La tristeza de pensar
Ciertamente no es una discusión nueva aquella que asocia el pensamiento con el origen de la tristeza. Acaso lo que haya cambiado de esa discusión sean los argumentos. ¿De dónde proviene la sensación de que pensar es triste? En nuestra tradición, quiero decir la de Occidente, la teoría de los humores, cuyo origen sospechamos pero no conocemos de cierto, es la primera explicación, no moral y por tanto, tampoco religiosa, que se dio de la tristeza.
Desde Hipócrates se hizo notable que la teoría de los humores, que él mismo asentó, empataba, digamos, un macrocosmos con un microcosmos: a los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales, las cuatro condiciones climáticas más frecuentes, las cuatro estaciones las complementaban los cuatro órganos, cuatro líquidos corporales (sangre, pituita o flema, atrabilis o bilis negra, y bilis amarilla), por tanto, cuatro caracteres y cuatro enfermedades del comportamiento. Así, todo parecía ordenado de un modo coherente, y la enfermedad se manifestaba como una sobreabundancia, desajuste o desequilibro de estos elementos.
A partir de este esquema, —que como se puede notar es una interpretación de la naturaleza que tiene consecuencias directas en la visión del cuerpo humano—, se elaboró no sólo una etiología (puramente fisiológica) de las enfermedades mentales, sino también su correspondiente terapéutica, que se basaba en general en restablecer los humores a su equilibrio primigenio. El estado de tristeza crónica en aquella época se llamaba melancolía, que designaba a una sustancia espesa y corrosiva preponderante en el enfermo y que se diagnosticaba “cuando el temor y la tristeza persisten durante mucho tiempo”.[1] Por lo demás, como mencioné, las causas de esta enfermedad estaban vinculadas al ambiente, la dieta, el ejercicio y el reposo. Se era triste por un desorden fisiológico: Werner Jagger demostró, creo que ampliamente,[2] que la medicina helénica era una educación en la que el paciente aprendía a cuidar él mismo su cuerpo según una terapia y un tratamiento dirigido a causas puramente somáticas. ¿Qué se hacía cuando el enfermo no estaba en condiciones de tratarse? Se recurría a las purgas, se le hacía comer eléboro, mandrágora, etcétera.
Durante mucho tiempo el esquema hipocrático de los humores pasó indemne por muchos médicos de la Antigüedad (Celso, Sorano de Éfeso, Areteo de Capadoccia, Galeno),[3] hasta que la distinción entre el melancólico que necesitaba de una intervención enérgica y no estaba en condiciones de recibir instrucciones, y aquel que podía apelar a su juicio, comenzó a representar una distinción de fondo sobre la causa de la tristeza. Un matiz muy importante: Constantino el Africano comenzó a relacionar la causa de la melancolía con el tipo de vida que se llevaba,[4] quizás influido por Aristóteles (o Teofrasto) que habían tratado en su Problemata (XXX, I) el asunto de que “todos los hombres de excepción”, en la filosofía, la poesía o las artes, “son por lo visto melancólicos”.[5] Aquí es donde viene lo interesante. Constantino el Africano era un árabe converso; tomó los hábitos y estuvo recluido en la abadía benedictina de Montecasino. En su libro sobre la melancolía afirma que esta enfermedad afecta principalmente a los religiosos y a los solitarios por sus estudios eruditos, por la fatiga del intelecto. Así, quizás, comienza el prolongado devenir de la asociación que abate, según se cree, a muchos intelectuales. A esto, sin embargo, se agrega una noción más antigua, la de la acedia, que no podía ser una enfermedad como la melancolía, por ser una suerte de pecado de tristeza cristiano al desesperar por la salvación, pero que preocupa a los primeros padres de la Iglesia, como a Juan Casiano. La acedia era el padecimiento moral de la desesperación del enclaustramiento. Es decir que ya teníamos dos nociones asociadas con el origen de la tristeza: la soledad y la actividad intelectual. De alguna manera, ambas nociones se unirían en el Renacimiento.
Dos autores en particular se encargaron de heredar a Occidente una idea tan singular como el vínculo entre conciencia y tristeza (una discusión que sigue vigente hasta nuestros días, al menos como motivo poético). Marsilio Ficino sostuvo, ahora sí con toda la explicación, que la melancolía era el privilegio del poeta y quizá, más específicamente, del filósofo.[6] De hecho, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, en su Dürers ‘Melencolia I’, hablan ampliamente del libro de Ficino De vita, pródigo en cómo sacarle ventaja a la triste condición, sí, de ser triste y aprovechar la influencia de ese estado para convertirla en inspiración.
