A bit of the old ultra-violence: 60 años de A Clockwork Orange de Anthony Burgess
—¿Cómo afirma un hombre
su poder sobre otro?
—Haciéndole sufrir.
George Orwell, 1984
Cuando pensamos en La naranja mecánica, llegan a nosotros flashazos de la adaptación de Stanley Kubrick de 1971 que en este día, hace 50 años, fue presentada en los cines británicos. Esa rendición violenta, colorida y frenética del libro de Anthony Burgess ha plagado el imaginario colectivo mundial como un bastión del ingenio Kubrickiano desde el día de su estreno. Por siempre pensaremos en ese Alex carismático de bombín y bastón, de pestañas postizas y amor por la música clásica que, personificado por Michael McDowell, se convirtió en el hooligan por excelencia. Aun así, la adaptación y toda su maestría jamás habrían podido haber existido sin la novela publicada por Burgess en 1962 que este año celebra su 60 aniversario.
La obra original, escasamente popular antes de su adaptación a la pantalla grande, cuenta las aventuras de Alex, un joven pandillero en un futuro distópico que aterroriza las calles de una ciudad en decadencia junto con su banda de droogs. Nuestro protagonista y narrador elige consistentemente el mal y no duda en matar, violar, robar y golpear sin remordimiento.
Todo cambia cuando es traicionado por sus amigos y arrestado por el asesinato de una anciana. Así, Alex decide postularse como sujeto de prueba de la técnica Ludovico, que promete reformar a los criminales por medio de condicionarlos negativamente ante cualquier acto de violencia, a cambio de reducir su condena. La naranja mecánica explora, a través de los crímenes y castigos de Alex, la importancia del libre albedrío y lo que pasa cuando la capacidad de elegir nos es arrebatada.
So, what’s it going to be then, eh?
Era finales de 1960 y Anthony Burgess esperaba la muerte. Sus doctores le habían pronosticado en 1959 una esperanza de vida de poco menos de un año debido a un tumor inoperable en el cerebro. En ese tiempo, consumido por una prisa angustiante y por la necesidad de dejarle a su esposa Lynne suficientes ingresos de sus derechos de autor, escribió cinco novelas y el borrador de lo que se convertiría en su obra más conocida: La naranja mecánica, cuyo título estaba inspirado en la frase “as queer as a clockwork orange”, que Burgess había escuchado años atrás.
El manuscrito inicial, escrito usando el slang de la época, estaba inspirado en los grupos de hooligans más conocidos en ese entonces: los Teddyboys y los Mods and Rockers. Pero Burgess temía que para el momento en el que el libro pudiese ser publicado, el slang en el que había sido escrito ya estaría fuera de uso entre las pandillas de adolescentes; haciendo al libro obsoleto desde el momento de su publicación. Pero ese parecía ser un problema imposible de resolver: su último año llegaba a su fin y todo parecía indicar que La naranja mecánica no podría completarse de manera satisfactoria.
Terminó 1960, llegó 1961 y Burgess no parecía más cercano a la muerte. Viviría 33 años más de lo esperado, 33 años que dedicó a escribir sus más de 50 libros publicados, sus múltiples artículos de investigación, guiones de cine y teatro y más de 200 piezas musicales, pero en aquel año de 1961, se volcó en la reescritura de La naranja mecánica.
Hijo de un pianista y una bailarina, John Anthony Burgess Wilson, nacido en Mánchester el 25 de febrero de 1917, siempre había tenido una relación especial con el arte. Después de la muerte de su madre y de su hermana, su niñez transcurrió entre los abusos a los que lo sometía su madrastra y la indiferencia de su padre.
La música y la escritura fueron su refugio y pronto decidió convertirse en compositor. En la secundaria ya escribía y publicaba cuentos y poemas, a los 18 años compuso su primera sinfonía y a los 20 intentó ingresar al conservatorio. De haber sido aceptado, su vida seguramente habría sido distinta, pero fue rechazado y se decidió por estudiar literatura inglesa en la universidad de Mánchester.
Su carrera literaria empezó algunos años después, cuando una vez terminado su servicio como director musical de la unidad de servicios especiales del ejército británico durante la guerra, se postuló como oficial de educación en Brunei y Malasia donde viviría de 1954 a 1959 enseñando en las universidades. Ahí publicó sus primeras tres novelas: Time for a Tiger (1956), The Enemy in the Blanket (1958) y Beds in the East (1959). Regresó a Inglaterra en 1959, después de haber colapsado a mitad de una clase, donde le diagnosticaron el tumor cerebral que lo impulsaría a acelerar su producción literaria.
Malchicks y devotchkas
En 1961, dispuesto a terminar La naranja mecánica, viajó con su esposa Lynne a la Rusia soviética para pasar el verano. Fue ahí donde Burgess conoció a los stilyagi, los grupos de jóvenes rusos que, rebelándose contra la policía, destruían todo a su paso. Su violencia caótica le recordó la de los hooligans británicos y ese encuentro le dio la clave para resolver el problema del slang: si la jerga contemporánea se hacía obsoleta de forma casi inmediata, entonces el lenguaje del libro no podía recaer sobre ella.
