Tierra Adentro
Ilustración en la portada de la 1ª edición de "El espejo del mar", Joseph Conrad. Hiperión, 1981.
Ilustración en la portada de la 1ª edición de “El espejo del mar”, Joseph Conrad. Hiperión, 1981.

A mí venga el lloro,
pues debo penar.
No es agua ni arena
la orilla del mar.

José Gorostiza

El mar, no como un espectáculo de olas que contemplamos tendidos cómodamente en la arena, tampoco el huracán que serpentea con grises nubosidades en la costa ni el mundo portátil que definimos a través de un visor en breves inmersiones, a escasos metros de la orilla.

Hay dos mares en la literatura, uno lírico, otro épico; uno que es fértil bruma de sueños para los poetas (el de Valery, el de Lautréamont, el de Leopardi), y otro, que es el eterno vacío donde se refleja la voluntad humana, habitáculo de ínfimas embarcaciones, el terco mar donde residen algunos de los personajes más memorables de la narrativa.

La novela marinera ha muerto, pero tuvo ínclitas obras desde la Antigüedad hasta principios del siglo XX, cuando el barco de vapor desidealizó con su burdo pragmatismo más de 7000 años de barcos propulsados por velas. Odiseo regresa a Ítaca, Robinson naufraga, Gulliver recorre las islas de la sátira, el capitán Ahab hostiga a la ballena blanca, Bill Bones muere al resguardo del mapa de La isla del tesoro, Charlie Marlow es depositario de los últimos testimonios marinos y su autor, Joseph Conrad, clausura con su veterano realismo (salvo que hablemos de novela histórica) la épica de la navegación.

Recuerdo que en mi niñez, cuando me contaron la historia de Teseo y el minotauro —y con ella la promesa incumplida que hizo el héroe a su padre de izar las velas blancas si regresaba victorioso, por la cual su padre, Egeo, se arrojó al mar que hoy lleva su nombre— mi cerebro infantil confundía la polisemia de la palabra vela e imaginaba sobre una extenso esqueleto de madera dos enormes veladoras de cera cuyos pabilos, con una minúscula flamita, de algún modo desplazaban el pesado navío por los mares tormentosos.

De eso siempre se ha tratado el mar de los narradores, de entender o explicar cómo demonios se adecua el cuerpo y el espíritu del mamífero terrestre que somos a habitar una pequeña burbuja de tablones, aislados de toda guía o ayuda más allá del viento y las estrellas, por largas temporadas de hasta 18 meses.

Joseph Conrad comenzó a escribir capítulos de El espejo del mar en 1904, para darse un respiro de la redacción de su extensa novela Nostromo, y no dio por concluido el libro hasta 1906. Se sabe que Joseph Conrad nació en Polonia, fue marinero durante su juventud y no comenzó a escribir sino hasta la edad de 37 años. Su biografía sería la del escritor ideal que definiera Walter Benjamin en su ensayo “El narrador”, el transmisor de verdades épicas que es asimismo migrante y sedentario, marinero y campesino, el que aprende el consejo exterior y luego se confía a un secreto interior:

Para el campesino o marino convertido en maestro patriarcal de la narración tal corporación había servido de escuela superior. En ella se aunaba la noticia de la lejanía, tal como refería el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere confiarse al sedentario (Benjamin, 35).

Joseph Conrad, además de dividir su vida en 30 años tras el timón y 30 años tras la pluma, también intercambió su lengua. Walpole en algún momento atacó a Conrad diciendo que el autor de El corazón de las tinieblas “pensaba en polaco, organizaba sus pensamientos en francés y los expresaba en inglés”. Hasta los 20 años no aprendió Joseph Conrad a hablar la lengua que lo convertiría en un clásico universal. “Su serpenteante sintaxis”, apunta Javier Marías, “no tiene apenas precedentes en ese idioma, y, unida a la meticulosa elección de los términos —en muchos casos arcaísmos, palabras o expresiones en desuso, variaciones dialectales, y a veces acuñaciones propias—, convierte el inglés de Conrad en una lengua extraña, densa y transparente a la vez, impostada y fantasmal”.

