Uchronic Dick: The Man in The High Castle
Aquí está una vez más…
Le han quitado la máscara a este superhombre,
mostrándolo como es.
Sólo… un…
La langosta se ha posado, Hawthorne Abdensen
Cierto día de principios de 1961, Philip K. Dick recibió una caja con libros en su casa de Point Reyes Station, en el condado de Marin, California. La enviaba su editor y dentro estaban las cinco novelas mainstream que Phil había escrito en los últimos dos años, acompañadas de otras seis de su juventud en Berkeley, cada una rechazada por todas las casas editoriales de Nueva York. Este momento fue el punto de fuga en su carrera como escritor de ciencia ficción: Dick siempre quiso crear «novelas literarias» para el «gran público», inteligente y culto, consumidor de «alta literatura». Conocía de memoria la teoría de Carl Gustav Jung, estaba obsesionado con el I Ching y el Bardo Thodol, consultaba el oráculo todas las mañanas. Únicamente consumía anfetaminas prescritas, en exceso, y nada más. Llevaba una vida familiar. Criaba ovejas.
Antes de la aparición de The Man in The High Castle en 1962, Philip K. Dick ya había publicado poco más de ochenta relatos cortos en pulps de la época y cuando menos seis o siete novelas de ciencia ficción. Por entonces estaba casado con Anne Rubenstein, extraordinaria artesana joyera, viuda del poeta Richard Rubenstein y mamá de Hatte, Jane y Tandy; acababa de nacer Laura, la primera hija de Phil. Según Emannuel Carrère, para comenzar a escribir su nueva novela, Dick consultó el I Ching, un libro oracular de sabiduría milenaria china que, a partir de sesenta y cuatro hexagramas, constituye un tratado que representa la exacta dosificación de dos principios complementarios: ying / yang en perfecto equilibrio con el Tao, justo en el momento de consultarlo. De modo que hay dos maneras de practicar el I Ching: una es como compendio de sabiduría; la otra, como manual de adivinación.
En su consulta al oráculo obtuvo el hexagrama 55. Feng (豐): la plenitud. Y Philip K. Dick decidió mudarse a Inverness y comenzó a escribir The Man in The High Castle en una Underwood de 1936 que le costó diez dólares —casi de utilería—, entre su cabaña en West Marin y el taller de joyería de su esposa, en Point Reyes Station, de enorme importancia para su nueva historia de ciencia ficción. Sí, porque la idea que Dick tomara de Bring the Jubilee (1953), una novela que él mismo recomendaba y que escribió Ward Moore, no es sino una historia alternativa que pertenece al género de la scifi: los Estados Confederados vencen en la batalla de Gettysburg y firman su independencia luego de la rendición de Estados Unidos. El Sur gana la guerra de Secesión.
Ucronía en estado puro: un punto de divergencia en alguna secuencia de hechos históricos conocidos, cuya realidad alternativa generalmente invierte las relaciones y estructuras sociales del presente. En The Man in The High Castle, Philip K. Dick introduce una variable por lo menos polémica hasta entonces en el gigantesco imperio del «What if…»: ¿qué pasaría si los Aliados hubieran perdido la Segunda Guerra Mundial? ¿Cómo sería un mundo gobernado por nazis y japoneses? ¿Viviríamos mejor? ¿Diferente? En la novela de Dick, Europa, África y el este de los Estados Unidos, hasta las Montañas Rocosas, quedan bajo el dominio del Reich y Martin Bormann, heredero del primer Führer; en cambio, Asia, el Pacífico y el oeste de Estados Unidos pertenecen al Imperio Japonés, por lo tanto en California, escenario primordial de la historia, la influencia de la cultura oriental resulta fundamental para la trama.
Phil trabajaba entre nueve y diez horas diarias en Inverness y luego volvía al taller de Anne, donde manipulaba las herramientas, reconocía los materiales y también creaba objetos de platería. Uno de ellos, manufacturado junto a su esposa, conectaba a casi todos los personajes importantes de su novela: pasaba de las manos de Robert Childan, vendedor de artesanías americanas, al matrimonio de los Kasoura y luego a Nobosuke Tagomi, burócrata del Imperio, todos ellos influidos así por el Tao que Frank Frink, judío refugiado y artesano joyero, había inoculado en un pequeño triángulo de plata. En The Man in The High Castle, el californiano promedio consulta el oráculo antes de salir de casa, y cada uno experimenta a su manera los elementos propios de esta historia alternativa de ciencia ficción.
