Movimiento asistido
Ahora el matrimonio de Bárbara y Edmundo. Ambos bregan: atrofia muscular espinal. Parálisis. Tetraplejia. Se mueven en sillas eléctricas gigantescas que parecen tronos espaciales, las conducen con un dedo. Avanzan lentamente por la banqueta, los cuellos torcidos como si desdeñaran lo que aparece a la vista. Para casi cualquier actividad requieren la ayuda de enfermeros. Dependen de ellos para comer, defecar, bañarse, vestirse, lavarse la boca, maquillarse, etc. Sus cuidadores se llaman Ema (la de Bárbara) y Rafael (el de Edmundo). Yo elegí todos estos nombres. Tal vez no sean los mejores.
En la noche, tras bañarlos y alimentarlos, Ema y Rafael los depositan en la cama conyugal. Los colocan de perfil, muy cerca, de tal manera que puedan besarse todo lo que quieran. Los enamorados les indican la forma en que quieren permanecer: “pon mi brazo encima de ella”, “pon mi mano en su cara, quiero acariciarlo”, “entrelacen nuestras piernas”. Por último juntan los rostros a un mismo nivel alcanzado por prueba y error y gracias a una o dos almohadas. Una vez que los dejan listos para besarse y acariciarse, el grupo se da las buenas noches, se apaga la luz y se cierra la puerta.
A veces toca el sexo, el amor. Bárbara y Edmundo, desde luego, son incapaces de tener coito por sí mismos, no tienen control de la pelvis: caderas exánimes. Han encontrado, sin embargo, algunas opciones. Por ejemplo: recurren a una especie de columpio o andamio en que uno de los amantes se cuelga, allí se le sostiene muy bien y no es incómodo, se ajusta la elevación, los enfermeros se van y el otro amante puede avanzar con su silla y su boca habrá quedado exactamente a la altura del genital de su querido (la trayectoria se ha calculado previamente). El 69 es más sencillo de disponer y no es demasiado distinto del proceso de las buenas noches, la única diferencia es que en vez de acomodarlos para que puedan abrazarse y darse besos en el rostro, los enfermeros deben colocarlos, por supuesto, de tal manera que puedan besarse los sexos. [Olvidé decir que la enfermedad de Bárbara y Edmundo, además de la parálisis, supone unos cuerpos disminuidos, delgados y pequeños, además de torcidos, extraños, de huesos que están donde no deberían y faltan donde se les esperaría. ¿Pero no son todos los cuerpos amados hermosos?]
Bárbara y Edmundo anunciaron que planeaban tener coito, esto es, coito-coito, esto es, penetración. Problemas ingenieriles. ¿Cómo realizarlo? Preguntó Rafael o Ema. ¿Cómo hacer el movimiento de adentro y afuera, tan indispensable? Necesitamos a alguien que nos mueva. ¿Fue esto demasiado para los enfermeros? Sabemos que Bárbara se vio obligada a buscar a alguien más. Puso un mensaje en una plataforma de sexualidad. Obtuvo respuesta.
Conocieron a la probable libertadora. De nombre, digamos, Helena. Una mujer transexual. Domina, decía su perfil. A la entrevista de trabajo llegó con botas negras de tacones altísimos, un vestido apretado de cuero negro, maquillaje facial de estilo gótico, con pelo negro largo y fleco, y un colguije de plata que representaba el cráneo de un gato. La reunión no salió del todo bien: la pareja entendía el acto sexual como una proeza de cariño e intimidad profunda, la candidata acentuaba el disfrute, lo irracional, la bestialidad, la urgencia de morir. Ambas partes notaron la discordancia, pero Helena estaba interesada de cualquier modo en participar porque era una oportunidad única y ella lo que quería, a lo que se dedicaba de manera profesional, era a tener experiencias eróticas extraordinarias; Bárbara y Edmundo, ya que nadie más había respondido al anuncio, y se morían por sentir el sexo del otro, decidieron probar y esperar lo mejor.