En una vida cuyo valor se cuenta por travesías de puerto a puerto, la salpicadura del ancla al caer y el atronador bramido de la cadena son como la clausura de un periodo definido, de lo cual el barco parece tomar conciencia con un leve y profundo estremecimiento de su armazón entera.

En 1981, la editorial Hiperión publicó la primera edición en español, artesanalmente traducida por Javier Marías, de El espejo del mar. El novelista español se obsesionó a tal grado con los términos náuticos y la precisión de la palabra de Conrad —incluso más que con su colosal y excelsa traducción de Tristam Shandy— que 20 años después, en 2004, acometió una segunda traducción publicada por la editorial Reino de Redonda:

Pueden imaginarse que, tras reescribirlo por segunda vez, considero El espejo del mar, en algún sentido, todavía más propio que cualquiera de mis novelas, cuentos o artículos, y además —huelga decirlo— infinitamente mejor que todos ellos, juntos o por separado y sin excepción (Javier Marías, nota a la segunda edición de El espejo del mar).

El espejo del mar es un breve almanaque de metáforas náuticas que Conrad sintetizó de su experiencia como segundo a bordo en tripulaciones francesas e inglesas: “En ningún sitio se sumergen en el pasado los días, las semanas y los meses más rápidamente que en el mar”. Sabemos por las notas de Gérard Jean-Aubry a la edición de Gallimard que se trata experiencias biográficas perfectamente verificables.

Cada capítulo de este pequeño canto de amor al oleaje ensaya una búsqueda metonímica de la vida en los océanos. Desde un inicio, Conrad nos hace sentir las diferencias emocionales entre la partida (“el adiós técnico”) y la recalada (el avistamiento de la costa al regreso), la primera es siempre alegre, enérgica, mientras que la segunda, en vez de ser esperanzadora como cualquiera supondría, en ocasiones produce melancolía y pesar:

“La Recalada puede ser buena o mala. Uno abarca la tierra con tan sólo un punto concreto de ella en la retina. Todos los trazos sinuosos que el curso de un velero va dejando sobre el blanco papel de una carta náutica apuntan siempre a ese minúsculo punto: tal vez una pequeña isla en mitad del océano, un único cabo en la larga costa de un continente, un faro sobre un acantilado, o simplemente la puntiaguda silueta de una montaña como un cúmulo de hormigas flotando sobre las aguas”.

La traducción de Marías fue tan minuciosa —está dedicada a Arturo Pérez-Reverte, “único, que yo sepa, capaz de entender todas las marineras palabras de este libro”— porque el mismo Conrad era sumamente escrupuloso con el lenguaje marinero. Cuánto se quejaba el polaco de que los periódicos no fueran precisos con el lenguaje técnico a la hora de redactar una nota marítima. Le molestaba que se dijera “echar el ancla”, “sacar las velas”, o que se ignorara el término preciso de algún elemento de las embarcaciones.

Es curioso que, por ignorancia o a causa del imaginario pirata, sea una creencia popular que la jerga marinera es vulgar o agresiva —y es cierto que demasiados términos se entienden hoy en día como groserías: mandar a alguien al carajo o a la verga no es precisamente amable—, pero en verdad lo que Conrad registra del lenguaje de los marinos en el siglo XIX es todo lo contrario, un excesivo ahínco para emplear el término exacto, y por eso dedica tantas páginas al entendimiento de las anclas:

“Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto, tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz, las uñas, las mapas, la caña. Todo esto, según el periodista, se «echa» cuando un barco, al arribar a un ancladero, fondea.

