Universo en expansión
Es que tenían esa imposibilidad, tal vez se trataba de un mal genético, endémico, inevitable, no podían hablarse. No podían sostenerse la mirada. Ni siquiera con mesa y café de por medio. Ni siquiera con comensales de testigos. ¿Qué le iban a hacer? No se podía. No se quería. Por eso ambos habían desarrollado tenebrosas estrategias para tragarse sus querencias mutuas, para hacer de cuenta que nunca se habían lamido, besado, comido y que a pesar de la distancia no se añoraban hasta la necesidad del deseo.
Pero no siempre fue así. Antes del intento de olvido hubo un primer encuentro, una complicidad milagrosa, esa que explota en aquellos que van a enamorarse. Se siente como un pequeño retortijón en la panza que dice “¡Huye a toda prisa!”, o “quédate y disfruta del espectáculo”.
Ella había decidido que si él actuaba insoportable, o sacaba posturas políticas insostenibles, simplemente abandonaría la cita. Pero no fue así, apenas hablaron de política y mucho de la experiencia derechohumanera. Él le dibujó la estampa en el norte del país y la organización minera, le contó de los daños en su salud, de la culpabilidad que les genera dañar a la tierra, porque ellos saben que pertenecen a ella y no al revés.
Ella le explicó lo que ocurre en la sierra de Puebla, donde tuvo como guía una curandera que fue su voz para hablar con las
mujeres indígenas que habían sobrevivido a la guerra de la violencia dentro de casa. Que lo más difícil era dialogar con ellas desde la igualdad, que, aunque eran amables mostraban recelo para hablar de su vida íntima.
En su primer encuentro se descubrieron disidentes de este sistema, a su modo, con sus propios medios, pero con mucha voluntad y todo el sentimiento de esperanza que cabía en sus cuerpos. El problema con la gente rebelde es que aprenden a sobrevivir a partir de la desconfianza. Así, desconfiaron de su sentimiento, de lo que sus tripitas gritaban. Desconfiaron de ellos mismos, de ese idilio naciente. Sería que sus experiencias frente a la realidad los predisponía al fracaso.
Tendrían que pasar meses. Ella habría vivido un suplicio en las carreteras, las historias de amor violento le habían robado el sueño, necesitaba regresar al mundo a su propia historia de amor o desencanto. Él, respondiendo al llamado, tocó las puertas de su casa con licor en mano, y fue entonces que, hechizados por la magia del bolero, ella sentiría su brazo rodeando su cintura, acercándola a su cuerpo. Ambos descubrirían el baile del deseo. No había terminado la melodía cuando fundieron sus labios en un beso. El primero.
Él desprendería su vestido y besaría sus pies cansados, besaría sus parpados afligidos y lo alborotado de su cabello. Ella sentiría alivio de saberse frágil en los brazos del enemigo, de posar sus desvelos en la fuerza de sus piernas. La primera noche
fue el encuentro de dos universos. Risas ahogadas, juegos de pies, dedos acompasados, resuellos de ternura, de admiración mutua. Se descubrirían niños mirándose a escondidas los rostros dormidos, vencidos ante el reposo del sueño.
Tendrían que encontrarse, tendrían haberse dejado llevar por el placer de sus sentidos, por el milagro de la correspondencia. Pero les ganó el miedo, el compromiso con la realidad, la condena que implica ganarse la vida a partir de la otredad, donde al final se dejaron a sí mismos en último sitio. Tanto tener los pies en la tierra les caló los huesos hasta hacerles creer que era imposible merecerse a sí mismos.
Meterían distancia, imposibilidad de encuentros, kilómetros carreteros, uno que otro mensaje traicionero que dejaba ver que esa lejanía era dolorosa para las partes implicadas. Harían lo indecible para autoconvencerse por separado, que no se querían, que no se adoraban, que no estaban enamorados.
Otro problema con la gente idealista es que es romántica por naturaleza, de otro modo resultaría imposible trabajar contra el establecimiento del sistema, sabiendo de ante mano que se trata de una batalla perdida. Es ahí que el romanticismo, como ejercicio superlativo de la imaginación, tiene la función de actuar en esas personas con efecto salvavidas: imaginando un futuro igualitario, una lucha ganada donde no tenga lugar la violencia, una ejecución del amor de pareja donde no tenga
prevalecer el poder, pero no desde la propia experiencia de hacer, de amar, de dejarse llevar.
Así, entre este par, tendría lugar el ejercicio de negación, de fuerza de voluntad, de evasión misma…
Así, nada cambiaría esa silenciosa mañana. Ella se tragaría las ganas de preguntarle ¿cómo estaba? Él las de saber si ella había dormido bien. Sin embargo, tendrían lugar las insignificancias: un dedo amoratado, inflamado a tal punto que la haría prescindir del anillo. Él encontraría una resistencia absurda del sombrero para entrar en su cabeza.
