Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Durante mucho tiempo he tratado entender mi relación con el ciggy, con el tabiro, con el fifo, con el cigarro. Definitivamente hay miles de formas de nombrar a este objeto colmado de animadversión y a la vez con tantos simpatizantes del llamativo ademán de usar dos dedos para sostenerlo. Sé que mi bisabuelo perdido entre la bola fumó Faros (sin filtro), se que mi abuela entre cuidar a la docena de hijos y los pantalones de mezclilla llenos de tierra también se prendía alguno. Mi padre y mi madre fumaron en la universidad. Ella dejó de hacerlo después de que nací, y he escuchado a muchas madres de algunos conocidos afirmar su abandono al cigarro también con la llegada de sus primeros hijos. Parecería que los primogénitos son los principales abanderados del antitabaquismo.

Mi primer cigarro lo fumé a los catorce, y más allá de que esta hubiera sido una proeza adolescente muy reprobable para muchos, ni siquiera la puse ahí junto a los demás triunfos de la estupidez que uno conquista muy temprano como para saber que en realidad nadie está ganando nada, pero a la vez sí. Sobre todo, ahora en las fiestas uno replica esas historias para no asumir, al menos por una noche, que en realidad la mayor victoria que podría ser alcanzada, sería entender cómo chingados funciona el SAT, o cómo tener inteligencia emocional para no sentirse sumido en quién sabe qué cosas a partir de la primera hora del domingo por la tarde, cuando ya no hay fiesta que comerse, y solo quedan platos y ropa sucia amontonada.

Había visto a muchos amigos de Cd. Cuauhtémoc fumando en las pedas, pero por alguna razón no me sentía atraído hacia el humo. Fue hasta que Alexandra murió y fui a visitar a su hermano en la calle Águilas y 92, cuando llegó el momento más legitimo para hacerlo. No era un contexto lúdico, quizá solo estábamos llenando el tiempo.

Julio mientras me contaba sobre el accidente (Ale y su novio chocaron contra un tráiler después de una fiesta), sacó un Marlboro rojo. Me ofreció uno. Le dije que no fumaba. Pero él me corrigió aseverando que en realidad era que más bien no sabía cómo. Era más grande que yo por tres años, pero siempre, o ahora que lo recuerdo, no sé porqué pensaba que tenía acceso a un conocimiento del mundo que a mí todavía no me era ofrecido. Quizá porque él ya había cogido con varias personas, o porque tenía un trabajo de mierda que le permitía comprar cervezas sin identificación, o quizá porque fumaba. Yo que sé.

La calle estaba alumbrada de manera raquítica. Apenas el anuncio de un expendio de Modelo resplandecía de color azul estilo hospital esa esquina, o las luces de algunos carros que iban quién sabe a dónde en la periferia de ese lugar del norte, que sigue sin aceptar su transición de lo rural a lo urbano.

Julio encendió su cigarro, y después me obsequió el gesto más amable que cualquier fumador puede tener con otro. Me acercó la laira, la lumbre, el fuego, el encende, y me dijo que no me aproximara tanto porque él no se hacía responsable por mis pestañas. Obviamente tosí en la primera calada, porque yo no nací para ser un prodigio del cigarro. Las siguientes fueron más amables. En medio del azul artificial de esa noche llorábamos por Ale, y dos fresas encendidas flotando a la altura de nuestras bocas eran el único testimonio de que estábamos allí sentados despidiéndonos por última vez en nuestra vida. Hace dieciséis años que no veo a Julio. Ojalá te encuentres bien, carnal.

Después de eso no me volví fumador recurrente, hasta podría afirmar que tuve que aprender del oficio de nuevo dos años más tarde, cuando trabajaba de lo que sea mientras averiguaba cómo entrar a la universidad. Ahí supe de los cigarros que se fuman antes de la chamba, y de los que se fuman en los descansos, y sobre todo, al menos para mí, los más remarcables, los últimos, los de la hora de la salida del jale, donde uno planeaba a donde ir a emborracharse.

Los que se fumaban a escondidas a la hora del recreo no los conocí. Ni aprendí de todas las artimañas para esconder el olor a humo del uniforme. En cambio, conozco muy bien esos cigarros que se fuman cuando ya no alcanzaste el último camión y te la tienes que aventar caminando hasta la casa.

