Tierra Adentro
Poster de la pelicula The Wall (1982)
Poster de la pelicula The Wall (1982)

Pink Floyd’s The Wall o cómo tirar el muro

The child has grown

the dream is gone

El 23 de mayo de 1982, The Wall, una película basada en el álbum homónimo de Pink Floyd, dirigida por Alan Parker y escrita por Roger Waters, fue presentada por primera vez en el Festival de Cannes. En The Wall, Pink, un rockstar acomplejado, se enfrenta con sus traumas de vida: la muerte de su padre en la Segunda Guerra Mundial, su educación en un sistema conservador y homologador, al fracaso de un matrimonio y otras relaciones sociales, una psicosis que lo lleva a pensarse a sí mismo como un líder fascista con serias reminiscencias del nazismo. Todo ello a través de escenas que mezclan la realidad del personaje con su imaginación.

En esa fusión está una de las mejores aportaciones que tenga esta película: las geniales animaciones de Gerald Scarfe, caracterizadas por el estiramiento de los dibujos y la exageración de las expresiones. En la película hay muchas, pero una que recuerdo especialmente sucede durante el segmento musicalizado por Goodbye Blue Sky: vemos una paloma transformarse en lo que parece un halcón que recorre y oscurece la ciudad; la bandera de Reino Unido a la que se le caen las franjas blancas y azules para transformarse en una cruz roja que sangra; sombras de esqueletos que se difuminan hasta parecer cruces blancas.

 

 

Pero las ilustraciones hacen muy poco para quien la observa por primera vez. The Wall es difícil y abrumadora, eso por no decir que la película no se entiende mucho. El presente, pasado y futuro se empalman entre sí hasta formar una ambigua línea temporal. A pesar de ello, es posible distinguir una clara relación entre el protagonista, su padre y la guerra, cuyo fondo —uno se entera después, no gracias a la película— tiene que ver con que Roger Waters también perdió a su padre en ella. Hay, además, una crítica hacia el vacío que genera la fama y hacia las relaciones sociales carentes de significado (que, ladrillo por ladrillo, terminan por construir un muro que poco a poco nos va aislando del resto).

The Wall primero fue disco, película, concierto, disco sobre el concierto del disco y ópera. Todos fueron intentos de Roger Waters por crear una obra maestra infalible, que trascendiera, que reclamara y el eco de los gritos se quedara en el aire como quedó, durante mucho tiempo, el eco de los bombardeos en Inglaterra.

Roger Waters no pudo saber cuántos ecos quedaron luego de The Wall, pero doce años después del estreno de su aspirante a obra maestra, el 4 de octubre de 1994, un joven fanático de Pink Floyd, se convirtió en padre por primera vez.

 

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Crecí entre dos mundos: las baladas románticas de Luis Miguel y Alejandro Sanz y los discos enteros de Pink Floyd y Led Zeppelin. En estos dos mundos, representados por mi madre y mi padre, existían abismos que crecían conforme mis padres se hacían mayores. Si la vida que construyeron juntos era una hoja en blanco, a veces eran un mismo punto; otras —quizá la mayoría de las veces—, dos líneas divergentes. Pero aunque los gustos musicales de cada uno eran el precipicio que menos importaba, a pesar de la inminente separación y de su caída al hoyo negro que resulta el desprecio, esos gustos fueron lo único que se quedó en mí como un souvenir.

 

 

En la escuela, mientras mis compañeras se organizaban para ensayar una nueva coreografía, yo contaba cómo mi papá me había enseñado a cantar Comfortably Numb, en parte para aprender a hablar inglés, en parte para que supiera la existencia de una banda británica llamada Pink Floyd. Debí haber tenido 14 o 15 años y, con todo lo que implica, me sentía una adolescente que enfrentaba el mundo como viniera: para todo tenía una respuesta, el volumen de mi voz se alzó (para ya no volver a decibeles bajos), en mi boca se dibujaron miles de comebacks una vez que aprendí a decir groserías.

 

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Más de una vez me he preguntado por la vida de mi papá anterior a aquel 4 de octubre, lo que quiso ser y lo que abandonó: un ingeniero mecánico que dejó a medias la carrera que estaba cursando para convertirse en papá, más que por deseo, por obligación.

Once años antes, cuando él tenía diez, The Wall llegó a su casa gracias a que el mayor de sus hermanos también quiso enseñarle a hablar inglés y a que supiera, también de una buena vez, la existencia de una banda británica llamada Pink Floyd. La película, que tuvo que llegar en VHS o en beta, no fue una revelación ni un acontecimiento genial: la sensación de haber visto algo extraño se quedó impregnada en mi padre, quien creció con esa influencia como si lo fuera persiguiendo. No sería sino hasta sus años de preparatoria que, por fin, adquirió el gusto propio por la banda así que volvió a ver la película para confirmar que, en efecto, todavía quedaba mucho por comprender, por ver, por escuchar.

