Una caja negra que se llame como a mí.
Titulo: Caja negra que se llame como a mí
Autor: Diana Garza Islas
Editorial: Bonobos, UANL
Lugar y Año: México, 2016
Desde los primeros versos de Caja negra que se llame como a mí de Diana Garza Islas, el lector advierte que se establecen varios juegos. Uno de ellos parte del lenguaje; otro de la idea de las cajas, sus tipos y formas, como oportunidades para organizar contenidos, como contenedores en los que se vacían significados e imágenes de un universo común e íntimo. Además de algo esencial: la visión de estas como un trozo de papel que al ser doblado de infinitas maneras, crea espacios y estructuras que puedan ser habitadas por referentes, sustancias u objetos de distinta naturaleza.
El libro se divide de seis cajas que, en conjunto, fungen como un solo archivo a revisar: «Caja que es también una caja de hielo», «Caja de flechas para quemar», «Caja para rotular lo bebible de una manzana con cuerpo de vidrio», «Caja a dibujarse con una caja adentro», «Caja que soñó con hélices láctea» y «Caja de miel (ejemplo)». Cada una de ellas contiene una serie de poemas construidos por el diálogo de varias voces que hacen uso del verso y de la prosa, y que experimentan con múltiples métricas y tonalidades. Sin embargo, en este panal es posible reconocer principalmente dos voces: la de la madre y la del hijo, quienes tienen una relación familiar con las formas y los sonidos de su lenguaje: comparten una lengua y hacen de ella un hogar. En cierta medida, los poemas son un registro de su creación en la que se inscribe una genealogía de los nombres y se cuenta su historia a partir de lo que han nombrado.
De estas dos voces, la más sobresaliente es la infantil («¿Pero unicornio qué es? ¿Significa ir a otro lugar?»). Con un verso, esa voz desestructura no sólo la palabra que enuncia, sino el mundo que se crea alrededor de ella; quizá porque para el niño existe, antes que la palabra, la imagen («Todas las cosas son azul mamá»); antes que la enunciación, la imaginación («no es un dinosaurio es una herramienta») y antes que el otro, él mismo («Soy un rey mírame mamá»). En las relaciones que el niño establece entre los nombres y las cosas, sin que intervenga otra lógica más que la suya, están los hallazgos poéticos del libro.
El niño construye su propio imaginario a partir de los elementos más cercanos a él y, al hacerlo, desarticula el del adulto. Lo deconstruye al replantear la interpretación o la mirada de este sobre los objetos y las imágenes, sobre ese doblez (lo biplánico) que plantea el signo. Esta voz se sintetiza claramente en la última caja, «Caja de miel (ejemplo)», un glosario donde se definen palabras desde el concepto de uno de los habitantes de esa lengua que se conforma en el poemario y que ayudan al lector a descifrar algunas de sus partes:
espejo. Es una casa que llevas a todos lados.
mirar. Es como estar en otro lado y no tener palabras.
flor. Es como una piedra que no se toca. Es como una piedra que se traga a sí misma y que se traga
Estas definiciones, hechas a partir de metáforas o comparaciones de imágenes, son claras en sus referentes y en su sintaxis. El reordenamiento del mundo es semántico. Hay una nueva organización de los significados y los significantes. La historia del niño la escribe lo que nombra desde la manera en que lo percibe, sin que el significado tenga la obligación de fijarse en el nombre. Es como si este fuera un juguete que pudiera cam¬biarse cada vez de caja y con ello estar siempre dentro de una nueva clasificación que lo convierte en algo distinto de lo que era.
Por el contrario, en algunos poemas como «Vadodetol», la voz se vuelve a ratos agotadora en su afán por experimentar y establecer juegos deliberadamente poéticos, en diversos niveles lingüísticos: «Decir antelacustre/ impala donde la hay y luz así no inquiere». Y más que invitar al lector a conocer esa otra lengua, a ser testigo de su registro y de su historia a partir de lo nombrado, parece dejarlo fuera. Lo que en principio podía leerse como un ejercicio lúdico termina cayendo en una especie de barroquismo. En estos casos, la sintaxis particular de las imágenes y de lo verbal pone más al lector frente a un rompecabezas o una caja de sonidos.
Es así que al abrir Caja negra que se llame como a mí se pueden encontrar tonos y formas que en su juego van de la convención a la arbitrariedad, de la sencillez al barroquismo, del mundo infantil al mundo del adulto y viceversa. Así como la historia de una lengua familiar cuyo sentido más auténtico está en el habla de esa voz que reconoce la importancia de nombrar frente a escribir, sabiendo que en esta primera acción, a partir de la que se aprehende el mundo, pueden encontrarse y leerse las causas de una colisión o una anticipada catástrofe: «No, no escribas yo los tengo que decir mamá yo tengo que decir el nombre de todos los dinosaurios».