Whiplash. La mirada subjetiva
Algunos comentaristas de diversa índole han manifestado animadversión a Whiplash, apoyados en la lectura de un supuesto mensaje a favor de la educación aderezada con maltrato (no está de más recordar que la película narra un segmento en la vida de Andrew Neiman, aspirante a baterista de jazz que busca, a toda costa y bajo el yugo de su profesor Terence Fletcher, convertirse en «el mejor baterista del mundo»). Tanto esta postura (expresada, entre otros, por el director de cine Nacho Vigalondo en su cuenta de Twitter), como aquella que descalifica a la cinta por su idea del jazz (un jazz preempaquetado, como para adulto contemporáneo, o al menos así lo ha visto Richard Brody, crítico cinematográfico de The New Yorker) olvidan una distinción que me parece esencial —y causa extrañeza que ambas ideas vengan de gente cuya materia de trabajo es el cine mismo—: las películas no están para complacernos.[1]
De tenerlas, sus «posturas» —entrecomillo porque considero que no siempre es posible leerlas de forma transparente—, no existen para estar de acuerdo con el espectador o hacerle creer que su visión del mundo es la adecuada.
Más aún, una película que complace es una película con más posibilidades de perder filo, de terminar reproduciendo el mundo como un anuncio de seguros. Whiplash es problemática para algunos porque muestra a un profesor con un método de enseñanza violento y humillante, con una ira que lo mismo lo orilla a arrojar un tambor a la cabeza de un alumno o a hacer tocar a los músicos hasta que les sangren las manos. Pero hay algo más allá de esto —que sólo es la capa exterior de la película, el argumento—: existe en Whiplash una atmósfera de enfebrecimiento (lograda a través de una iluminación amarillenta que representa un respiro en la preeminencia del azul y el naranja en el cine contemporáneo), que da las bases para leer esta película como un lienzo en el que se plasman las percepciones sensoriales de su protagonista. Todo gira en torno a Andrew, a un punto tal que la cámara rara vez se separa de él. El mundo de Whiplash es el mundo de Andrew, y por eso no es raro que cuando la cámara se acerca a otras personas los rostros llenen el encuadre casi en su totalidad, como cuando se recuerda una conversación íntima. Es evidente que toda película narrativa necesita a su protagonista, pero no todas abundan en su subjetividad, en su percepción sensorial del mundo que lo rodea.
Así, la cinta podría leerse como una descripción detallada de las experiencias de Andrew en su aprendizaje como baterista (cuyo final, con un solo apoteósico, podría derivar lo mismo en la consagración que en el retiro), un vistazo a la subjetividad con la que experimenta el mundo. No es raro que de pronto las caras se vean incompletas o que en los momentos de mayor intensidad dramática se difuminen los bordes del encuadre. Los sucesos de Whiplash bien podrían ser una serie de recuerdos, distorsionados o exagerados. En esto radica el logro del filme: la progresión artística de Andrew es capaz de emocionar porque la vivimos desde su perspectiva. Esta narración focalizada permite que los momentos álgidos se experimenten con la sensibilidad calibrada de quien se juega la vida en ellos, más que desde una distante omnisciencia.
Ahí es donde Whiplash toma distancia de una película convencional de «camino al triunfo», como Karate Kid (con la que ha sido comparada). Su ambigüedad —un final que satisface y completa aparentemente el arco de Andrew, pero que no detalla su destino posterior— sirve para distinguirla de otras cintas de características similares. Whiplash es, qué duda cabe, una película de crecimiento, de búsqueda del triunfo, con una de esas tramas que son tan caras al cine hollywoodense; en el papel, la simple anécdota no basta para explicar la fascinación que hay a su alrededor. Su estilo cinematográfico, por otro lado, es el que logra subvertir la aparente convención y transformarla en el eje de la película: en la subjetividad, tan cercana al expresionismo y tan ajena al «realismo hollywoodense», encuentra la forma de refrescar un argumento que de otra forma parecería un tanto manido.
[1]El asunto ha llegado a tal grado que se acuñó el término «Whiplash backlash» como un calificativo que nombra las reacciones de los fans del jazz al ver la película. Peter Cater, un destacado baterista de big bands, además de profesor de batería, comentó en entrevista con Jazz Wise Magazine que, aunque comprende de dónde vienen las reacciones, considera positivo el grado de exposición que Whiplash ha dado al jazz de big bands, un estilo jazzístico que actualmente experimenta cierto declive entre las grandes audiencias. Cater considera, incluso, benéfica la aparición de Whiplash: podría ayudar a darle nueva notoriedad a este género.