Tierra Adentro
Tomado de wikimedia commons: Eric Koch / Anefo / CC-BY-SA-3.0.

Hace un tiempo me puse a revisar meticulosamente el álbum digital de fotografías familiares: los personajes se repiten incansablemente, algunas canas, kilos de más, kilos de menos, las arrugas y una corporalidad que incrementa centímetros a su longitud. Esa corporalidad no me pertenece y, sin embargo, siempre está unida a mi cuerpa. Los últimos siete años han sido meticulosamente ilustrados con escenas sobre mi maternidad, desde una foto que enunciaba una pronunciada pendiente hasta hace unos días con el rostro hinchado intentando ocultar el dolor de migraña y ciática, y ella, abrazando esta estructura que fungió como su hogar por más de 37 semanas. No imagino el resto de mis días sin su olor, sin su voz llamándome en las madrugadas, sin su llanto cuando me propongo poner un límite. Me sorprende ver de cuántas maneras la escribo, incluso en textos que nada tienen que ver aparece, los hijos siempre encuentran la forma de integrarse al todo, hacernos saber que pese a la carga interminable de trabajo, los libros que esperan impacientemente ser leídos, ellos están ahí aguardando para contarnos lo emocionante que fue asistir al concierto de sus youtubers favoritos.

Y mientras la miro, por unos segundos me pierdo, ¿acaso soy yo la mujer que el reflejo de la pantalla apagada me devuelve? ¿Estas piernas son las mismas que hace una década estaban libres de celulitis y cuyos contornos se dibujaban tan bien? ¿Hace cuánto que no me pongo un arnés? ¿Hace cuánto tiempo que no veo películas clásicas? Pero ella se da cuenta de que los últimos tres minutos no he fijado mi atención en su historia, que mi mirada dispuesta en piloto automático no ha parpadeado, que me he perdido. El reclamo, ya infranqueable, salta en el momento en que no imagino cómo eran las maternidades hace un siglo, hace diez años, hace treinta y ocho, cuando mi mamá cargaba su propia montaña de treinta y seis semanas.

A los tres años yo sabía que no tenía una madre, sino una reina”, de esta forma expone María Riva a Marlene Dietrich en Marlene Dietrich, the life (1993). Trato de imaginar lo que representó ser la hija del Ángel azul, de la madre del burlesque en el siglo XX. Quizá en el imaginario contemporáneo su nombre no diga mucho, un dato perdido en los millones de gigas que hemos vaciado en la historia cultural tan solo del siglo anterior, pero es justo decir que Marlene no solamente fue la primera mujer que usara sombrero de copa o smoking, sino que se besó en cámara con una mujer y el mundo lo aplaudió.

Desde Ditan Von Teese hasta Billie Eilish, muchas mujeres de la industria del espectáculo han jugado con su imagen, con su incandescente forma de cruzar las piernas y otros elementos icónicos del cine de la década de los treinta. Parece mentira, pero la fuente inagotable de ideas, estéticas y hasta poses proviene siempre del mismo cementerio. Como aquellos baúles o cajas de huevo donde la ropa de la abuela se mezclaba con la de tu madre y tus tías. Las fotografías de todas las épocas de oro del cine suponen la misma función, como lo destaca Roland Barthes en La cámara lúcida (1980): “fotografía porque esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con ‘espectáculo’ y le añade ese algo terrible que hay en cada fotografía: el retorno de lo muerto”. Pero ese retorno siempre regresa y nos suspende entre nuestras propias trincheras —como vaciar los cestos de la basura mientras mi hija canta a todo pulmón “La familia Madrigal”, de la película Encanto— y las prácticas que en las diversas industrias culturales siempre sostienen el mismo fin: crear narrativas, vender, buscar los siguientes reemplazos de los íconos que, casi siempre, cada diez años, vuelven a la vida en forma de fichas, vídeos y redes sociales.

