Yo la adoro a Jane Austen
Bienvenida a la casa de las citas. Esta semana la Redacción de Tierra Adentro amaneció (y amanece, al menos hasta hoy) y se fue a la cama con un pendiente perpetuo: hallar el origen de esa frase que no se le iba de la cabeza, y tan no se le fue que terminó convertida en el título de esta publicación. La Redacción de Tierra Adentro sabía de antemano que: a) Era una cita de César Aira y b) Pertenecía a una entrevista.
Primer error: la Redacción de Tierra Adentro recordaba mal la frase. En lugar del cariñoso título que encabeza esta publicación, la Redacción de Tierra Adentro buscó en DuckDuckGo “yo adoro a la Jane Austen”, y así, entrecomillado, lo único que arroja el buscador es un eco de cero entradas y desmemoria.
Segundo error, este de los recolectores de la frase: mientras que habían titulado la página “Yo la adoro a Jane Austen”, en realidad el título de la entrevista es Cualquier cosa: un encuentro con César Aira, de Craig Epplin (University of Pennsylvania) y Phillip Penix-Tadsen (Columbia University).
Tercer error: la frase en cuestión no aparece en el cuerpo de la entrevista. Y no es algo que se descubra al final de una lectura gozosa o más o menos gozosa (no en las circunstancias de la Redacción de Tierra Adentro) sino ⌘ + F y resulta que la única mención de Jane Austen en el cuerpo del texto es esta: “traduje a Jane Austen, y algún autor francés, o inglés” y ya.
Entonces una (la Redacción de Tierra Adentro, pero lo mismo cualquier otro) empieza a preguntarse si la cita es verdaderamente de César Aira. Porque lo mismo podría ser una exclamación de Epplin o Penix-Tadsen. O de una tercera persona, el primer copista a digital. O una editora. U otra Redacción. Insondable.
Y todo eso viene al caso porque la Redacción de Tierra Adentro también adora a la Jane Austen y es medio maniática de los cumpleaños y las citas citables. Y el asunto de la cita que sigue sin atribución la obligó celebrar hasta hoy, con dos días de retraso, el cumpleaños 206 de Pride and prejudice de la Jane Austen.
Antes de pasar a a la traducción del primer capítulo de la novela cumpleañera (a cargo de Isabel del Valle), a la Redacción de Tierra Adentro le gustaría dar dos instrucciones para el disfrute pleno de esta y las demás novelas de la Jane Austen:
1) Jamás veas las películas basadas en las novelas de la Jane Austen. Basta con el tráiler para descubrir el engaño de esos prados. Las novelas de la Jane Austen son otra cosa, son (si es que tienen que ser algo) la elevación de la casamentera a mente maestra, analista, hermeneuta de las fiestas y tejedora de todos los hilos.
2) La prueba de la importancia de las novelas de la Jane Austen está en la legión de lectoras jóvenes que convoca. La única esperanza que vale es la que se pone en las lectoras jóvenes.
Orgullo y prejuicio
Capítulo 1
Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna debe estar en necesidad de una esposa.
Sin importar que las ideas de un hombre así sean poco conocidas al establecerse este en un vecindario nuevo, esa verdad se encuentra tan bien fijada en las mentes de las familias que lo rodean que es considerado, desde su llegada, la propiedad legítima de una u otra de sus hijas.
—Mi querido señor Bennet —le dijo su mujer un día—, ¿has escuchado que Netherfield Park ha sido finalmente ocupada?
El señor Bennet respondió que no lo había escuchado.
—Pues lo está —replicó ella—; la señora Long acaba de estar aquí y me lo ha contado todo.
El señor Bennet no respondió.
—¿No quieres saber quién la ha ocupado? —chilló su esposa con impaciencia.
—Tú quieres contármelo, y no tengo objeción alguna en escucharte.
Esto fue invitación suficiente.
