Abrir las llaves del asombro
Titulo: Agua Corriente
Autor: Antonio Ortuño
Editorial: Tusquets
Lugar y Año: México, 2016
Compilada apenas hace seis años, hizo su aparición El Hilo del Minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables por parte del FCE. En el subtítulo de tal colección está la clave que reúne a los congregados en tal tomo. Ya en el prólogo, el antologador Alejandro Toledo prefere llamarlos «raros». Cuentistas raros que, interviene Sergio Pitol, «…terminan por liberarse de las inconveniencias del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, las exigencias del Poder y las masas no los tocan, o al menos no demasiado y de cualquier manera no les importa». Sólo para ejemplificar, entre los clasificados inclasificables figuran Samuel Walter Medina, Pedro F. Miret y Francisco Tario. Del primero recuerdo un relato mínimo en el que un hombre que saltó de un alto piso se pregunta qué forma tendrá la mancha de sangre que dejará en el pavimento al estrellarse. Del segundo evoco un cuento muy simpático en el que un grupo de nazis con los pantalones en las rodillas mutila una biblioteca para limpiarse las nalgas después de hacer sus deposiciones. De Tario, el más afamado de la trinca, es fundamental mencionar aquel cuento en que escuchamos las opiniones y sentimientos de un féretro destinado a llevar dentro de sí al cadáver de un obeso. En efecto, cuentos rarísimos. Estamos hablando de cuentistas sin fórmula, súbitos chispazos de desparpajada imaginación ante los que no hay lector lo suficientemente preparado porque, vaya, son impredecibles.
Nace la pregunta: ¿hay algún autor mexicano actual que podría dialogar con este puñado de creadores desenvueltos y amenamente libres?
Desde su trinchera, Antonio Ortuño alza la mano. Para disfrutar de los cuentos que componen esta antología personal hay que dejar abiertas las puertas del asombro, así como se deja abierta la llave del agua para, con toda naturalidad, empaparse las manos. Sólo que, en este caso, en vez de agua simple lo que aparece por las cañerías puede ser, literal y literariamente, cualquier cosa.
A saber: una invasión de inmensas tortugas en una ciudad castigadísima por el calor. La pelea entre un hombre y el amante de su mujer: un mago de circo que hace nevar. Un grupo de artistas de la muerte que usan una nevera desconectada para prefgurar al ataúd que los contendrá. Un escriba familiar al que le dictan, al unísono, versiones contradictorias de un mismo hecho.
Antonio Ortuño descree del ingenio, amaestra su imaginación usándola a favor de la trama en turno para ensanchar sus límites en cada línea. Esta entrenada cualidad le permite reunir una catorcena de relatos con estructuras peculiares, escándalos individuales que aunados forman una melodía que invita a bailar golpeando. El mismo autor se declara culpable de ello en la introducción. Cada uno de los relatos propone un mundo propio, un microcosmos con reglas que se le van revelando poco a poco al lector, como las fotografías en el pasado. Reglas, además, que el texto respeta y recrea. Dije «relatos», pero no: son cuentos hechos y derechos. Y en ellos nada es lo que parece: las cajas de cereal monologan, los horóscopos opinan, el rey de los perros anhela leyes y los candados, al cerrarse, se muerden la cola. Hay que desconfar del párrafo en turno y luego del que le sigue. La sorpresa nos espera en la siguiente línea. Los hallazgos se van sumando un párrafo a la vez:
A los nueve años, mi padre me rentaba una puta. Una puta, lógicamente, de nueve años… Fabiana no se acostaba conmigo. O mejor dicho, se acostaba conmigo y nada más. Mi padre insistía en que durmiéramos juntos…
Cada frase invalida o extrapola a la anterior. El primitivo acto de narrar. Contar una historia para que la tribu se impresione invitándola a cuestionarse todo. Al final del cuento que da título al tomo, el narrador nos pregunta: «¿Un disparo es un disparo?».
¿Una puta es una puta? ¿Un mal padre es un mal padre? ¿Un perro es un perro? ¿Un candado es un candado? El desafío es clarísimo. Para leer a Ortuño hay que desconfiar de los hechos, de las reflexiones a botepronto. Empaparse con Agua corriente exige al lector una actitud abierta y sin prejuicios.
Retomo el prólogo de Alejandro Toledo en El Hilo del Minotauro: «Todo escritor es raro hasta que no demuestre lo contrario». ¿Es Antonio Ortuño un autor vivo de cuentos inclasificables? ¿Un raro? ¿Una excentricidad impúdica en el actual panorama cuentístico?
Que el tiempo lo decida.