 

 

Antes de que mi existencia figurara en el plano, Ricardo, el menor de sus hermanos, había visto ya cómo un hijo o una hija transformaba la vida en todas sus dimensiones y por eso no estoy segura de que, cabalmente, hubiera pensado en ser padre. En sus años adolescentes se la vivía fuera de casa, entre reuniones de medianoche con sus amigos y los discos de Pink Floyd, Deep Purple, Led Zeppelin o U2. Ricardo soñaba con perder tanto tiempo pudiera, con una vida propia sin suscribirse a un trabajo de oficina de nueve a siete; soñaba con viajes a Londres, Nueva York, quizá hasta Rusia.

Pero un día, mientras Ricardo ponía un cassette de The Dark Side of the Moon y se arreglaba para pasar la tarde en la casa de su amigo Jimmy, llegó un mensaje: tengo algo que decirte. Las reuniones, los amigos, los discos, la libertad de no ir a una oficina, los viajes por venir se terminaron de pronto cuando supo que su novia estaba embarazada y tuvo que hacer lo que se le pidió: dejar la escuela, casarse, buscar un trabajo cualquiera, ganar dinero, establecerse en un departamento diminuto, hacer un hogar, ser un padre de familia hasta donde pudo.

A su vez, el suyo también se había convertido en padre, diez veces, por obligación.

Como Pink en The Wall, Ricardo era un rebelde que se jactaba de ir contra toda autoridad. No acataba hora de entrada ni de salida, su escenario era la calle, los sitios en donde tanto se divirtió. Se negaba a ser un ladrillo hasta que a Ricardo, mi papá, se le construyó un muro llamado paternidad con el que tuvo que convivir mientras ladrillo por ladrillo iba borrando todo lo que él quería ver, ser y hacer.

Con los años, nos educó a mí y a mi hermano menor, con la consciencia de romper el sistema, quebrar lo que nos habían enseñado en la escuela si no servía para pensar críticamente. Tal vez así, él podría recuperar parte de la juventud que le fue arrebatada por una bebé que empezaba a conocer el mundo que le rodeaba.

 

 

Tal vez esa fue la verdadera rebeldía de mi padre: criar a su hija y a su hijo para que no fueran otro ladrillo en el muro.

 

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En su momento, las críticas de la película fueron bastante duras, pues The Wall no es un filme espectacular. “El señor Parker ha aportado mucha energía a este proyecto y se ve que ha hecho todo lo posible para lograr ofrecer una experiencia abrumadora. Sin embargo, no todos los espectadores desean ‘abrumarse’ de este modo”, decía una crítica en The New York Times. Otra, en The Washington Post, argumentaba que “El mayor error de Parker es no ser capaz de reconocer que la mera presentación expresionista y solemne de la temática de ‘The Wall’ no logrará magnificar su inherente falta de sustancia dramática”.

Yo, que no soy crítica de cine, lo sé. The Wall es una película que trata de abarcar tanto que termina por fallar irremediablemente en la manera de proyectarse como obra maestra. La sobreexposición de símbolos e imágenes dicen tanto que no dicen nada de verdad. Aún así, la película tiene un gran acierto generacional: la relación entre un hijo y un padre se encuentra con la relación entre otro padre y su hija para hablar de un mundo incomprensible que se va deshaciendo frente a nuestros ojos.

 

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La primera vez que mi papá me enseñó The Wall, una noche en la que decidió estrenar el nuevo sistema de sonido que había comprado en Liverpool luego de años de ahorro, no entendí un carajo.

 

 

No se lo dije nunca, tenía que crecer para saber qué era lo que trataba de enseñar realmente: el movimiento contracultural, la protesta en contra de la guerra (que no existía de forma explícita), de las estructuras sociales que perpetuaban la desigualdad que mi padre conocía bien desde pequeño y la maldad neoliberal que acechaba desde entonces.

Aquella primera vez que la vimos juntos lo único que entendía era que algo estaba empezando a formarse, en mí y en él, desde hace mucho tiempo.

 

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Imaginar un mundo nuevo junto a una bebé, enseñarle a inventar palabras para nombrar todo lo que no existe, suena a uno de los argumentos más convincentes cuando uno se plantea la idea de ser madre o ser padre. Pero no solo es imaginar cómo cambia el mundo propio, sino observar a lo largo de los años cómo ese bebé tiene sus propias ideas sobre un futuro que, a lo mejor, no es como lo habíamos pensado.

Tal vez mi padre, con una juventud concluida de repente por un embarazo no deseado ni planeado, con un matrimonio que no prosperó, con una bebé en sus brazos atenta a las palabras que inventaríamos juntos, con Pink Floyd, Deep Purple, Led Zeppelin y todas las canciones que me cantó, nunca se preocupó por el qué dirán de nosotros —padre inexperto, hija indómita—, sino por el qué nos diríamos el uno a la otra cuando lográramos inventar, como en The Wall, un mundo que sea solo nuestro.