Tierra Adentro

Venimos a traer noticias acerca de un monólogo reinventado, en el que siete escritoras juegan a ser Carlota, experimentan con el lenguaje y resuelven de formas variadas, lúdicas y neobarrocas, las palabras escritas por Fernando del Paso en voz de la emperatriz. Pedimos, a las siete voces de este coro esquizofrénico, que partieran del magnífico arranque del último capítulo de Noticias del Imperio: “Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y el Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticias del Imperio, y me dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México…”.

Pero no estaré sola ni vacía, Maximiliano. No estaré sola ahí, en el Chapultepetl, nuestro cerro del saltamontes, único Castillo Real en América, porque no deambularé abandonada por sus patios, escalinatas y jardines. No, Maximiliano, porque estarás tú, con tus ojos azules, con tu lengua hipócrita y presumida a la que he perdonado y a la cual he pedido a Dios que también perdone para que te salves, porque regresarás de la muerte para ser un verdadero emperador y el único monarca mexicano. Único, escúchame bien, porque el otro no fue más que un impostor, porque por sus venas jamás correría esa sangre que corre por las nuestras, esa sangre que es la misma de San Luis y de tu tatarabuela, María Teresa de Austria, la de Luis XIII de Francia y de Felipe Igualdad. No estaré sola porque regresarás para caminar conmigo por las playas de Yucatán, en donde me harás un collar de conchas y caracoles que lavarás con la espuma del Atlántico para colgarlo en mi cuello blanquísimo, y que yo abrazaré contra mi pecho para acordarme de ti cuando me dejes para trabajar en la reconstrucción de Mé­ xico, en la reconstrucción del mundo. Regresaremos juntos para dar la orden de la continuación del camino que atraviesa el bosque hasta nuestro Castillo Imperial, para que ya no tengas que ensuciar tus botas recién lustradas con el barro pegajoso de los lodazales, para beber del agua de las fuentes —agua virgen—, no de esa agua envenenada que me dio a probar esa mujer, Concepción Sedano, que ya estaba loca de amor por ti antes de que yo lo estuviera, aunque ella no sabía que tú, mi amado Max, eras y eres mío, y que después de muerto sólo yo podría revivirte. Estoy ansiosa por regresar a México contigo, Maximiliano, mi emperador de las terrazas del Castillo de Chapultepec, de todo el Valle de México, de la Calzada de la Verónica, que, sin saberlo, construyeron para ti los mexicas y por donde las tropas de Cortés se retiraron durante la Noche Triste, tan triste como yo he tenido que vivir sin ti, mi emperador de los volcanes nevados y del monte del Ajusco. Pero volverás, volveremos, para caminar de nuevo entre la selva, ese lugar de truenos en donde se encuentran escondidas las pirámides del Tajín. Ahí jugaremos a escondernos en la pirámide de los trescientos sesenta nichos, con sus siete plataformas escalonadas que ascienden hasta la cúspide; y así, y todavía más alto, ascenderemos nosotros, porque en esa pirámide me gustaría, querido Max, poner trescientas sesenta veces tu rostro y entrar en cada nicho, contorsionada a fuerza de presión, para besarte los párpados trescientas sesenta veces hasta revivirte de nuevo con mis besos. Y jugaremos al juego de la pelota y mandaremos a hacer pinturas y bajorrelieves con tu rostro bañado de cochinilla imperial para que, como yo, Maximiliano, México nunca te olvide. Regresarás porque eres más fuerte de lo que Juá­ rez pudo imaginarse y porque quién mejor que tú, hijo de la casa de Habsburgo-Lorena, de Francisco Carlos de Austria y de Sofía de Baviera, virrey de Lombardía-Venecia y dueño y señor de las minas de Taxco, para gobernar a nuestros indios analfabetas que no te comprendieron. Pero no quiero reclamarte nada, no es para eso que te he revivido: es para decirte de la llegada de ese pájaro de acero. Y es que nadie lo sabe, Maximiliano, pero es para eso, para que tú y yo ahora conquistemos los cielos de América, para que sobrevolemos las costas de Sinaloa, en donde comiste pecho de iguana a pesar de mis advertencias de que tuvieras cuidado con todo lo que tocabas o te llevabas a la boca, que Lindbergh unirá el continente americano con el europeo: para desafiar al viento y ver hacia abajo las nubes que semejarán los infinitos campos de algodón que alguna vez imaginaste contemplar en las tierras fértiles de México. Cuando te hablo de esto se me llenan los ojos de lágrimas, y tú sabes muy bien que no me gusta llorar, Maximiliano. No me gusta, pero he llorado y lo seguiré haciendo, porque la muy maldita de Eugenia me dijo en la Exposición Universal de París, mientras el traidor y asesino de Napoleón III celebraba la grandeza del Segundo Imperio Francés, que tú no estabas muerto. Pero yo no le creí, Maximiliano, porque eso significaba que nunca me quisiste, que no te importó que yo sufriera por tu muerte y que tú jamás sufriste por no tenerme a tu lado. Y aunque no le creí cuando me juró que estabas vivo, de igual manera lloré porque no podía ni siquiera pensar en que eso fuera cierto. Pero eso no importa ya, Maximiliano, no importa porque así como puedo matarte y revivirte, creer en la verdad o vivir en las mentiras que me invento, así puedo también crearte de nuevo. Y volveremos a México, y no volveré vacía, porque si volvemos es para que yo, sobre todo para que yo, mi querido Max, dé a luz a tu sucesor, a tu primogénito, y para que la duda de si mi hijo es o no tuyo te carcoma poco a poco los sesos. Ese será tu castigo, porque te prefiero muerto y cubierto del polvo del Cerro de las Campanas, Maximiliano, a que no me necesites.