Una breve historia con olor a muerte
¿Cómo podemos reflexionar sobre la muerte desde las artes visuales? Carolina Alba traza las inquietudes de un grupo de artistas que relacionan su trabajo con la muerte del campo (territorio), la muerte del discurso (política), la muerte del maíz (alimento) y la muerte de la ciudad (hábitat), para dar sentido a un conjunto de propuestas que cuestionan nuestra realidad inmediata.
En una de sus publicaciones periódicas para la revista e-flux, Boris Groys (2013) nos recuerda que la finitud de la existencia humana previene a la humanidad de alcanzar la perfección e invita al artista a no volverse inmune ante el bacilo del cambio, la enfermedad y la muerte, sino por el contrario, que se deje permear por estas situaciones, que las explore y confronte. La escasez del tiempo y la energía es lo que determina la finitud humana, pero no sólo eso: estos mismos factores fueron lo que definieron en gran medida las bases para la evolución de la naturaleza. El ideal de la copia de una molécula dependió del tiempo que tuviera, ya fuera para replicarse con gran velocidad o para hacerlo de manera más lenta pero con mayor precisión. El que para ambos casos los recursos siempre fueran limitados, finitos, propició la competencia, y por ende, la ya conocida lucha por la existencia, la supervivencia.
Sin embargo, hay todavía dos variables importantes por considerar en este proceso evolutivo: la estabilidad (resistencia) de la copia del molde, y la gran posibilidad del error en alguna de las copias. El error se vuelve entonces un factor atractivo para retomar, ya que sin poderlo clasificar como mejor o peor, propiciará la evolución misma. De hecho Richard Dawkins, en su libro El gen egoísta (1993), nos aclara que nada en realidad desea evolucionar; por el contrario, la búsqueda por una estabilidad forzó a que dichos replicadores (genes, moldes) desarrollaran maneras de autodefensa, también llamadas máquinas de supervivencia. Dichos vehículos de subsistencia debieron irse perfeccionando en técnicas y artificios, y henos aquí. Pero el objetivo principal de Dawkins en su libro es examinar la biología del egoísmo y el altruismo, y defiende que estas máquinas de supervivencia están programadas para perpetuar las moléculas egoístas, también llamadas genes. De hecho, es irónico pensar que si fuera más fácil aprender a ser altruistas sería debido a un condicionamiento genético. Pero lo que nos interesa al hablar de la muerte, presente de diversas maneras a nuestro alrededor, son aquellas influencias que se han ido aprendiendo y transmitiendo de una generación a otra a través de la cultura.
Dawkins nos ofrece dos panoramas inmediatos, uno en donde reina el altruismo, y otro el egoísmo. En el escenario del altruismo, algunos deberán sacrificarse por el bienestar del grupo, también llamado «selección de grupos»; por el contrario, en el escenario de la «selección individual», algún rebelde no estará dispuesto a tal sacrificio, y esto mismo le dará mayores posibilidades de subsistir y reproducirse. Por consiguiente, la herencia serán estas cualidades egoístas y, tras varias generaciones, finalmente los que quedarán del grupo altruista se identificarán con el grupo egoísta.
Todo esto podría ser «aparente»; sin embargo, si se piensa en la muerte del campo (territorio), la muerte del discurso (política, bienestar común), la muerte del maíz (comida) o la muerte de la ciudad (hábitat) en México, vemos que la teoría de aquel zoólogo inglés heredero de Darwin cobra sentido.
Vivimos en el inicio de la era del info-capitalismo (Mason, 2015), donde la abundancia de la información del conocimiento y la inmediatez de la imagen no nos permiten «fiarnos de lo visible», y hemos tenido que regresar a uno de nuestros sentidos más básicos para distinguir el estado de las cosas: el olfato. En efecto, algo huele mal, a podrido. Distinguimos el olor común/ tradicional de los elotes con mayonesa y chile de nuestras calles llenas de comida pero tirados como basura en barrios extranjeros, herederos de una bio-cultura milenaria; el olor a muerte de las tierras estériles repartidas y millones de muertos por una revolución ficticia, el olor a pólvora de los trofeos de conflictos de años que no permitían trabajar pero que se conmemoran; el olor al dinero criminal normalizado como democracia que fluye a través de los discursos sordos y sin sentido, pero nos cuesta imaginarnos el olor de nuevos hábitos sustentables y una permacultura autosuficiente porque, quizá, hemos heredado el gen egoísta y despiadado. Sin embargo, es relevante reflexionar sobre las condiciones y el contexto donde este ser ha sobrevivido y prosperado.
Este dossier de arte invita a pensar, a través de una breve línea histórica, en la relevancia urgente de políticas alimentarias que reconozcan el pasado particular de una herencia milenaria de la biodiversidad del maíz con el proyecto de Eduardo Abaroa y Rubén Ortiz. Acto seguido, cuestionar la trascendencia del pasado inmediato de la reforma agraria tras la Revolución con la obra de Edgardo Aragón, para así reflexionar en el presente y la democracia que vivimos basados en la normalización del narcotráfico y, finalmente, repensar el futuro de la cultura que queremos heredar entendiendo nuestra historia, considerando un contexto urbano-rural en una era de la producción colaborativa que usa la tecnología de redes para producir bienes y servicios con el proyecto de Rancho Ciencias Naturales de Paulina Lasa. Porque si pensamos que, como Mason cita a Karl Marx, el conocimiento dentro de las máquinas debe ser social, el poder de la imaginación, el diseño y la información basado en un sistema de redes podría permitirnos, quizá, regresar a maneras más altruistas de subsistir por un bienestar de las especies, a partir de reflexionar sobre el riesgo de la estabilidad contra el error y de carecer de una memoria histórica colectiva que nos haga caer en la trampa de repetir patrones.