Tierra Adentro

Demetri Martin dice que todos los magos son blancos. Según él, no hay magos negros debido al racismo: imagínense a un mago blanco desapareciendo un coche y a un auditorio sorprendido asegurando que vieron magia; pero si un mago negro hace algo desaparecer, todos gritarían: «¡Hey, deténganlo»”.[1] Baste recordar que no es lo mismo la magia blanca que la magia negra. Ciertas palabras, colores, razas tienen características impuestas culturalmente por las que muchas veces ya ni nos preguntamos.

Me llama la atención el racismo estadounidense porque está anclado al tema de lo políticamente correcto y, cuando éste se lleva al extremo, pareciera que estamos frente a un tipo sutil de censura. Si bien esta cultura es el resultado de la suma de casi todas las culturas del planeta, también es un lugar donde casi todas han sido discriminadas, lo cual es un tema político tanto como de comedia. Por ejemplo, Family Guy es una serie animada cuyo humor se construye en torno a chistes políticamente incorrectos. En general esos chistes suelen dar risa siempre, hasta que uno se siente aludido. ¿Qué es lo que nos ofende? ¿Qué nos hace reír? ¿Cuál es el límite entre lo que detona nuestra risa y lo que nos lastima?

En psicología, el humor (en forma de ironía y sarcasmo) es uno de los mecanismos de defensa maduros frente a los problemas. Es una manera de sublimar un impulso ante un evento intenso, de tal manera que uno pueda seguir en equilibrio.

El humor tiene la posibilidad de poner en jaque un tema, un personaje, una situación; de conmover sin tocar, sin que se note el paso de un sentimiento a otro: de la risa al llanto, del enojo a la reflexión, del miedo al entendimiento. ¿Será que el humor políticamente incorrecto busca ofender solamente o provocar para generar un momento de reflexión? Es como la Ley Cunningham,[2] según la cual, por ejemplo, la mejor forma de obtener una respuesta en internet no es haciendo una pregunta sino publicando la respuesta equivocada. Esto desata que muchos quieran dar su punto de vista o corregir el error, se da lugar a una discusión pedida veladamente sobre cierto tema y la respuesta es mucho más rica.

En una clase de video en La Esmeralda, un compañero hizo un collage para demostrar cómo el sufrimiento ajeno causa risa. Empezó con bloopers de pequeños resbalones, pasó a otros en patineta o bici que se lastiman y algunos se ríen. Los videos fueron subiendo de tono hasta llegar al suicidio de un congresista norteamericano frente a un auditorio y grabación televisada en vivo (en su momento). Aunque nos reíamos al principio, al final todos estábamos en silencio y con ganas de vomitar, enojados otros y sólo el maestro rompió el silencio y dijo: «Joao, cuando vayas a presentarnos un video de alguien suicidándose, por favor avísanos antes para saber si queremos o no empezar así el día». La clase era a las 8 am.

Este último nivel de violencia suele ser censurado. Queda claro que ver a alguien morir o matarse está del otro lado de algún límite invisible. Recuerdo que el video anterior a ese era el de un niño con sobrepeso que se sube a un juego mecánico con su madre y grita desconsolado que lo apaguen mientras su madre se ríe de él, pensando que le da mucho miedo el juego. En realidad, el chaleco-cinturón de seguridad no se había atorado bien y, a diferencia del resto de pasajeros del juego, el niño estaba siendo lanzado y luego tirado a caída libre sin mayor protección que la fuerza de sus brazos para detenerse. La madre se reía debido a su ignorancia ante la situación, nosotros como espectadores podemos decidir si reír o no, pero nunca será la misma risa que la de la madre: nosotros sabemos que el niño grita porque cree que va a morir y en su realidad y en ese momento, es posible que caiga y muera.

El miedo ajeno suele ser gracioso, sobre todo si sabes que no hubo consecuencias letales; con todo, para muchos ahí se dibuja un límite debido a la empatía con el dolor ajeno que hace imposible que lo encontremos chistoso. Ese video escolar de Joao marcaba muy bien esa pauta, era un termómetro para ver dónde comienza esa empatía hacia el otro, así como en qué momentos la empatía se diluye y el otro se vuelve un objeto de comedia, de entretenimiento.

Como forma de límite, lo políticamente correcto censura por respeto al otro. Para vivir en armonía, como pasa con el amor, el respeto debe ser recíproco. Si no hay respeto mutuo jamás habrá tolerancia. Hay límites y no son otros que ese lugar casi común de que tu libertad acaba donde empiezan los derechos de los demás. En el caso de la libertad de expresión se teme el poder de la palabra, de su capacidad de mover masas, de invitar a dañar a otros, de su fuerza para conmover inesperadamente, para denunciar o para construir algo nuevo.

La censura no se hace esperar cuando quien habla no hace cumplidos al sistema imperante. De ahí que la imagen también sea vehículo de discursos y un arma poderosa que haga sentir intimidado al aludido. Una imagen puede destruir vidas, como en Las reputaciones de Juan Gabriel Vázquez, cuyo protagonista, Javier Mallarino, es un dibujante que durante parte de su vida adulta se dedica a hacer cartones políticos, y a través de uno cambia la vida de un político colombiano, luego de una niña que está de visita incidentalmente en su casa una noche y pronto causa el suicidio del primero.

El miedo hace que el discurso que se quiere transmitir sea velado. Que un doble sentido acoja y esconda uno mayor. Los niveles de lectura harán justicia. Por eso la literalidad limita la capacidad de hacer brillar un sentido (dándole múltiples) y la magnitud de la interpretación. En la novela citada, Mallarino asegura que no hay nada mejor que un humillador que se vuelve el humillado; se reconoce a sí mismo como un francotirador de reputaciones ajenas. El caricaturista se vio obligado a vivir escondido entre la maleza, disparar como lo hacen los verdaderos francotiradores, mirando y cazando desde lo alto de un edificio, lejos de los ojos que lo miren de vuelta. Una imagen conmueve o decide callar por diferentes razones. Para Mallarino, imaginar es recordar el futuro. Si bien no tiene control sobre el pasado, puede prever claramente lo que está por venir:

¿No era eso lo que hacía cada vez que dibujaba una caricatura? Imaginaba una escena, imaginaba a un personaje, le asignaba unos rasgos, redactaba en su mente un epigrama que fuera como un aguijón forrado de miel, y luego de hacer eso tenía que recordarlo para poderlo dibujar: nada de eso existía en el momento de sentarse frente a su mesa de trabajo y sin embargo Mallarino era capaz de recordarlo, tenía que recordarlo para ponerlo en el papel. Es muy pobre la memoria que solo funciona hacia atrás.[3]

En este sentido, dibujar no es tan diferente de soñar. Pasa a veces que la imaginación es callada a la fuerza; la censura es silencio impuesto. Y para que sigan existiendo esos espacios soñados primero se requiere un mundo donde haya libertad de expresión.

 

 

 


 

[1] Demetri Martin, Demetri Martin Live (*at the time), Netflix, 2015.
[2] Explicada por Pictogram: https://pbs.twimg.com/tweet_video/CPJVHdaWUAETnwh.mp4
[3] Juan Gabriel Vázquez, Las reputaciones, México, Alfaguara, 2013, pp. 137-138.


Autores
(Morelia, 1984) Es gestora cultural, ilustradora, editora y escritora. Coordina el diplomado Casa: Ilustración Narrativa de la UNAM. Forma parte del comité organizador de El Ilustradero y del Catálogo Iberoamérica Ilustra. Es socia de Oink Ediciones y del estudio Cuarto para las Tres.