Pero ahí está Maria Riva, también actriz y, al igual que su madre, con problemas de alcoholismo y adicción a calmantes, construyendo un relato muy distinto de lo que la industria cinematográfica, las campañas de apoyo a los soldados y las revistas como Life tejieron en torno a la vida de Marlene. Riva se desliza en 800 páginas mediante una narrativa cargada de reproches y marcada por notas sobre una figura que de diversas formas desafió no solo el canon cultural, sino también la educación sentimental de las generaciones de entreguerras. En las biografías, tendemos a encontrarnos con narrativas alternas o absolutamente distantes de lo que consideremos que fue o pudo ser la vida de aquel espectro que traemos a la vida mediante la mirada de quien ha hurgado en sus papeles sueltos, en sus memorias, cada vez que los gritos o llantos en la habitación nos llenan de las ganas de no volver. Un par de páginas sobre los chismes de la personalidad en cuestión, no le hacen daño a nadie. De acuerdo con el testimonio de Riva, Dietrich no era propiamente una figura materna, más bien era su propia isla: “nunca pensé en ella como una madre” es una línea que se repite por lo menos diez veces y parece que de cualquier manera nunca se queda tranquila, ni siquiera en el momento de su publicación.

Marlene Dietrich prácticamente vivió todo el siglo XX, nació un 27 de diciembre en Berlín (1901) y falleció el 6 de mayo en su departamento de París (1992), y se puede advertir que su vida fue congruente con los tiempos convulsos. Marie Magdalene Dietrich nació en una familia acomodada. Su amor por el cine comenzó en la adolescencia, siendo su primera participación en Los hombres son como esto (1922) dirigida por Georg Jacoby, con pequeñas apariciones en películas como Tragedia de amor (1923), donde conoció a Rodolfo Sieber, con quien se casó y tuvo a Maria Riva. Sin embargo, no fue sino hasta 1929 cuando Joseph von Sternberg la llamaría para interpretar no solamente su primer protagónico, sino el papel que la acompañaría por toda su existencia, con el que lograría romper absolutamente las fronteras culturales en tiempos tan duros como la llegada al poder del nazismo.

Al interpretar el papel de Lola Lola en el El ángel azul (1930), nadie hubiera imaginado el impacto que tendría en la cultura norteamericana. El guion, basado en una novela de Heinrich Mann —hermano de Thomas Mann—, desarrolla la historia del profesor Immanuel Rath, quien logra experimentar una transformación absoluta donde la moral y el rigor son quebrados ante el contacto del deseo y la carne una vez que ve a Lola Lola en la taberna, “El ángel azul”, la cual iba para reprender a sus pupilos. Pero en el momento en que ve las piernas de Lola, el mundo se va hacia otra parte. Emil Jannings sorprende por su trabajo encarnando a Rath, pero sin duda es la voz y la actuación de Marlene los elementos para que se volviera, más que un ícono, una imagen viva de todo lo que ocurrió en el siglo.

La película, junto con la vida de Marlene, recorrió un interesante camino, si bien sería el primer filme del cine sonoro alemán igualmente sería el primero que generara una gran expectación en el cine de Hollywood. El ángel azul sacudió todas las mentalidades que crecieron con este relato, pero todo gira en encontrar quién siga el legado de Dietrich, de Rita Hayworth, de Mae West y, por supuesto, de Greta Garbo. No existe quien pueda suplirlos, y dudo que esa sea la idea, sino que, mediante retoques, campañas, galas, se encuentre a quien pueda instalarse un instante en la silueta del espectro en cuestión: dos segundos y la fotografía sigue muerta.

