Tierra Adentro
Fotografía cortesía de la autora
Fotografía cortesía de la autora

8 de marzo, año electoral.

¿Cómo comenzar a hablar de las necesidades de un país con más de 3000 asesinadas en un año? ¿Cómo empezar a escribir sobre el dolor, el miedo, la impotencia y el cansancio de existir siendo mujer en un lugar así? ¿Cómo pensar en la taza de impunidad del 95% de los agresores, sin perder la esperanza? Hoy, mientras me preparo para asistir a la marcha del 8M pienso en eso; pero también en la resistencia, en la rebeldía de la ternura ante la barbarie, en la necesidad de visibilizar nuestras exigencias y en el hartazgo de vivir con miedo.

Fotografía cortesía de la autora
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Muchas de mis amigas no asistieron a la marcha del año pasado. Se trató de un tipo de cansancio muy particular: el de la falta de esperanza ante la violencia del país, el de la sensación de estar abrumadas y en riesgo de tornarnos apáticas. Sabíamos que estábamos hartas, que seguíamos hartas; de la violencia y la desigualdad. Sabíamos que el horror poco había cambiado tras años de alzar la voz. Habíamos leído teoría feminista; protestado en movilizaciones grandes y pequeñas. Habíamos escrito crónicas, ensayos, cuentos y poemas; entrevistado a distintas personas; creado y participado en muchos proyectos. Habíamos cuestionado, incluso, a nuestros amigos… Pero siempre parecía haber más violencia esperándonos a la vuelta de la esquina. Invariablemente parecía haber más feminicidios, más agresores impunes, más machismo, más desinformación, más criminalización; como una pila interminable de mierda. Nos cansamos, y luego nos sentimos culpables por nuestro cansancio. Pensamos que por más que alzáramos la voz, el horror persistía. Pensamos, si de verdad servía de algo marchar en un país donde solo el 25% de los asesinatos de mujeres se reportan como feminicidios; en un lugar donde las niñas no están seguras ni en sus salones de clases o en sus casas; si de verdad importaba marchar en un México que recorta la cifras de desaparecidas, solo por un capricho; donde la gente se queja más por los disturbios de la marcha que por las cifras de feminicidios anuales, donde es más escandaloso decir “cuerpa” o pluralizar en femenino que hablar de las asesinadas del día.

Me reúno con Donají y un grupo de escritoras en la Fundación para las Letras Mexicanas, para marchar a su lado. Somos solo siete, pero bromeamos con la idea de decir que somos una colectiva. Hacemos carteles, hablamos de ser mujeres en una industria de hombres, hablamos de nuestros proyectos de escritura y nuestras esperanzas de lograr una carrera en este medio; no quiero decir que me siento cansada y que este año casi no marcho, no quiero decir que cuando pienso en el 8M pienso en si de verdad sigue valiendo la pena salir a marchar. En lugar de eso les pregunto por qué marchan. Hablan de sentirse hartas, de sentirse libres de salir a marchar ahora que estamos juntas, del deseo de que todo cambie, de honrar a quienes salieron a defender y luchar por los derechos que ahora damos por hecho.

Salimos hacia el Monumento a la Revolución y llegamos a la Glorieta de las Mujeres que Luchan, a tiempo para escuchar la última parte del discurso de un grupo de madres buscadoras. Me dan ganas de llorar; leo el tendedero que está puesto en la glorieta; escuchamos historias de lucha contra la impunidad, de cansancio y de rabia. La sesión termina con una promesa a voces de no parar hasta encontrar a todas, todos y todxs los que faltan.

Fotografía cortesía de la autora
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Cuando por fin llegamos al Monumento a la Revolución, nos unimos a una colectiva, y vemos pasar todo tipo de pancartas, flores gigantes, lonas y cruces rosas. El día promete ser caluroso, con un cielo casi despejado y un viento que sopla poco; las jacarandas ya han empezado a florecer. Me doy cuenta de que dejé la gorra en casa. Vemos más tendederos, más historias de violencia, más nombres y rostros de agresores. Podría ser abrumador, podría ser trágico, pero nadie está triste, se siente un ambiente de tensión y fiesta al mismo tiempo: el momento antes del estruendo.

