¿Un seguro contra la extinción?
Contrario a lo que uno podría imaginar, una sensación de vacío aborda a los astronautas no mientras están en órbita, sino cuando regresan a la Tierra. Es lugar común en sus testimonios posteriores que, de vuelta en casa, los viajeros espaciales sienten que su vida ha llegado a una cumbre desde la cual es muy difícil dotar de sentido su pasado o su futuro. Parece que los astronautas que logran regresar viven en un nuevo calendario que se estructura a partir de los aniversarios del viaje. Quizá se trata de una triste fortuna, como todas las promesas al final del arcoíris, pero ese vacío existencial dista mucho de ofrecer las explicaciones sobre la vida en la Tierra que la humanidad ha buscado durante siglos en el cielo nocturno. ¿Qué pasaría, sin embargo, si el viaje espacial no tuviera un regreso? Si el plan, de entrada, fuera partir para no volver.
Ése es el objetivo actual de Elon Musk, empresario conocido por sus opiniones excéntricas y el éxito de aplicaciones como PayPal. Hace más de diez años inició una compañía privada que tiene entre sus misiones desarrollar naves reutilizables y reducir al mínimo los costos de los viajes espaciales: SpaceX.
Musk es un empresario fuera de lo común que muy temprano identificó la importancia de crear un personaje que sostenga una visión gentil de sí mismo y oculte sus complejidades. Es sabido, por ejemplo, que su fascinación por el carácter ficticio Iron Man lo impulsó a diseñar una casa que pueda ser operada por inteligencia artifical. La obra de las hermanas Wachowski (creadoras de la saga Matrix) ha marcado sus ideas del desarrollo tecnológica al punto de declarar que es muy probable que vivamos en una simulación. Recientemente el bautizo de su hijo se volvió una noticia internacional por la peculiar elección de nombre. El bebé que concibió con la música experimental Grimes se llama X Æ A-12, ¿palabra? en la que cada uno de los signos se corresponde con una idea del matrimonio: “X” es la expresión de una incógnita en lenguaje matemático; “Æ” es una variación “élfica” de las iniciales “AI”, que significa “amor y/o inteligencia artificial”; “A-12” es el nombre del modelo de avión favorito de la pareja. Finalmente “A” es la inicial de “Arcangel”, la canción favorita de Grimes.
A pesar de su excentricidad, Musk es uno de los empresarios más poderosos del planeta. Dos de sus creaciones aseguran el bienestar económico de su progenie por varias generaciones: la compañía PayPal, creada para realizar pagos en línea y la empresa Tesla, de diseño de transportes y otro tipo de máquinas (cargadores, pilas, etcétera), que puedan funcionar sólo con energía solar (es decir, independientes de combustibles fósiles).
Pareciera que ambos proyectos abogan por la transición hacia formas de vidas autosustentables, al reducir por ejemplo la huella de carbono que imprimen los centros de abasto comercial y la transportación en vehículos que funcionan con gasolina; sin embargo, otros de sus proyectos (como es el caso de SpaceX) refuerzan una desigualdad social en la que sólo aquellos con suficiente capital financiero pueden acceder a una mejor calidad de vida. Una de sus misiones espaciales está dirigida a brindar un servicio de internet de banda ancha a lugares remotos de la Tierra, mientras que otra presupone la extinción del planeta y persigue crear un refugio extraterrestre.
En 2016 Musk expuso en la ciudad mexicana de Guadalajara, durante el Congreso Internacional Aeronáutico, su proyecto de colonizar Marte. Para él una misión al cuarto planeta del Sistema Solar podría significar un seguro contra la extinción en la Tierra. Si la vida humana está destinada a terminar en unos cuantos cientos de años en caso de que el calentamiento global continúe el vertiginoso camino que mantiene hasta ahora, es necesario encontrar nuevos territorios que ofrezcan otro panorama. Con sus condiciones actuales, sin embargo, Marte no es un lugar en el que una persona pueda sobrevivir siquiera a una caminata sin protección específicamente diseñada para ese propósito, en menos de un minuto la sangre se evaporaría y, aun contando con el material, lo más probable es que las feroces tormentas de arena y la radiación cósmica serían suficientes para reducir la vida a una estancia claustrofóbica en una cueva subterránea.
