Adelanto: Desagüe
El kilometro cero
Y te diré otra cosa: no existe nacimiento
de ninguno de los seres mortales ni tampoco
un fin en la funesta muerte.
Empédocles, De natura, Fragmento ocho
I
Aspiren el humo y aguarden. Con mis dos caras, cuatro ojos y dos bocas contaré algo. Yo lo sé todo; conozco lo ocurrido, los hechos verdaderos y falsos, las quimeras que he inventado. Yo mismo soy una. Escuchen. Pierdan su mirada en las formas ascendentes del humo y vean surgir de ellas los contornos de la historia. Imaginen cómo se dibuja el kilómetro cero del Gran Canal del Desagüe del Valle de México. Vean a un hombre joven, alto y esbelto acercarse, caminar por la avenida. Sabía que al llegar a ese sitio comenzarían los peligros, el descenso. Es lo único que ustedes necesitan saber. Aspiren de nuevo, escuchen.
II
Era de mañana y él estaba a punto de arribar al Gran Canal del Desagüe, decidido a recorrer los 47.5 kilómetros que se extienden a partir de ahí, sinuosos como el cuerpo de una víbora, hasta la desembocadura, en Zumpango. Como alguien que espera convertirse muy pronto en un indigente cuya existencia se precipitará por peldaños oscuros, estaba dispuesto no solo a andar esa distancia, sino a saltar, como lo hizo ella, desde lo alto de un parapeto hacia el vacío, a la boca del túnel que ruge monstruosamente al tragarse las aguas negras del Valle de México.
Por primera vez en su vida se hallaba en el inicio de algo que podría registrar en cada uno de sus aspectos, y eso le produjo una sensación parecida a la felicidad o a la esperanza, pese a encontrarse en el periodo postrero de su existencia, en las vísperas de la muerte.
¿Cuánto tiempo necesitaría para llegar a su destino?
No tenía prisa, pero caminó con mayor velocidad las últimas cuadras. En la avenida Congreso de la Unión vio a una docena de personas congregadas alrededor de ollas humeantes de tamales y atole. Lucían con frío y sueño, y, entre dientes, con voces apenas audibles, se gastaban bromas pesadas o se insultaban, como si hablar y masticar fuera un pretexto para mostrarse los colmillos. Vio también montículos de basura, perros dormidos y vagabundos que platicaban acerca de la vigilia nocturna que, como hombres prehistóricos en bosques poblados de fieras, tenían que mantener para evitar los ataques de los monstruos urbanos, sus embestidas silenciosas y mortíferas.
—La ciudad está infestada de fieras —escuchó decir a uno de ellos.
Entonces pensó que él mismo, al igual que esos hombres sucios, tendría que poner en práctica recursos de todo tipo para hacer frente a la Bestia ofídica del Gran Canal.
Se acercó decidido hacia el monstruo del desagüe, como si emulara al dios Indra del Ṛgveda, quien con su rayo fulminante atacó a la serpiente nebulosa que retenía las aguas y, al matarla, hizo correr esas aguas hacia el mar, hizo nacer al sol, al día y a la aurora. La consecuencia inesperada fue que el líquido emanado de la víbora se tornó incontenible. El dios huyó y atravesó los 99 ríos navegables, perseguido por la sombra de la criatura o por su propia sombra, pues el terror que lo embargaba le impedía discernirlas.
Pero él, que avanzaba por la calle, no era ninguna divinidad ni tenía planeado luchar contra el monstruo. Lo único que deseaba era recorrer el Canal e imitar a su novia suicida. Si guardaba una semejanza con el dios era que él también iba rápido, huyendo de su propia sombra.
III
Esta historia comienza (es un decir, porque ninguna historia nace en un punto localizable, sino que corre oculta desde tiempos imprecisos y, de repente, eclosiona, despliega sus viscosos tentáculos, se alimenta de formatos diversos, muta, sigue avanzando, se repliega, intermite) en el kilómetro cero del Gran Canal del Desagüe, obra con la que Porfirio Díaz consumó el proyecto virreinal de drenar el Valle de México, limpiar los estancados albañales de la capital y conjurar para siempre las inundaciones y la insalubridad.
Ahí, bíblicamente legitimado como patriarca de la nación, el 17 de marzo de 1900 el general Díaz dominó su propio Mar Rojo y anunció frente a políticos y periodistas que conduciría a su tribu a la tierra seca del progreso y la modernidad. Ahí, en ese kilómetro cero de prosapia porfiriana, empieza la historia que él (llamémosle Indra, en homenaje al dios; de la misma manera que a ella la llamaremos Ixtab, en recuerdo de la diosa maya del suicidio) planeó largo tiempo en su habitación iluminada por el resplandor acuoso de la computadora. Un resplandor que lo hacía sentir como buzo dentro de un acuario poblado de criaturas desconocidas que lo rozaban y desaparecían en sus cuevas.
