuatro ancianos —tres hombres y una mujer— se entretienen con un juego extraño: avientan una bola pequeña, luego cada uno lanza dos pelotas más grandes con la intención (supongo) de dejarlas lo más cerca posible de la primera. Cuatro bolas verdes y cuatro bolas rojas. Dos equipos. Hablan magiar. Dos lancheros los observan atentos. El viejo más grueso sonríe antes de tirar; cuando ve el resultado, amarga el gesto. Lo hace en varias ocasiones. Resulta gracioso que se tome el juego tan en serio.
Estoy contento. La bahía tranquila, pocos barcos, olas bajas. Está casi vacía esta playa privada de mi infancia. Aquí pasé navidades y años nuevos. Aquí construí fortalezas en la arena con mi mamá. Aquí nadé con mi papá hasta las boyas. En la playa podía dormirme tarde. En la playa vi por primera vez (sin querer) los senos de una mujer (mi prima).
El atún y el coco con ginebra llegan. Muy cerca, un vendedor sopla burbujas. Decenas cruzan el aire y brillan bajo el sol como bolitas de cristal. Me meto cuatro trozos de
jengibre a la boca. Los trituro con los dientes y escupo los pedacitos en el coco. Con jengibre, la ginebra es más refrescante. Estos días de jengibre me atraviesan cargados de recuerdos y están llenos de dudas. Sparafucile maúlla y comienza a brincar para pinchar con sus garras las burbujas.