La primera penetración fue misteriosa para los enamorados. Ardua. Embrollada. Había allí sensaciones insólitas, inasibles, placenteras pero con un inquietante regusto de peligro, de disolución, de torpeza. Era preciso insistir, profundizar o, en palabras de Bárbara, “lanzarnos al océano”. La presencia de Helena fue aceptada como un mal necesario. La contrataron y el sexo se volvió una actividad semanal.
Aumentaron las dificultades con la asistente: participaba cada vez más, se comportaba como si fuera una amante en vez de una prótesis. Llegaba a niveles casi protagónicos. Cuando le tocaba empujar las caderas del novio, Bárbara, por más que estuviera en regocijo, podía verla asomada detrás de su querido, gigantesca, sonriente, con la lengua recorriéndole los labios. Reparaba en Edmundo, tan pequeño, con un gesto entre la incomodidad y el deleite, y la imagen de esa mujer fortachona manipulando sus caderas tan estrechas y frágiles le parecía horripilante. Aún peor si era su turno para sentarse encima e ir de arriba a abajo. Entonces sentía las manos poderosas en sus nalgas, cargándola y dejándola caer; sensación intolerable, le hacía pensar en una madre jugando con su nena.
Fue en esa modalidad que Helena emitió las palabras de su despido. Cargaba a Bárbara y, escuchando como la respiración de esta se agitaba, como se iba acercando al clímax, dijo –simplemente– “Sí, princesa, dale, mami”, con felicidad auténtica, con empatía y contento por el placer ajeno. Tras uno o dos segundos de incomprensión, la novia le gritó que parara y la reprendió con rabia. Helena, reponiéndose de la sorpresa, la soltó sin más y la pobre cayó de lado y quedó tirada junto a su amante, con las extremidades en posiciones torcidas, la cara contra la cama, profiriendo insultos. Entraron los enfermeros. Fue una catástrofe. Helena no volvió.
Los segundos entre que Helena se iba y los enfermeros no entraban: una eternidad. Los dos amantes, desnudos, expuestos, sin poder moverse, en el tálamo infortunado. Incapaces incluso de tocarse y confirmar su complicidad, de apoyarse en atravesar la desgracia. Ahí abandonados. Testigos fijos y vulnerables. Solo los globos oculares en un movimiento desesperado e inútil.
La desventura provocó un enfriamiento en la experimentación erótica. Una recaída en el pudor. Tardaron meses en volver a pedir el uso del columpio-andamio. Bárbara decidió no rendirse: había que encontrar el modo de tener sexo. Quiero que Edmundo entre en mí, quiero sentirlo, quiero acogerlo. Tengo, tenemos, el derecho, estamos vivos. Volvió a las búsquedas en internet –de ese modo había conocido, además, a su amado–, no encontró a nadie. Una tarde, muy seria, le pidió a Ema que la escuchara. La cuidadora sabía perfectamente de qué iba el asunto. Le dijo que lo pensaría y lo hablaría con Rafael. Al principio lo consideraron inadmisible: eran enfermeros, no servidores sexuales. Pero Ema se enternecía, adoraba a Bárbara, adoraba a Edmundo, los adoraba y quería hacerlos felices, convenció a su compañero. Para los enamorados fue maravilloso en comparación. Estos asistentes eran recatados, silenciosos, casi parecían no estar allí –pues, en verdad, deseaban no estarlo. Se les alzó un poco el salario y no se dijo más.
Hubo sin embargo una consecuencia para los cuidadores. Un desorden en su relación. ¿Qué era lo que hacían sino tener sexo? Quizás ellos permanecían vestidos, quizá nadie los tocaba, daba lo mismo: participaban de un acto sexual, no sólo con sus pacientes sino también con su colega. Por momentos, entre las sacudidas del amor, sus ojos se encontraban, sus dedos incluso, y se apartaban enseguida con recato y sorpresa. Entonces, tras hacer posible el cariño, tras bañar a los saciados amantes, tras bañarse ellos mismos, al encontrarse en la cocina o en la televisión, la necesidad, el evento de dormir tan inminente y ruidoso.