Ya en la universidad con mi amigo Octavio nos dedicábamos horas a descifrar una nomenclatura del cigarro y sus ocasiones universales. Seguramente se va a cagar de risa cuando se entere que todas las pendejadas que decíamos cuando nos volábamos la clase de latín para ir a beber al estacionamiento de la facultad acabaron siendo escritas. Y yo aquí con fines retóricos me pregunto, de qué otra cosa está hecha la escritura sino del ocio.

De aquella genealogía del humo solo recuerdo tres. Abro aquí un espacio para que cualquiera que lo desee puede rebatir esta tipología a esos dos veinteañeros lascivos. El primero era el que llamábamos el tedioso, el que se fuma sin esperar nada a cambio, es meramente por el puro gusto de alimentar esa criatura de mil espaldas llamada vicio. El segundo era el del mentado despanse, el que se consume para aligerar la comida, el digestivo, el que inaugura la sobremesa, el que recuerda de que está hecho uno por dentro. Y el último, el ansioso, el que es una onomatopeya de la urgencia por entender qué pasa, casi siempre es amigo de la espera en los hospitales, después de un examen, después de cortar una relación, el de recibir una mala noticia. El que nunca he acabado de entender en su concepto es del de fumar después de haber estado chocando tu cuerpo desnudo contra el de alguien más. Supongo que la iconografía del cine se ha encargado de darle sentido a los cuerpos desnudos sosteniendo un cigarro entre las manos como una cosa ritual donde se celebra el mito del orgasmo. Siempre la religión es acompañada por el fuego.

Yo no me considero un fumador profesional. Tanto así que no asumo tener la autoridad para hacer una apología hacia el cigarro y sus generosidades. Para profetas del cigarro, Italo Svevo que se hacia la promesa de dejar de fumar cada día. Así, su compromiso se veía renovado, mañana tras mañana. No era autoengaño, sino más bien una reafirmación de la voluntad constante hasta que en verdad llegara ese cigarro definitivo. El último. El totémico.

Svevo vivía por el placer del último cigarro de la vida. En la fumada iniciática, como en todas las cosas que suceden por primera vez, hay una ignorancia de lo que se está experimentando. Por el contrario, en la búsqueda del fenómeno superlativo, del final, hay la acumulación de toda una vida dedicada a entender un proceso. El hallazgo absoluto del oficio.

|Dice Italo en la Conciencia de Zeno, ¿querría morir sano después de haber vivido enfermo toda la vida? Es triste si se piensa desde la zona de fumadores, que el escritor llegó a su último cigarro sin saber que era el último. Estando en el hospital después de ser atropellado pedía apelando casi a la misericordia de las visitas una última calada. Nadie se compadeció. Su mantra de vida había sido interrumpido. Ahí, y no antes y no después fue evidente que en la falta de lograr el último cigarro de manera consciente algo en su vida ya estaba caduco, pero al mismo tiempo algo sumamente hermoso se había cumplido. Toda esa preparación para el humo terminal había sido en vano porque solo mostraba lo paradójico de antelarse al fin de algo, y a su vez, ahí, en esa falta de control, cada uno de los cigarros que Svevo se había fusilado durante décadas se sintetizaron indiscutiblemente sin que él tuviera injerencia para concretar el concepto del cigarro final. Lo hermoso de ese último cigarro fue que se gestó como todos los mitos. Padeciendo su total condición de alegórica sobre nosotros porque solo son en tanto que se vuelven narrables una y otra vez, hasta sucumbir a su sombra. Nosotros no tenemos poder sobre los mitos, en realidad nuestra condición siempre ha sido trazada en las fronteras de un símbolo y otro. Svevo se encomendó a ese cigarro como la metáfora de su propia vida. Y como todas las metáforas, solo tuvo sentido y vigencia dentro del poema que es reconocer tu nombre conjugado en pretérito para siempre.

Yo me he propuesto dejar de fumar bastantes veces. No con la mentalidad de deportista que tenía Svevo de ejercitar el músculo de la voluntad a diario. Han pasado muchos meses entre un último cigarro y otro. Cumplo años, o empieza uno nuevo y hago mi lista de propósitos y lo anoto como manda. Jamás lo he logrado cumplir. Y más allá de la severidad que tiene la búsqueda de la buena salud, sobre todo entre más envejece uno, pienso que mi razón principal por la que debería dejar de hacerlo es porque no me gusta ser un tibio. Yo me lastimé la rodilla del fumador profesional. Ya no sé si después de este texto debería prender uno o no. De todas formas, al único que engaño aquí es al lector.