—Muy bien, mi querido, debes saber que la señora Long dice que Netherfield ha sido rentada por un hombre joven de enorme fortuna proveniente del norte de Inglaterra; vino el lunes en un carro de cuatro caballos a ver el lugar, y quedó tan complacido con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris y se mudará antes de la fiesta de San Miguel, pero algunos de sus sirvientes se instalarán en la casa antes de que termine la próxima semana.
—¿Cuál es su nombre?
—Bingley.
—¿Es casado o soltero?
—¡Oh! ¡Soltero, querido, eso es seguro! Un hombre soltero de fortuna considerable; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buena noticia para nuestras hijas!
—¿En serio? ¿Cómo puede esto afectarlas?
—Mi querido señor Bennet —replicó su esposa—, ¿cómo puedes ser tan fastidioso? Debes saber que estoy pensando en que se case con una de ellas.
—¿Ese es el motivo por el que ha decidido establecerse aquí?
—¡Su motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Pero es muy probable que se enamore de una de ellas, por lo que debes ir a visitarlo en cuanto llegue.
—No veo razón para ello. Tú y las muchachas pueden ir, o las puedes mandar solas, lo cual probablemente sea lo mejor, ya que eres tan hermosa como cualquiera de ellas y podrías gustarle más al señor Bingley.
—Querido, me halagas. Es verdad que fui bastante hermosa en mi juventud, pero no pretendo ser ahora nada extraordinario. Cuando una mujer tiene cinco hijas ya crecidas, en lo último que debe pensar es en su propia belleza.
—En tales casos, a la mujer ya no le debe de quedar mucha belleza en la que pensar.
—Bueno, querido, debes ir a ver al señor Bingley en cuanto venga al vecindario.
—Es más de lo que puedo prometer, te lo aseguro.
—Pero, piensa en tus hijas. Lo que significaría para cualquiera de ellas un partido así. Sir William y Lady Lucas están decididos a ir solamente por ese motivo, ya sabes que en general no visitan a los nuevos vecinos. Desde luego que debes ir, pues será imposible para nosotras visitarlo si tú no lo haces.
—Eres demasiado escrupulosa, eso es seguro. Me atrevo a decir que al señor Bingley le gustará mucho verte; le mandaré por medio de ti algunas líneas para asegurarle mi consentimiento a su matrimonio con cualquiera de las chicas; aunque pondré alguna palabra a favor de mi pequeña Lizzy.
—Por favor no hagas eso. Lizzy no es ni un poco mejor que las demás; y estoy segura de que no es ni la mitad de hermosa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero siempre la prefieres a ella.
—Ninguna de ellas tiene grandes motivos para ser recomendada —respondió él— son todas ignorantes y tontas como la mayoría de las jóvenes, pero Lizzy es más astuta que sus hermanas.
—Señor Bennet, ¿cómo puedes hablar de tus hijas de esa manera? Te complace molestarme. No tienes ninguna compasión por mis pobres nervios.
—Te equivocas, cariño. Tengo el más alto respeto por tus nervios. Son mis más viejos amigos. Al menos te he escuchado hablar de ellos considerablemente en los últimos veinte años.
—¡Ah, no entiendes cuánto sufro!
—Pero espero que lo superes y vivas para ver a muchos jóvenes con rentas de cuatro mil libras al año llegar a este vecindario.
—No importará, pues aunque vengan veinte seguirás rehusándote a visitarlos.
—Confía, querida, en que cuando vengan veinte, visitaré a cada uno de ellos.
El señor Bennet era una mezcla tan extraña de humor sarcástico, reserva y capricho, que la experiencia de veintitrés años de matrimonio seguía siendo insuficiente para que su esposa terminara de comprender su carácter. La mente de ella era mucho menos compleja. Era una mujer de poca inteligencia, escasa instrucción y temperamento desigual. Cuando algo la disgustaba, se imaginaba alterada de los nervios. Su propósito en la vida era ver a sus hijas casadas; su consuelo eran las visitas y las novedades.