Pero los monstruos auténticos no desaparecen, pensaba Indra, solo se esconden y, como los perseguidos o las pesadillas, saben que el mejor refugio es siempre el más visible. Así lo entendía la serpiente gigantesca del Gran Canal, que con su cabeza puesta en el kilómetro cero logró permanecer ignorada durante décadas. Sin embargo, ahora basta un celular con acceso a Google Earth para que cualquiera la observe desde su habitación, como si espiara a un animal tras una vidriera.
Indra la veía y en ocasiones se asustaba con la imagen de su propio rostro reflejado en la pantalla. La insólita figura de la Bestia era una máscara detrás de la cual él se agazapaba.
En el Diccionario ilustrado de seres fantásticos que Indra había fotocopiado en la biblioteca de la universidad y que ahora hojeaba desesperadamente sobre su escritorio lleno de libros, papeles arrugados, vasos sucios y ropa usada, Massimo Izzi asegura que un monstruo es un ser creado por los hombres como expresión de una exigencia simbólica de la psique que no encuentra plena correspondencia en ninguna realidad conocida. Una definición que sirve también para esta historia que inicia en el kilómetro cero del Gran Canal, aunque los inicios verdaderos no existan, sean solo ficciones, mentiras útiles, marcas convencionales para no sentir que se navega en el infinito.
IV
¿Y si todo fuera en verdad una ficción? ¿Y si Indra no hubiera llegado aquella mañana, después de meses de planeación, al kilómetro cero? ¿Y si Ixtab jamás se hubiera suicidado ni se hubiera mudado con Indra al departamento que él terminó habitando en soledad, presa fácil del caos mental y la entropía? ¿Y si ambos no se hubieran enamorado, si en la universidad no se hubieran detenido en el mismo sitio el día en que se dirigieron la palabra por primera vez? ¿Si desde meses atrás no se hubieran encontrado, como dos desconocidos, en las mismas aulas, ni hubieran elegido matricularse en la misma facultad? ¿Y si ambos no hubieran nacido?
¿Y si Porfirio Díaz, como una estrategia de poder, no hubiera construido el Gran Canal del Desagüe, ni nunca nadie hubiera tenido la idea de secar los lagos del Valle de México para construir encima de ellos una ciudad de estilo occidental? ¿Y si el Imperio azteca no hubiera sucumbido al acero español, si la mañana del 13 de agosto de 1521 los habitantes de Tenochtitlan, en lugar de presenciar el fin de su mundo, se hubieran levantado, como de costumbre, de sus esteras, hubieran atado sus sandalias y se hubieran dirigido a sus actividades cotidianas; si ese día las canoas hubieran surcado las aguas con la parsimonia de siempre? ¿Y si los aztecas, recién llegados al Anáhuac, no hubieran superado su origen chichimeca; si hubieran permanecido entre los juncos de su islote, semidesnudos, comiendo zancudos y rindiendo pleitesía a sus vecinos; si Huitzilopochtli, el deforme colibrí zurdo, no les hubiera dicho, con terquedad y valentía: “Aquí estaremos, dominaremos, esperaremos, nos encontraremos con las diversas gentes, pecho y cabeza nuestros; con nuestra flecha y escudo nos veremos con quienes nos rodean, a todos los conquistaremos”?
¿Y si Quetzalcóatl, siglos antes, no hubiera abandonado Tula; si su permanencia hubiera evitado que las tribus chichimecas invadieran el Valle de México y se asentaran en las orillas de los lagos, poblando lentamente esta región que colinda con la aurora y el ocaso? ¿Y si los volcanes no hubieran tapado, con lava y cenizas, las salidas naturales de drenaje en este valle que se convirtió en una cuenca donde el agua de las montañas se acumuló y formó los lagos de Chalco, Xochimilco, Texcoco, Xaltocan y Zumpango? ¿Cómo sería esta historia? ¿El Valle de México, con su Gran Canal del Desagüe, con sus monstruos y pobladores suicidas y locos, sería una geografía fantástica? ¿Sería falso lo que ahora les cuento?
V
Quizá todo inició la noche (Ixtab ya estaba muerta) que Indra descubrió que, visto desde una toma aérea de Google Earth, el kilómetro cero del Gran Canal revelaba su naturaleza de criatura mutante, mezcla de ciempiés, cucaracha gorda y víbora; las patas, 14 de cada lado, eran tuberías simétricas que emergían del suelo. Esa parte, correspondiente al torso y a la cabeza, era la más ancha. Más allá del kilómetro cero, la anatomía se angostaba y adquiría el aspecto del rabo de un alacrán, un trilobites o un espermatozoide que fecundaba al óvulo tumefacto de la urbe.