El ancla, símbolo ineludible de los marineros por encima del timón —y un elemento muy preciado por Conrad ya que, como segundo al mando, era su principal responsabilidad—, suscita en El espejo del mar decenas de metáforas sobre la condición humana: “El ancla y la tierra se hallan indisolublemente unidas en los pensamientos de un marino”. El ancla es la tierra del que no tiene tierra, no es suelo fértil ni firme, pero es el último refugio del hombre que permanentemente está a la deriva:

“El ancla es un emblema de esperanza, pero un ancla encepada es peor que la más falaz de las falsas esperanzas que jamás embaucaran a los hombres o a las naciones dándoles sensación de seguridad. Y cualquier sensación de seguridad, incluso la más justificada, es mala consejera. Es la sensación que, como ese exagerado sentimiento de bienestar que presagia el comienzo de la locura, antecede a la veloz precipitación del desastre.”

No es casual que un escritor tan afincado en Madrid —una ciudad que tiene todo menos mar— como Javier Marías se aficionara a tal grado a este ensayo interoceánico, tampoco lo es que yo titulara Mundo anclado a una novela cuyo argumento transcurre a cientos de kilómetros del mar; el mareo incesante, “el vértigo horizontal”, diría Villoro, que producen las grandes capitales céntricas orillan a sus habitantes a constantemente buscar un ancla que los sostenga al menos un segundo en una mínima pizca de certeza.

¿Y cuál es esta certeza sino el amor? ¿Y cuál es esta certeza sino la muerte? Los habitantes de las grandes urbes hemos perdido el mar y, con ello, la brújula; encarcelados en cancerosos océanos de concreto, qué necesarias nos resultan las reflexiones de Conrad que distinguen ambos conceptos como ancla universal:

El amor, aunque pueda admitirse que en cierto sentido es más fuerte que la muerte, no es en modo alguno, desde luego, tan universal ni tan seguro. De hecho, el amor es raro: el amor por los hombres, por las cosas, por las ideas, el amor por la más consumada pericia. Porque el amor es el mayor enemigo de la prisa; lleva la cuenta de los tiempos que pasan, de los hombres que mueren, de un bello arte que fue madurando lentamente con el curso de los años y que estaba destinado a morir también en un breve lapso y no volver ya a existir. El amor y el pesar van cogidos de la mano en este mundo de cambios más veloces que el desplazamiento de las nubes reflejadas en el espejo del mar.

PD: Es una lástima que los libros más bellos sean los más difíciles de conseguir, ¿o porque son difíciles de conseguir son bellos? No lo sé… En 2015 la editorial Sexto Piso editó un magnífico tabique con la Narrativa breve completa de Joseph Conrad —un libro que me gusta equilibrar sobre mi cabeza para remediar un vértigo que me aqueja heredado seguramente de algún antepasado marinero—, pero lamentablemente no incluyeron, entre sus 1500 páginas, El espejo del mar; esperemos que este vacío en nuestras letras no tarde en ser remediado.


Autores
(Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, editor, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, la maestría en la Universidad Complutense de Madrid y el doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros Los designios del imaginero (2012) y Agenbite of inwit (2018). Ganador del Premio Nacional de Novela “José Revueltas” por Nuestro mismo idioma (FETA, 2015) y el Premio Nacional de Cuento “Julio Torri” 2019 por Sonámbulos. En 2023 publicó su tercera novela Mundo anclado (NitroPress, prólogo de Enrique Vila-Matas). Ha colaborado en diversas antologías como Covid: Narrativa mexicana joven, desde y contra la pandemia (FCE, 2021) y La lectura al centro: 55 autobiografías lectoras (UNAM, 2022), así como en la revista Quimera, Barcarola, El Universal, Excélsior,Tierra Adentro y Luvina. Como editor ha elaborado las antologías narrativas Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2020), De narcos a luchadores (Contrabando, 2019) y El misterio de los seres espaciales (Deliria, 2023). Es profesor de literatura en la UNAM y en Literaria: Centro Mexicano de escritores.