La ucronía de Philip K. Dick presenta así una aldea global desconocida, donde la identidad y modus vivendi estadounidenses naufragan entre el influjo del I Ching, el taoísmo y el recalcitrante racismo de la doctrina nazi. Cautivado por la historia, Dick incluyó toda una intriga política que gira en torno a militares japoneses retirados y políticos arios insaciables de poder, misma que influyó de manera notable en la serie homónima que produjo Ridley Scott en 2015 para Amazon Prime Video. Diferencias narrativas aparte, Phil terminó de escribir The Man in The High Castle a finales del verano de 1961 y lo dedicó a su esposa: “A Anne, mi mujer, sin cuyo silencio este libro nunca se hubiera escrito”.
La historia de Dick, no obstante, también presenta un punto de inflexión muy destacado. Juliana Frink, antigua pareja de Frank Frink, descubre la Verdad Interior velada en un blockbuster muy popular y polémico en la Costa del Pacífico, censurado en el Este por el Reich. The Grasshopper Lies Heavy, traducida al español como La langosta se ha posado, es una novela de Hawthorne Abdensen en donde las potencias del Eje pierden la guerra y E.E.U.U. resulta la cultura dominante en Occidente. En su obra posterior, particularmente en Valis de 1981, Philip K. Dick presenta un narrador que es, a su vez, un álter ego originado en gran medida por su personalidad excéntrica y una paranoia apenas anterior al delirium tremens: Amacaballo Fat, en ese sentido, bien podría ser la identidad última de Hawthorne Abdensen, ambos, desde luego, imagen especular de un Philip K. Dick psicótico y dislocado.
Como Abdensen en The Grasshopper Lies Heavy, Dick delimita tiempo y espacio de la trama, características de los personajes, escenarios y hasta estructura argumental de The Man in The High Castle mediante el oráculo del I Ching. Reconocida tanto por críticos como por biógrafos como la primera de las obras dickianas —o phildickianas, como también se le reconoce entre el fandom—, esta novela de Philip K. Dick presenta el retrato de una lectora ideal: en esa realidad alternativa, la única que lee con atención La langosta se ha posado, y lleva su lectura hasta la última exégesis, es Juliana Frink. Ella no considera que Hawthorne ha escrito una novela de ciencia ficción, sino que contaba la realidad: “¿Qué había querido decir Abdensen? Nada acerca del mundo imaginario que él describía. ¿Y era ella, Juliana, ¿la única persona que se había dado cuenta? Sí, casi podía asegurarlo. Ningún otro había entendido realmente La langosta; todos creían haber entendido”.
Hawthorne Abdensen les hablaba del mundo en que vivían y quería que viesen cómo era en realidad. Juliana Frink lo sabía y con ese argumento busca al escritor de ciencia ficción en El Castillo, su residencia, desde donde escribe prácticamente en una fortaleza, rodeado de armas, en lo alto de una colina. De ahí el mote de «El Hombre en el Castillo», traducción al español de The Man in The High Castle. Una vez ahí, Abdensen le confiesa a Juliana que ha escrito La langosta se ha posado párrafo a párrafo en miles de consultas al oráculo, a partir de los sesenta y cuatro hexagramas: período histórico, tema, caracteres, argumento. El I Ching, además, le había anticipado a Hawthorne Abdensen el primer gran éxito de su carrera literaria con el libro que le estaba dictando.
Es ella, y no Hawthorne, quien consulta la pregunta fundamental con el I Ching: “Oráculo —dijo Juliana—, ¿por qué escribiste La langosta se ha posado? ¿Qué quisiste que supiéramos?”. Frink tira las monedas, Abdensen traza las líneas: Sun arriba, Tui abajo, Vacío en el centro. Hexagrama 61. Chung Fu (中孚): la Verdad Interior. Y Juliana Frink descubre, por fin, la realidad: Alemania y Japón perdieron la guerra, tal como en ese libro alternativo e inédito que habían imaginado Robert Childan y Freiherr Hugo Reiss, cónsul del Reich en San Francisco; raro como The Grasshopper Lies Heavy, publicado en Omaha, Nebraska, y firmado por un tal Hawthorne Abdensen. Curioso porque su propio autor ignoraba —acaso desdeñaba, también— esa verdad última que revelaba el Libro de las Mutaciones o I Ching.
Con The Man in The High Castle, Philip K. Dick obtuvo en 1963 un Hugo Award, el galardón más importante en la scifi norteamericana. Mientras que casi todas sus «novelas literarias», mainstream, permanecieron inéditas hasta después de su muerte en 1982, seguramente Phil, como sugiere Carrère, pasó muchos momentos de su vida consultando el oráculo y preguntándose si en las últimas páginas de The Grasshopper Lies Heavy, por pura casualidad, Hawthorne Abdensen hablaba de él y ahí leer, por fin, cómo su Otro se las había arreglado. O tal vez no…