A media tarde los calcetines terminarían en ovillo al fondo del último cajón del escritorio, qué martirio de arrepentimiento, menudo lio mandar el pantalón al sastre para que recortara el exceso de tela. ¿Con qué habría de tapar la desnudez de sus pies?, esa, la expuesta entre el mocasín y el pantalón, exhibición que lo hacía sentir tan indefenso, así decidió no abandonar el escritorio, aunque su vida pendiera de ello.
Ciruelas pasas, licuado de nopal por la mañana, cereal bajo en grasas, nada daba resultado. Qué fatiga salir cada jornada envuelta en túnicas, no obstante, agradecía sus apegos a ese pasado hippie entre colores y algodón, jaretas y lentejuelas, sin la presión de las tallas. El dinero no daba para cambiar guardarropa entero. “Es solo una etapa”, repetía para sí a manera consuelo.
No era una batalla contra los kilos como lo era contra su apariencia. Esa gordura la hacía sentir perdida, habitando un cuerpo ajeno. Uno que retiene los te quieros y peor que la tortura de retenerlos es la impaciencia de sentirlos, de saberse derrotada en la lucha contra ella misma.
Él ni siquiera se miraba al espejo, era la física la que le pasaba factura. Y lo hacía de manera disparatada. El principio de Arquímedes no le explicaba el fenómeno de ocupación con respecto de su cuerpo. Abarcaba más espacio sin duda, lo sentía en el transporte público cuando las mujeres, sobre todo, se rehusaban a sentarse a su lado. Sin embargo, el cambio no era abrupto cuando se sumergía en la bañera y se asombraba de que el agua no escapara a borbotones, tal como lo esperaba al relacionar su nivel de gordura con su peso, una relación, que, en la lógica, debiera ser directamente proporcional.
“Es absurdo”, pensaba ella.
“Es absurdo”, pensaba él.
“Pero me siento más ligera.”
“Pero me siento más ligero.”
Los cuerpos sobre sus respectivas camas. Sus respiraciones lentas y pausadas, el calor de las sábanas, la corriente de brisa ventilando las habitaciones, surtiendo efecto. Pronto sumergirían su mundanidad en sueño.
Levitación
Las estampas se hacen más pequeñas, la calle de la cerrada, el vecindario entero, el país mismo. La extrañeza del sueño. Ella sin consciencia geográfica solo emitía sonidos de asombro. Él, mencionaba cada porción de tierra que lograba reconocer.
A medida que transcurría el tiempo y acrecentaba la distancia, el espectáculo se tornaba más asombroso. “Es casi exactamente como se pinta en las postales de la NASA”, pensaba él, que no por nada había tenido un coqueteo con las ciencias duras, pero se decidió por las sociales.
“Es como tomar todos los colores del mundo en puñado, bueno, al menos los que se puedan fabricar en brillantina, para después arrojarlos y admirar el breve espectáculo de luces.” Pensaba ella con ese asombro infantil que reconocía en sus gestos cada que se miraba al espejo, y que se desdibujaban a medida que transcurrían las horas del día.
Apenas había tiempo, interés, de mirar sobre sus cuerpos. Que ya no eran suyos. La pérdida de la consciencia sobre su corporalidad. El primer milagro.
El espacio, la expansión de sus pieles, obligó a cada uno de sus órganos a separarse; la elasticidad de la epidermis. El segundo milagro. Las cosas que pesaban, no lo hacían más. El tercer milagro. La calma, la paz de no sentir como un yugo el amor tragado, el amor no dicho, el amor no manifestado.
No más citas angustiosas con el terapeuta, no más juegos disfrazados de ironía, no más cansancio posterior a la actuación cómica donde es esa mujer que aligera situaciones para no reconocer que le duele justo ahí, donde se ríe…
No más aventuras sin sentido para anestesiar el dolor de sus recuerdos, donde sus besos saltaban en su espalda rivalizando con el agua mientras él le lavaba su cabello. Privilegio secreto ese de procurarle la melena. No más ganas de hombre por quererla, aún sobre las mujeres mansas que buscaban su regazo.
Pero los milagros no existen y todo tiene un límite, incluida la expansión de la dermis. Tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe, premisa certera de la física y de la sabiduría popular. De pronto no hay más, de tanto aguantar, de tanto tragar eventualmente tendría lugar la explosión. Sus corporalidades quedarían reducidas a vulgares vísceras flotando en el infinito del espacio sideral, donde, por suerte, jamás se llegarán a encontrar. Precio justo a cambio del amor tragado.