Curiosamente, el Renacimiento se encargó de consumar, adoptar, asimilar y transmitir esta idea. Montaigne, desdeñándola, ya reconocía que la tristeza era considerada valiosa entre sus iguales.[7] El caso que quizá más nos sorprenda y sea uno de los casos de tristeza más queridos es la imagen que Robert Burton dibujó sobre la tristeza de pensar en su The Anatomy Melancholy. En el “prefacio satírico” que da inicio al texto, él mismo admite estar enfermo de melancolía; por eso mismo se enfrasca en justificar que él es Democritus junior. Lo importante es que Burton vincula el mito grecolatino con su propia condición melancólica: Demócrito de Abdera era la única persona cuerda y excepcional de su pueblo, y precisamente sus vecinos pensaban que tenía una afección melancólica porque se había alejado, aislado, a las orillas del pueblo para reflexionar. Además de una captatio benevolentiae, en su prefacio Burton quiere explicarnos que se volvió melancólico por una especie de actividad intelectual ininterrumpida, y por haber nacido bajo el símbolo de Saturno.
Robert Burton aprovecha la situación para ofrecerse como un personaje sensible y hacer de su condición melancólica un vicio, sí, pero esplendoroso. En el autorretrato que sitúa al principio de su prefacio, Burton escribió: “Llevé, en la universidad, una vida tranquila, solitaria, sedentaria y apartada”.[8] Sin embargo, Robert Burton quiere salir de su estado y por eso escribe el libro. Resulta muy importante mencionar el consejo que da conclusión a su obra, pues arroja un nuevo matiz, mucho más contundente, al viejo mito del triste intelectual: “Be not solitary, be not idle” [No estéis solitarios, no estéis ociosos]. De nuevo, ambos conflictos se infieren como causas de la tristeza: la soledad y el ocio. La última frase del libro siempre me ha conmovido: Sperati miseri, cavete felices [Ustedes, los infelices, tengan esperanza; ustedes los felices, tengan miedo].[9]
Nada tendría que importarnos todo este transcurso que acabo de hacer si la historia de las ideas no fuera insoslayablemente continua. Uno creería que la teoría de los humores quedaría enterrada luego de las tendencias empiristas de finales del siglo XVII, pero no: siguió vigente con algunos matices. En general la tendencia fue hacia concebir las causas de la melancolía como fenómenos psicosomáticos y, poco a poco, creer que el origen de la melancolía era más moral que fisiológico. Uno de los argumentos que puedo dar, con mayor esperanza de convencer a mi lector, es la definición de la melancolía que dieron los enciclopedistas. El artículo está atribuido a Diderot :
La melancolía es el sentimiento habitual de nuestra imperfección. […] A menudo, es causada por la debilidad del alma y de los órganos: también es efecto de ciertas ideas de perfección que no es posible encontrar ni en sí mismo ni en los otros, ni en los objetos de placer ni en la naturaleza […]. Le Féti la representa como una mujer, joven y amplia de complexión, pero sin ninguna frescura. Está rodeada de libros en desorden, en la mesa tiene globos e instrumentos de matemáticas en total confusión: un perro está encadenado a las patas de su mesa, mientras ella medita profundamente sobre una cabeza de muerto que sostienen entre sus manos.[10]
Los enfermos de lipemanía son esos “confiados en el estudio y la meditación.[11] Además, claro, en el mismo artículo se atribuye la enfermedad todavía, fisiológicamente, a secreciones del bazo y de los jugos gástricos. Otra vez la relación entre un estado de lipemanía y el ejercicio de la lectura, la reflexión y el intelecto sigue asociada a través de imágenes y símbolos. Para abundar en el punto, puedo también añadir una frase famosa de Rousseau, que insinúa la desgracia de la separación reflexiva en lo que concierne a la historia natural: “Si [la naturaleza] nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado reflexivo es un estado contra natura, y que el hombre que medita es un animal depravado”.[12]
No exagero al decir que los ejemplos podrían ser, quizá, demasiados. Para apresurar el punto, no debemos dudar en lanzar una afirmación sobre los siglos posteriores: la imagen de la tristeza de pensar, como ya dije, no hizo más que cambiar de motivos. El siglo XIX se encargó, definitivamente, de ofrecer otras explicaciones a las enfermedades mentales. El concepto de “idea fija”, por ejemplo, tomó forma y una compleja doxografía lo acompañó en su nuevo historial clínico. Sin embargo, el imaginario literario conservaba las claves de ese código lejano que situaba al hombre de las artes entre los caracteres más aciagos. Pensemos tan sólo en el título del poemario más célebre de Paul Verlaine: Poèmes saturniens. Ya entrado el siglo XX, una de las imágenes más poderosas sobre la intranquilidad propia del pensamiento es El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; incluso en los poemas del portugués, de sesgo o profundamente, se extiende una complicación anímica, casi fatalista, de la sensibilidad racional: “pensar es estar enfermo de los ojos”, dice uno de sus seudónimos en el “Guardador de rebaños”; y los famosos versos de “Marina”: “Me duele hasta donde pienso / y el dolor es ya de pensar”.