Burgess, entonces, decidió crear su propio argot y situar su libro en un futuro cercano pero incierto. El nuevo lenguaje llevaría el nombre de nadsat y estaría conformado principalmente por palabras tomadas del ruso, similares a la jerga de los stilyagi y los hooligans.
Sobre su creación escribe Burgess: “Me pareció que sería una buena idea crear una clase de joven hooligan que hablara un argot compuesto por los dos lenguajes políticos más poderosos del mundo: el [inglés] anglo-americano y el ruso. La ironía de ese estilo radicaría en que nuestro héroe-narrador sería totalmente apolítico”. Así, comenzaba a perfilarse uno de los protagonistas y de los lenguajes más icónicos de la literatura distópica.
There was me, that is Alex
El libro comienza con nuestro protagonista y sus tres droogs sentados en el Korova Milkbar, un bar de leche con droga, planeando qué hacer con su velada. Lo que seguirá, será un espectáculo de ultraviolencia que dejará aturdidos a los lectores primerizos.
La narración de Alex, plagada de nadsat, tiene un efecto nebuloso en el lector. Mientras que nuestro protagonista nos traduce en ocasiones el significado de algunas de sus palabras, el slang pronto satura la página. Entonces, tenemos la opción de pasar por alto aquellas partes que no entendemos, que a veces son la mayoría, o parar y descifrar lo que Alex intenta comunicarnos. La primera opción supone una lectura extrañísima donde siempre tendremos duda de qué está pasando, pero si nos decidimos por la ruta de la decodificación, pronto nos encontraremos sumidos en el mundo de ultraviolencia de Alex. Conoceremos sus crímenes en toda su terrible extensión, pero para ese momento será demasiado tarde.
Alex, por más horribles que sean sus acciones, es un protagonista carismático y, a veces, incluso entrañable. Esto se debe a que Burgess lo ha dotado con, como él las llama, “las tres características que consideramos como atributos esenciales del hombre” estas son: su regocijo por expresarse con un lenguaje articulado y su inventiva lingüística; su amor por la belleza ejemplificado por su devoción a la música de Ludwig van, como llama cariñosamente a Beethoven y, por último, su capacidad para ejercer violencia.
Estas características de su personalidad lo convierten en un personaje complejo que, aunque decide constantemente cometer actos brutales, así como otros protagonistas más convencionales eligen la paz o la bondad, no se define completamente por ellos. David Sisk en Transformaciones del del lenguaje en las distopías modernas incluso afirma que “El lector que no suelte La naranja mecánica (por repulsión o asombro) después de haber leído las primeras páginas, generalmente llegará a simpatizar con Alex aún a pesar de sentirse culpable por demostrar afecto por un personaje tan perverso […] nuestra simpatía por él surge de nuestra admiración por su creatividad”.
Burgess no trata de ocultar la naturaleza de su protagonista. Y, más allá del velo del nadsat, no minimiza sus crímenes. Alex es un asesino, un ladrón y un violador que disfruta de ejercer violencia cada vez que una oportunidad para hacerlo se le presenta; simboliza a aquel que, teniendo la opción de decidir entre hacer el bien o el mal, escoge el mal sin remordimientos.
Así que cuando es traicionado por sus amigos y encarcelado, sabemos que merece cada uno de los años que se le han otorgado de sentencia. Pero, aun así, pese a saber que lo merece, no podemos evitar simpatizar con él y lamentar su suerte cuando es sometido a la técnica Ludovico. Sabemos, después de haber leído la primera parte de la novela, que un criminal como Alex no debería estar suelto sin alguna clase de rehabilitación, pero no podemos evitar lamentar que pierda dos de las tres cosas que lo conforman: su capacidad para la brutalidad y la música de Ludwig van.
A real horrorshow
Inspirado por 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y We de Yevgueni Zamiatin, La naranja mecánica respondía a las preocupaciones de Burgess por el trabajo de B.F. Skinner y otros conductistas de la época, cuyas teorías sobre el condicionamiento de la conducta chocaban con las creencias sobre el libre albedrío y la importancia de la libertad que mantenía el escritor. Además, le alarmaba que las herramientas para modificar la conducta de las personas fueran accesibles para el gobierno quienes, creía él, no dudarían en abusar de ese poder para producir ciudadanos obedientes sin capacidad de decisión propia.
De esa manera, la epopeya de Alex, dispuesta en tres partes, cada una de siete capítulos, mostraba cómo, en palabras de su autor, “es mejor ser malo por voluntad propia que bueno por medio de un lavado mental”. Burgess dotó a su protagonista de cualidades que él mismo tenía, entre ellas, su amor por el lenguaje y por la música de Beethoven y lo hizo cometer, entre sus múltiples horrores, un reflejo de un crimen vivido por su esposa en plena guerra, cuando una pandilla de soldados estadounidenses la atacaron, golpearon brutalmente y violaron. Lynne nunca se recuperó y cayó en un alcoholismo que la llevó a su muerte por cirrosis en 1968. Así, en Alex estaban concentradas aquellas cosas que Burgess más amaba y aquello que más lamentaba.