A la noche siguiente, con mayor detenimiento, Indra vio en la pantalla cómo el monstruo, entubado y bajo tierra, surcaba la ciudad como la cicatriz de una cirugía mal suturada. En la frontera con Ecatepec, la criatura se intersecaba con el cauce tóxico del río de los Remedios y emergía a cielo abierto para mostrar su brillo azogado que distorsionaba el reflejo sucio de las nubes. Tomando despreocupadamente el sol como los reptiles, cruzaba sin pudor los interminables suburbios del norte, se llenaba de basura, pasaba por debajo de avenidas elevadas, se alimentaba de tuberías y se internaba en un paisaje híbrido de asfalto roto, polvo, árboles escuálidos, milpas, chabolas y cementerios de autos.
En Zumpango, a un costado de la laguna, la cola del animal desaparecía en la boca de un túnel labrado en el seno de un anfiteatro, pirámide invertida con escalinatas, rellanos y explanadas. Vista desde la toma satelital, esa construcción, más parecida a un templo pagano que a una cañería, hizo pensar a Indra en la arquitectura de una civilización hierática y atroz.
Conocía muy bien ese edificio, llamado Caja Colectora. Fue ahí donde Ixtab saltó. ¿Cómo había iniciado todo? Indra se concentró en la pantalla y con el cursor desanduvo su recorrido virtual por el Gran Canal del Desagüe. Llegó al kilómetro cero e hizo un acercamiento en esa área del mapa.
A partir de entonces lo vigiló en las madrugadas. Escrutaba cada segmento torácico, cada par de patas. Los revisaba para comprobar que nada cambiara o se moviera, aunque bien visto eso fuera imposible, pues el monstruo parecía muerto, fosilizado en medio de capas geológicas de ciudad. A veces, frente al monitor, Indra pensaba que él mismo era como Bjarne Sjöstrand.
Sjöstrand fue un solitario que nunca subía las persianas de su departamento de Estocolmo. Iluminado únicamente por el resplandor mortecino de las pantallas, examinaba día y noche imágenes de Google Earth para encontrar indicios del monstruo del lago Ness. La concentración que la tarea requería le sirvió durante años para ahuyentar las inclinaciones autodestructivas que, como una bandada de pájaros, revoloteaban sobre su cabeza de hombre atormentado.
En 2014, sin comprender muy bien por qué participaba en algo tan opuesto a su habitual ostracismo, Sjöstrand ganó el concurso “Mejor avistamiento anual del monstruo del lago Ness”, organizado por la casa de apuestas William Hill. El premio, entregado por Gary Campbell, experto mundial en Nessie, consistió en dos mil libras esterlinas y una estatuilla de bronce, efigie del monstruo, que el escultor representó con un cuerpo gordo, pequeñas aletas laterales, cuello ondulante y una cabecita cuya jeta mostraba una sonrisa alucinada y ambigua. La imagen galardonada fue el acercamiento de una toma de Google Earth donde se alcanza a ver, muy lejano y en un enrarecido tono verde, algo parecido a un fideo de aproximadamente 20 metros de largo. La criatura tiene ahí un aspecto filiforme o vermicular coincidente con la tradicional iconografía de Nessie, que suele imaginarse como un plesiosaurio desgarbado.
Meses después de la premiación y de padecer una moderada fama en ciertos círculos criptozoológicos que detestaba por considerarlos frívolos y lenguaraces, Sjöstrand se ahorcó en el baño de su departamento, aniquilado por los reflectores, las entrevistas y sus fotografías en portales de internet. Nunca se perdonó el haber mostrado al público su revelación solitaria del monstruo.
Antes de morir, envió un escueto correo electrónico a Gary Campbell que terminaba con las siguientes palabras: “Hemos encontrado una huella extraña a orillas de lo desconocido. Hemos concebido teorías profundas, una tras otra, para justificar su origen. Finalmente, logramos construir a la criatura que había dejado esa huella. ¡Y he aquí que éramos nosotros!” Campbell, con su característica indiscreción, publicó el mensaje en su sitio web y la noticia se extendió con rapidez.
Una noche, envuelto por el silencio de su cuarto, Indra intentó recrear las últimas horas de Sjöstrand preguntándose si algún día tendría el valor suficiente para hacer lo mismo.
“Es cierto que me parezco a él —reflexionaba—. Desde hace algún tiempo soy un solitario buscador de monstruos que, extraviado en su propio laberinto, se descubre con desconcertante frecuencia al pie de la senda de los suicidas. Una senda que intuyo erizada de cardos, pantanosamente dubitativa, guarnecida por macizos cuarteles de rabia, fosas sin fondo, frondas inesperadamente hermosas y en cuyo final, a orillas de lo desconocido, con toda seguridad ruge un monstruo que soy yo mismo.”
Eso imaginaba Indra cuando pensó tener motivos válidos para recorrer la senda, que sería el Gran Canal del Desagüe: comenzar en el kilómetro cero y terminar en Zumpango. Una caminata de varios días durante los cuales decidiría matarse, como lo había hecho Ixtab en el túnel, o simplemente no hacerlo. Una oportunidad para deliberar.