¿Es por eso que el filósofo, el hombre sensible y el lector son personas excepcionales? Eso dice el mito. Demócrito de Abdera fue absuelto por Hipócrates, no sin encumbrarlo socialmente al decir que los locos eran los otros, no el solitario hombre que vivía a las afueras, que diseccionaba animales y que de todo se reía. George Steiner, claro está, ha vuelto a la cuestión, como dije, arguyendo al igual que otros pensadores del siglo XX que existen razones para relacionar estas dos viejas costumbres del hombre. Steiner arroja diez motivos (no uno, ni once) para justificar esa antiquísima posibilidad. La que más me inquietó fue la tercera razón: Steiner sostiene que una de las tristezas de pensar es que no podemos dejar de hacerlo. Pensar es parte indisociable de nuestro ser. Anklebende Traurigkeit (“una tristeza que se adhiere a nosotros”) es el himno de nuestra condición. No está de más volver a discutir el tema. ¿No es asombroso que un motivo de esta índole persista durante tanto tiempo en nuestra tradición? A mí, al menos, me sorprende.
Mientras que en la Antigüedad se atribuía el ejercicio del pensamiento a ciertos caracteres, en los que primaba cierto humor, en la actualidad se cree como un componente mismo de la conciencia, pero matizado. Sin embargo, parece que persiste la tendencia de creer que quien piensa más, por ende, es más triste.
[1] Œuvres complètes d’Hippocrate, ed. de É. Littré, París, 1839-1861, vol. IV, p. 569.
[2] Werner Jaeger, Paideia, 2a ed., 3 vols. Berlín, 1954. (Cf. vol. II, libro III, Die griechische Medizin als Paideia, p. 11-58; en español: “La medicina griega considerada como paideia”, Libro IV, capítulo I, 2a ed., 12a reimpresión, trad. Wenceslao Roces, México, FCE, pp. 783.
[3] Véase Jean Starobinski, “Histoire du traitement de la mélanocolie”, L’Encre de la mélancolie, Seuil, París, 2012, pp. 19-149.
[4] Constantino el Africano, “De melancholia”, en Opera, 2 vols., Basilea, 1536-1539, pp. 283-298 (cita de Starobinski desde el texto original en latín; el apartado terapéutico sobre la melancolía aparece en los últimos 9 infolios de la obra completa del médico). Desgraciadamente, que yo sepa, no hay traducciones ni ediciones que puedan estar a la mano del lector.
[5] Aristóteles, Problemata, XXX, I.
[6] Véase A. Chastel, Marsile Ficin et l’art, Ginebra, 1954.
[7] « Je suis des plus exempts de cette passion, et ne l’ayme ny l’estime, quoy que le monde ayt prins, comme à prix faict, de l’honorer de faveur particuliere. » Montaigne, Michel Eyquem de Les Essais (Ed. P. Villey et Saulnier, Verdun L.).
[8] Una traducción completa, de Julián Mateo Ballorca y Ana Saez Hidalgo fue publicada en Madrid, por la Asociación española de neuropsiquiatría, 3 vols., 1996-1999. También existe una selección de esta misma traducción: Robert Burton, Anatomía de la melancolía, prólogo y selección de Alberto Manguel, trad. Ana Saez et alt., Alianza editorial, Madrid, 2008.
[9] Robert Burton, The Anatomy of Melancholy, en “Religious melancholy: cure of despair”, ed. De Holbrook Jackson, Nueva York, New York Review of Books, Nueva 2001.
[10] Puede consultarse en la digitalización de L’Encyclopédie que hizo la Universidad de Chicago.
[11] Para consultar la página de la primera edición de L’Encyclopédie.
[…] un escrito anterior, di algunas pautas para poder responder a la pregunta sobre el devenir de la idea que asocia el […]