Tierra Adentro

Netflix produjo la miniserie Cuatro estaciones en La Habana, basada en las novelas policiacas de Leonardo Padura (La Habana, Cuba, 1955). Los cuatro capítulos corresponden a las primeras novelas protagonizadas por el detective Mario Conde, exitoso ciclo que Padura ha llamado justamente «Las cuatro estaciones». Además de detective, Conde es un enamoradizo, un bebedor y un escritor frustrado pero, para su autor, «es una metáfora, no un policía, y su vida; simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura».

La adaptación de las novelas corrió a cargo del propio Padura, así, cada capítulo de Cuatro estaciones en La Habana corresponde a una novela que, a su vez, corresponde a una estación del año: «Pasado perfecto» al invierno, «Vientos de cuaresma» a la primavera, «Máscaras» al feroz verano tropical y «Paisaje de otoño» evidentemente al otoño. Conde, que es interpretado por el veterano actor Jorge Perugorría (Fresa y chocolate), se hace acompañar siempre de Manolo, de manera que ambos se convierten en una especie de Sherlock Holmes y Watson tropicales.

En «Vientos de cuaresma» Conde tiene que resolver el asesinato de Lissette, una inocente maestra de preparatoria que un día aparece muerta en su departamento. Las pesquisas de Conde lo llevan hasta una célula de narcomenudeo, que se ha insertado en la escuela donde trabajaba la joven maestra, aunque también sospecha de un compañero de trabajo con el que tenía sus coqueteos sexuales… al final ninguno de ellos tiene nada que ver con el asesinato de Lissette, y gracias a sus poco ortodoxas maneras, Conde encuentra al asesino.

En el segundo capítulo, «Pasado perfecto», Conde tiene que resolver la desaparición de Rafael Morín, un próspero empresario estatal de quien el detective conoce su pasado pues fue su compañero en la preparatoria, cuando conoció también a su círculo de amigos en una época en que «uno espera todo de la vida»; con esos amigos, Conde bebe y se olvida un poco de la rutina policiaca. A este caso se añade Tamara, la guapa esposa de Rafael Morín, y de quien Conde siempre ha estado enamorado.

El caso podría complicarse por la relación personal entre el desaparecido, la sospechosa y el investigador, pero la pesquisa da un giro inesperado.

«Máscaras» es el tercer capítulo y en él Conde investiga el asesinato de quien en primera instancia sólo parece un travesti más. Conde se adentra en la vida nocturna gay de La Habana, en ese submundo soslayado por las autoridades, pero en otro tiempo muy reprimido, sobre todo en sus figuras tutelares (el Marqués quiere ser un ejemplo de aquellos gays que en los años setenta fueron invisibilizados). Pero en ese mundo Conde no encontrará al asesino de Alexis Arayán, hijo de un importante diplomático y con aires de pertenecer a los Illuminati. Llegados a este capítulo, el espectador ya conoce la fórmula «demasiado fácil»: Conde ha explorado varios tentáculos para insuflar la historia, sospecha de varios, pero el asesino está más cerca del difunto de lo que a todos nos ha hecho creer con sus investigaciones.

Finalmente, «Paisaje de otoño» tal vez sea la historia mejor lograda, con tráfico de obras de arte incluido. La tensión crece cuando un poderoso huracán está a punto de entrar en las calmadas aguas del Caribe, en las cuales aparece el cadáver de un hombre: Miguel Forcade, un desertor que se fue a vivir a Miami luego de haber trabajado varios años inventariando las propiedades de quienes abandonaban la isla; en ese trabajo encontró varias joyas artísticas, una de las cuales lo hace volver.

Padura confesó cierta vez que trabajaba en los guiones de «cuatro posibles películas» que, acotaba, «alguna vez se filmarán, si Dios y el dinero quieren», con lo cual es de suponerse que el proyecto de adaptar las novelas llevaba un tiempo en el tintero; finalmente se convirtieron en una miniserie y no películas, o casi, pues cada capítulo dura hora y media. Al parecer, también, el dinero llegó pues la producción es de tal calidad que en la pantalla se puede ver una Habana muy «hermoseada»: uno no se imagina las oficinas de la burocracia cubana tan bien conservadas, ordenadas y eficientes; unas «máquinas» (coches) que arrancan a la primera y corren como si fueran de Fórmula 1; unas tomas aéreas de una ciudad que no parece estarse cayendo a pedazos; tampoco hay carestía: en una escena el mismo Conde se sorprende de que la mamá de uno de sus amigos les ofrezca de cenar arroz con res. La metáfora de que hablaba Padura vuela tan alto en esta miniserie que pierde sus lazos con la realidad.