Marlene siempre guardó silencio respecto a su maternidad, por supuesto que se sabía que era madre y la pequeña Maria Riva sale incluso en algunas fotos junto a Rita u otras actrices y directores, pero difícilmente se observa ese relato —¿acaso un lazo?— entre madre e hija. Es una estrella tomando de la mano a una niña pequeña. En la continua lucha por la liberación existen cientos de historias que se sostienen en el silencio. Si lo pensamos, la cultura del silencio es en realidad una de las herramientas que el heteropatriarcado ha utilizado debidamente para perpetuar su poder: ¿cuántas mujeres han callado esos secretos?, ¿cuántas veces te has callado?, ¿cuántas veces has podido marcharse y dejarlo todo atrás? ¿Qué pasa con mis deseos? Rebeca Solnit, en La madre de todas las preguntas (2017) propone que pongamos atención sobre estos deseos y secretos que han perpetuado la cultura del silencio en la vida de las mujeres:

A quién se ha escuchado sí lo sabemos: representan las islas cartografiadas, mientras que el resto forma el inconmensurable mar de los no escuchados, la humanidad no documentada. A lo largo de los siglos, muchos han sido escuchados y amados, y sus palabras se desvanecieron en el aire tan pronto como fueron pronunciadas, pero arraigaron en las mentes, contribuyeron a la cultura transformándose en abono para enriquecer la tierra; a partir de esas palabras crecieron cosas nuevas. Muchos otros fueron silenciados, excluidos, ignorados. Tres cuartas partes de la tierra son agua, pero la relación entre silencio y voz es mucho mayor. Si las bibliotecas contienen todas las historias que han sido contadas, existen bibliotecas fantasmas que albergan todas las historias que no se han contado. Los fantasmas superan en número a los libros en una cifra incalculable. Incluso aquellos que han sido audibles a menudo se ganaron este privilegio gracias a silencios estratégicos o a la incapacidad de escuchar ciertas voces, incluidas las suyas.

Cuando me convertí en madre deseaba encontrar en las historias que me gustan un panteón lleno y cajas llenas de espectros, alguna narrativa que me sostuviera mientras amamantaba a mi hija y los ojos se me iban de las lecturas del doctorado, pero siempre encontraba esta clase de testimonios, en biografías como la de Maria o la de la hija de Anne Sexton, los diarios de Susan Sontag y su silencio de tres años hasta que David fue a la escuela. Las islas no eran alentadoras y el océano en mí era impresionante. Mientras recojo toda clase de fidget toys, me sorprendo repasando con mi mente la manera en que Marlene se acomodaba el sombrero, dejando una sombra coqueta alrededor del rostro de Lola Lola, ¿cómo podía hacerlo? Me pregunto mientras el slime lanzado al techo unos minutos antes ahora gotea mi cara.

Luego de una carrera llena de dicha, Marlene inaugura el cabaret, llevando por ambos continentes su chispa, sus canciones de los treinta y cuarenta y su deseo: ¿el secreto también la hacía irresistible? En este 6 de mayo se cumplen tres décadas de su última exhalación, atrás han quedado las plumas, los arneses con joyería, las medias de red y el inconfundible sombrero de copa, Maria no ha muerto, rebasa la edad a la que Marlene dejó de respirar justo a las tres de la tarde, días antes de que Cannes le rindiera un homenaje por su trayectoria, su última escala antes de entrar de manera perpetua en “El ángel azul”; murió tranquilamente en medio de la isla y el océano que se derrama en las notas finales de Maria Riva.

Mi mirada se pierde en la entrada triunfal de Marlene, las sombras me guían hacia los deseos que su cuerpo siempre supo articular y entre las canciones, de pronto unas manos irrumpen con su calor en mis ojos; mi secreto está resguardado ante quien felizmente me pregunta ¿adivina quién soy?, y después, el silencio ya no me aqueja.


Autores
(Ciudad de México, 1984) Investigadora, docente, escritora y crítica. Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires y ha publicado artículos y reseñas en revistas como Este País, Pliego 16, Fundación, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad, Écfrasis, Tierra Adentro. En 2011-2013 fue Becaria de la Fundación de Letras Mexicanas en el área de ensayo y en 2019 fue Becaria Fonca en el área de ensayo. Fue finalista en el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en su edición 2020 y aceptada por Ucross Foundation para hacer una estancia artística en el verano del 2021.