Cuando el gobierno regresa a Alex a la normalidad, después de haber sido encerrado por una de sus antiguas víctimas en un departamento con la música de Beethoven a todo volumen, llevándolo a lanzarse por la ventana en un intento por escapar de lo que antes había sido su mayor placer, Burgess le da la opción de decidir dejar su vida de pandillero atrás.
En el capítulo veintiuno, faltante en las ediciones estadounidenses de la obra, según Burgess por una petición de su editor y según su editor, una decisión estilística de ambos, después de encontrarse con su antiguo amigo y droog, Pete, Alex decide dejar atrás sus días de ultraviolencia y empieza a fantasear con enamorarse, casarse y formar una familia. De esta manera, Burgess parece decir que Alex siempre pudo haber vivido de otra forma, no gracias a una rehabilitación artificial, sino a su propia libertad. Y ahora, por pura elección, podía dejar atrás su vida de horrores crímenes con tanta facilidad como antes había decidido optar por la violencia.
I was cured, all right
Burgess tuvo una relación de amor-odio con La naranja mecánica desde el momento en el que Kubrick hizo su adaptación, hasta el final de sus días. Ya antes de Kubrick, Andy Warhol había hecho una versión, titulada Vinyl, poco apegada a la novela que no había captado mucha atención y los Rolling Stones se habían mostrado interesados por personificar a la banda de droogs en una versión de bajo presupuesto que ellos financiarían. Aunque esa película nunca pudo ser concretada, Burgess no era ajeno a que aparecieran propuestas para adaptar las aventuras de Alex.
Pero todo cambió cuando Kubrick comenzó a trabajar en su propia versión de La naranja mecánica. Burgess, preocupado por la adaptación que el cineasta había hecho de Lolita de Nabokov, temía que al trasladar su novela a la pantalla grande, se perdieran los aspectos más importantes del libro.
Así, ansioso y preocupado, llegó al momento del estreno sin imaginarse que la película marcaría un antes y un después radical en su carrera como escritor y que lo impulsaría a la fama. Una fama que, afirmaba en entrevistas, hubiera deseado que llegara por cualquier otro de sus libros.
Mientras que después del revuelo que causó la película, fue Burgess quien salió a defenderla y con ella a su novela, pues Kubrick se rehusaba a dar entrevistas al respecto, cada vez que escribía sobre ella decía que no era su mejor obra y hablaba de lo mucho que le pesaba que ese fuera su libro más conocido.
Parte de su malestar hacia la popularidad de su obra tuvo que ver con las ganancias astronómicas que recaudó la producción, cuando a él le habían pagado muy poco por los derechos, la omisión del capítulo final del libro y la violencia explícita mostrada en pantalla. En la adaptación, la historia termina con Alex en el hospital curado y listo para regresar a su vida de violencia. Sin el final apropiado, decía Burgess, la obra no estaba completa porque el protagonista no cambiaba ni crecía.
Le había disgustado, también, que la prensa lo acusara de crear obras que glorificaran la violencia, pues le parecía que las escenas explícitas hacían que el mensaje sobre el libre albedrío terminara perdiéndose. Por último, algunos de sus biógrafos especulan que le molestaba que la obra se conociera como La naranja mecánica de Stanley Kubrick, dejando de lado su nombre por completo1.
Aun así, nunca se rehusó a hablar de ella y por más que le molestara la popularidad de la adaptación, la halagaba constantemente y quizás en el fondo sabía que pocos directores habrían podido haber hecho un trabajo tan bueno como el de Kubrick. Ahora, a 60 años de la publicación de la novela y 50 del estreno de la película, ambas obras se han entretejido tanto que es imposible imaginar un universo en el que exista solo una de ellas. Burlona, ultraviolenta y profundamente distópica, La naranja mecánica se mantiene como una de las mejores obras del siglo XX.
Referencias
- Burgess, Anthony, A clockwork orange, W. W. Norton and Company, 1972.
- ——————————————— “The Clockwork Condition”, The New Yorker, https://www.newyorker.com/magazine/2012/06/04/the-clockwork-condition.
- ———————————————, 1985, Hutchinson and Co., 1978.
- Sisk, David, Transformations of Language in Modern Dystopias, Praeger, 1997.
- The International Anthony Burgess Foundation, “The Clockwork Collection: Utopia, Dystopia, Walden Two”, “A Brief Life” y “A Clockwork Orange on film”, https://www.anthonyburgess.org
Documentales
- Leigh, Alexander, In Their Own Words: British Novelists. The Age of Anxiety (1945-1969), BBC, 2010.
- Thompson, David, The Burgess Variations, BBC, 1991