Tierra Adentro

Titulo: Serotonina

Autor: Michel Houellebecq

Editorial: Anagrama

Lugar y Año: 2019

Michel Houellebecq se ha convertido, desde hace años, en un escritor que busca la provocación. Desde su primera novela Ampliación del campo de batalla (1994), ha reflejado el desencanto de Europa. Sus personajes, moviéndose entre el nihilismo y la soledad, son un símbolo de la encrucijada por la que pasa Occidente: el individualismo, el vacío existencial, la obsesión por el sexo y la percepción de habitar un mundo estancado.

Tomando estas referencias como punto de inicio, Houellebeq ha preferido desarrollar –después de sus trabajos iniciales– algunos temas incómodos y, de alguna forma, coyunturales: en Plataforma, novela publicada en el 2001, retrata el turismo sexual que hacen los europeos a países como Tailandia; en Sumisión (2015) plantea un futuro inquietante para Francia: en el 2022 un candidato árabe, perteneciente a un partido islamista moderado, gana la presidencia del país.

En ambos casos el tema devora a la narrativa: no importa tanto la propuesta estética del autor sino la capacidad de detectar los temores de una nación que, en apariencia, se vende ante el mundo como progresista y defensora de las libertades, pero que oculta muchos demonios en su interior.

Serotonina, novela publicada en el 2019, semeja un regreso o una evocación a Ampliación del campo de batalla, su debut. En ambas obras tenemos personajes solitarios y casi intrascendentes. Lo que crea tensión es la manera peculiar que tienen los narradores de ver y asumir el mundo.

Casi siempre funcionan como guías ambiguos, personas que necesitan de un interlocutor para realizar una confesión. Esta extrañeza, potenciada por diversas filias y fobias, convierte al personaje prototipo de Houellebecq en un ser mutilado, alguien que apenas puede interactuar con los demás y que sufre por satisfacer sus deseos.

Por supuesto, el autor francés abreva de la herencia existencialista y, como indican algunos críticos, intenta actualizar la obra de escritores como Camus y Sartre. Esa línea genealógica que asume como motor principal el vacío existencial es retratada, en el siglo XXI, por el individualismo, la desigualdad económica, la obsesión por el sexo y la sociedad libre de cualquier ideología, un territorio sometido al poder del dinero.

Este contexto, que aún era ajeno a los iniciadores del existencialismo, es la materia prima de Houellebeq que vuelve, una y otra vez, a historias que describen la soledad de hombres y mujeres que han perdido casi por completo la voluntad y que se limitan a registrar –casi siempre de forma desapasionada– lo que les acontece.

En Serotonina leemos la historia de Florent-Claude Labrouste -un empleado de Monsanto- empresa líder en la agricultura transgénica, acusada desde hace tiempo por los peligros que implica su tecnología.

El hombre de 46 años recuerda las relaciones amorosas que ha mantenido en el pasado hasta su vínculo más reciente: Yuzu, una japonesa mucho más joven que él. Se limitan a compartir el hogar, cenar sin intercambiar palabras, como si fueran desconocidos. Florent-Claude apenas reacciona cuando, incidentalmente, descubre que Yuzu protagoniza grabaciones pornográficas.

Pronto la línea argumental se vuelca al pasado y exploramos la juventud del protagonista, marcada por el encuentro con Camille, una veterinaria inglesa que conoció cuando rondaba los treinta años. Ella se alejará de él cuando descubre que la engaña. A partir de esta visita a la memoria entendemos que Serotonina es una novela cuyo interés es la búsqueda del paraíso que alguna vez se tuvo y que ahora es un espejismo.

A la par de esto tenemos la encrucijada que vive Francia y Europa: desempleo, falta de oportunidades, xenofobia y desigualdad. Todo este cúmulo de problemas es descrito por Florent-Claude que, después de abandonar a su novia más reciente e incapaz de hacer algo al respecto, se limita a viajar de localidad en localidad, mientras el mundo que lo rodea parece acercarse al colapso.

Como si fuera una especie de Dante –sin la guía y el consuelo de Virgilio– el protagonista de Serotonina escucha las voces de los desamparados sin poder ayudarlos porque él mismo tiene que soportar una carga pesada: una depresión galopante que apenas puede controlar con medicamentos.

En una de las escenas más dramáticas de la novela Florent-Claude mira la protesta de los productores de leche que han sido desplazados por la competencia de otros países. Sin apoyo de un gobierno sordo a sus reclamos, atacan con armas de fuego a un retén compuesto por policías antidisturbios. Aymeric, uno de los productores, amigo cercano de Florent-Claude, se suicida enfrente de todos. Me parece que no es spoiler porque esa escena no es definitiva en la trama de la novela.

Serotonina transcurre de forma anticlimática. Florent, además de buscar un motivo para vivir a través de la posibilidad de un reencuentro con Camille, describe con ironía y desesperanza; el entorno rural de Francia. Así como él vive un proceso de disolución, la gente con la que habla comienza a tomar conciencia de su fragilidad; apenas tienen voluntad para organizarse y tratar de resistir los embates de un sistema que los endeuda y precariza sus vidas.

En uno de los recuerdos más vívidos, Camille –recién egresada de la carrera de veterinaria– se interna en los horrores de una granja avícola: animales viviendo en la inmundicia, cadáveres apilados, excremento en todas partes. Los animales abusados son el último eslabón de una cadena que sólo funciona para quien está arriba: emporios trasnacionales sin rostro y sin límites.

Houellebecq emplea poca adjetivación: el personaje ya ha perdido la capacidad de sorprenderse y se limita a consignar los hechos de manera neutra y acaso desesperante. De esta forma tenemos un explorador social, un representante de nuestros tiempos que está anestesiado y al borde de la ruina mental.

Sin embargo, como en los mejores ejemplos de los antihéroes existencialistas, el protagonista no puede dejar de fantasear: no sólo planea escenarios para encontrar a Camille; también planea cuidadosamente su suicidio sin poder llevarlo a cabo.

Por supuesto, a pesar de lo descarnada que puede ser la vida de Florent-Claude, podemos entender su situación como una sátira de un sector de la sociedad europea: personas en una encrucijada vital, depresivos irredentos, pero que mantienen un estilo de vida solvente.

Por otra parte, tenemos a los perdedores de este juego: granjeros que pierden el control de sus negocios, residentes expulsados de sus lugares de origen porque no pueden pagar las rentas cada vez altas impuestas por las inmobiliarias.

Lo que, quizá, se le puede reclamar al autor es el juego explícito al que casi siempre recurre: en lugar de abordar los temas a través de la sutilidad del símbolo o la alegoría, sustenta sus tesis a través de las opiniones de sus personajes, individuos que describen sin tapujos la hipocresía de la sociedad en la que vivimos. Si añadimos que, muchas veces, la crítica tiende a tomar a los personajes de Houellebecq como alter ego suyos, tenemos el escenario perfecto para la polémica y la venta de libros.

Sin embargo, el autor está en su derecho de actuar como un provocador, muy a tono con la historia de Francia y sus artistas rebeldes. A veces, en circunstancias como las actuales, se necesita gritar para que la literatura logre llamar la atención e inscribirse en un debate a veces empobrecido por la superficialidad de los medios de comunicación y las redes sociales.

En autores como Houellebecq la función de contar historias cumple uno de sus papeles fundamentales: incomodar, cuestionar, internarse en la sociedad que hemos construido y que, a través de la ficción, revela sus aspectos más oscuros.