Según Musk ese contexto no sería un problema en sí. Sus cálculos apuntan que para el año 2040 es probable que al menos un millar de personas esté dispuesta a pagar una cantidad cercana a medio millón de dólares por cabeza para emprender el viaje sin retorno: “Tendrás que ahorrar todo tu dinero y vender todo lo que tienes, como los pioneros que fundaron las primeras colonias estadounidenses”, dijo en una entrevista con Ross Andersen. Dadas las condiciones de vida previsibles en el planeta rojo, es probable que los colonos entraran en tal conflicto entre ellos que la civilización marciana terminaría por autodestruirse antes de alcanzar cualquier clase de bienestar. Sin embargo, el empresario futurista avanzó recientemente en la dirección deseada con el vuelo de Falcon 9, el primer cohete reutilizable para el transporte de personas y materiales a la órbita terrestre y más allá. El 30 de mayo de 2020 la nave Crew Dragon partió del Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida rumbo a la Estación Espacial Internacional, que ha permanecido habitada y en órbita por distintos grupos humanos desde el 2010.
En plena pandemia y desde un país que ya suma más de 100 mil muertes por Covid-19, el presidente de los Estados Unidos presenció el despegue de la tripulación de una nave diseñada con fines estrictamente comerciales. Se trató, a decir verdad, de una puesta en escena absurda en la que una crisis de la vida en la Tierra promete resolverse expandiendo la lógica colonizadora que nos ha traído a este punto hacia el espacio exterior. Es sabido que la aceleración del desarrollo tecnológico iniciado en la Revolución industrial fue la semilla del problema actual de emisiones de gases producidos por combustiones fósiles, que ha aniquilado gran parte de la vida animal y vegetal; por otro lado, a estas alturas de la historia también resulta evidente que el ímpetu imperialista del siglo XVI, cuya lógica axial fue imponer unas formas de vida sobre otras es el responsable de los genocidios y los crímenes de lesa humanidad más devastadores.
Hay una anécdota en la historia de nuestro continente que ilustra bien este punto. En 1595, el insigne pirata sir William Raleigh presentó ante la corona inglesa una crónica ilustrativa de la ambición que los movió a él y a sus hombres a adentrarse por ríos amazónicos y perderse en conversaciones a medio traducir con los nativos para encontrar un lugar construido enteramente de oro. Entre su discurso enfocado en promover la avaricia puede distinguirse también la sorpresa radical de aquel que ha logrado exceder los límites de sus contemporáneos. Se trataba de convencer a la audiencia de que había un mundo nuevo, que ya había sido pálidamente adivinado en textos mitológicos que hablaban, por ejemplo, de mujeres guerreras y ciudades construidas con puro oro.
Las descripciones de los frutos nunca antes vistos por los europeos y la geografía laberíntica de los ríos amazónicos se corresponde con un afán meramente descriptivo (naturalista, precientífico), pero también con el esfuerzo de persuadir a la Corona de invadir las tierras americanas para su explotación. El oro, las piedras preciosas y la fecundidad de la tierra parecían haber sido dispuestas entre gente noble e ingenua para la llegada de los europeos que finalmente sabrían darles el mejor uso para enriquecer al hombre. ¿No es ésta una lógica similar a la que promueve Elon Musk con sus planes de colonizar Marte?
Pareciera que la ingeniería espacial hubiera alcanzado un nuevo culmen en la construcción de naves reutilizables que podrían asegurar un futuro extraterrestre para la humanidad. Si bien lo que sabemos de Marte no lo pinta como ningún Jardín de las Delicias, sino como un paisaje propio de las descripciones infernales de Dante, da la impresión que el nivel de hostilidad de su ambiente es proporcional al nivel de superación de la raza humana. La misma idea de progreso que nos ha traído a este momento preapocalíptico de la humanidad continúa su narrativa hacia dar por sentado que la Tierra muy pronto (¿100, 500 años?) dejará de ser un lugar útil para la vida. Por eso mismo es necesario invertir todos los recursos posibles en sobrevivir en un entorno extraplanetario.