Comienza la marcha. Avanzamos hasta llenar la calle y a nuestro alrededor solo estamos nosotras, todas nosotras. Somos voces que gritan, tambores que resuenan, miles y miles de pasos que suenan como lluvia en el asfalto, somos pancartas, cruces, dibujos y paraguas llenos de flores; somos vestidos de quince años de color morado; somos sandalias, tenis, tacones, botas; vestidos, pantalones, shorts y faldas; torsos descubiertos; tatuajes; y cabello, con capuchas negras y rosas. Sobre todo: somos rabia. La primera vez que nos tocaron sin nuestro permiso, las miradas lascivas en nuestro cuerpo; la violencia infligida por alguien que nos amaba; el miedo de caminar solas, cuando nos siguieron de regreso a casa; los horrores vividos en la escuela; esa vez que no nos creyeron; el dolor de no volver a ver a una hermana, una amiga o una hija. Somos kilómetros recorridos en busca de alguien que un día se esfumó sin dejar rastro, la revictimización del proceso de denuncia, el dolor de la impunidad; somos el enemigo público número uno de este sexenio; nuestras opiniones rechazadas; nuestros cuerpos inertes. Somos rabia, somos resistencia y somos amor radical, todo eso extendido a lo largo de cuadras y cuadras de ciudad.

Dejo de pensar en mi cansancio. Donají me dice que quiere llorar tras leer algunos carteles. Este año, más que los anteriores, hay pancartas con denuncias, se nombran víctimas y victimarios y poco a poco me voy dando cuenta de que algo más está sucediendo: la ciudad entera se convierte en un tendedero. Todos los muros, todas las vallas están siendo forradas por hojas y hojas de denuncias, pintas con nombres, carteles de: se busca.

Fotografía cortesía de la autora
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Gritamos consignas, saltamos, festejamos. Me arde la cara por el sol. La policía nos rodea por todos lados, hay calles donde su presencia es opresiva, pero está la Brigada Marabunta; colectivas y organizaciones como esta, acuerpan, y hay pocos conflictos. Y así, poco a poco, nos abrimos paso hacia el Zócalo. Entramos por Cinco de Mayo, pues han bloqueado Madero con más vallas y la cosa se siente claustrofóbica. Las han puesto ambos lados de la calle. Cuando el bloque negro pasa, las golpea con martillos y el sonido resuena por toda la avenida.

Llegamos al Zócalo. No hay bandera en el asta: montamos la nuestra. Los edificios también están protegidos por vallas: las convertimos en tendederos. Llenamos la plancha del Zócalo y los contingentes siguen llegando. Estamos en todos lados. Conversamos, reímos, lloramos.

Fotografía cortesía de la autora
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Termina la marcha, al menos para nosotras, porque seguirá a lo largo del día. Habrá quemas y enfrentamientos con la policía. Gas pimienta y una bandera para reemplazar la que nos negaron. Vendrán más colectivas, habrá más gritos, más muestras de protesta.

La pequeña, y recién formada colectiva de escritoras, vamos a comer. Caminamos, cansadas y ahora calladas, por las calles del Centro, mientras a nuestro alrededor se siguen escuchando las voces de la marcha. Puedo ver el humo morado de las bengalas y el sonido de los tambores. Nos movemos del Zócalo y vamos a la calle de Regina para evitar las muchedumbres y asegurar una mesa donde podamos comer. Comemos, todavía en silencio, rodeadas de otras asistentes de la marcha, con pañuelos morados y verdes. Siento que sigo ahí, los oídos me resuenan todavía con nuestras voces gritando al unísono. La ciudad está llena de mujeres.

Se pone el sol. Antes de irme a casa acepto ir por una cerveza a una cantina cercana, y a mi alrededor la ciudad parece transformada. Por milésima vez en el día me dan ganas de llorar, porque es de noche y la calle está llena de mujeres. Me doy cuenta de que no tengo miedo. Así podría ser siempre; no, así debería ser siempre. La cantina está llena. Una colectiva entera está ahí y cantan y gritan y se ríen y bailan y todo se siente en su lugar, como si no hubiera nada en el mundo que pudiera tocarnos, nadie que pudiera asustarnos, o siquiera que desee hacerlo.

Vuelvo a casa. Aviso que llegué bien. Le pido a Donají que haga lo mismo. El encanto terminó.

Acostada en la cama, pienso en mi cansancio, en el de mis amigas, en el dolor conjunto ante la violencia de nuestro país. En que sí, el feminismo no es perfecto, tiene carencias, y que un conjunto de teorías no va a cambiar al mundo: esa es nuestra responsabilidad. Hace unos minutos que ya no es 8M y sigue siendo necesario salir a marchar. Marchar con el corazón roto y con impotencia, marchar para visibilizarnos, para gritar con fuerza. Marchar porque esta no es una carrera de velocidad, sino de resistencia, y hay mucho trabajo por hacer.

Fotografía cortesía de la autora
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