Es cierto que la sustitución de los combustibles fósiles por energías renovables (como la energía solar) es uno de los objetivos de su compañía Tesla y que incluso se prevé que los cohetes de SpaceX puedan funcionar con grandes páneles solares en un futuro; sin embargo, eso no necesariamente implica que la vida en la Tierra (o en Marte) vaya a mejorar. La estructura económica y social en la que se están desarrollando los proyectos de Musk no parece ser distinta a la que nos ha traído al momento actual de crisis. La historia de la “carrera espacial” siempre ha tenido como trasfondo una competencia de tecnología bélica y aún hay cuentas pendientes sobre la relación entre la Guerra Fría y, digamos, la llegada a la Luna. De continuar el desarrollo tecnológico sin acuerdos internacionales o sin organismos de control independientes: ¿Quién regularía un uso bélico de estas nuevas tecnologías? ¿Qué sucedería si un solo país (que es de hecho el responsable de una cuarta parte de la contaminación ambiental a nivel mundial) llegara a poseer el monopolio de los tickets de salida para Marte? ¿Quiénes tendrán derecho a salvarse y quiénes no? ¿Un planeta sería la extensión de una nación?
El plan de SpaceX ha logrado tal nivel de aceptación en el imaginario actual que existen simulaciones montadas con el fin de preparar al ser humano para vivir en otro planeta. Un proyecto arquitectónico llamado “Mars 2117” en Dubái está enfocado en construir una ciudad apta para funcionar en el planeta rojo. Con una inversión de más de 140 millones de dólares, el grupo empresarial Big-Bjarke Ingels trabaja actualmente en hacer de este simulacro algo verosímil.
Aunque hasta el momento no se han encontrado rastros de vida en Marte, la colonización de este nuevo territorio tendría implicaciones funestas. No falta hacer una búsqueda exhaustiva para comprobar que existen problemas más acuciantes que un cambio de escenario para perpetuar cualquier forma de vida. La desigualdad económica y el colapso de las instituciones modernas dentro de los Estados han alcanzado una nueva expresión durante una pandemia viral que no se había visto en un siglo. El antecedente más cercano fue la gripe española de 1918, año que para muchos lugares de América fue más letal por la enfermedad que por la Primera Guerra Mundial. Es quizá precisamente la coincidencia entre el pico más cruel de la pandemia y el lanzamiento de Crew Dragon lo que vuelve todo este panorama más aterrador.
A principios del siglo XX, la experiencia humana seguía un ritmo más pausado que el actual debido, principalmente, a los grandes hitos en transportes y medios de comunicación que ocurrieron a lo largo de la centuria; sin embargo, muchas personas tienen hoy una vivencia muy similar a la que tendría alguien en aquella época: los usuarios de trenes subterráneos, por ejemplo, muchas veces invierten una cantidad de tiempo en realizar un recorrido igual a la que les tomaría hacerlo a pie por el atraso de las partidas y por la cantidad de gente que hay en horas pico. Podría decirse que en ambos momentos históricos (y quizá más acentuadamente ahora) el factor que realmente hace una diferencia en la vida cotidiana es el poder adquisitivo y la pertenencia a una cierta clase social. Esta conclusión es una vieja conocida del género de cierta veta de la ciencia ficción: no importa qué tan avanzada llegue a estar la tecnología o que tan viable sea expandir la raza humana a otros planetas, la lucha de clases seguirá siendo el motor más profundo de la sociedad.
Ursula K. Le Guin, que se cuenta entre las autoras más notablemente optimistas a la hora de imaginar futuros posibles, describió en su novela The Dispossessed (1974) a una sociedad anarquista que sobrevive gracias a una cultura basada en compartir los muy escasos recursos a su alcance. En Anarres, la luna de donde emprende un viaje un filósofo matemático llamado Shevek, el lenguaje ha sido modificado de manera tal que no se emplean pronombres o adjetivos posesivos, sino que para decir que algo es “de alguien” se nombran las relaciones de uso que la persona tiene con el objeto. De tal forma que el právico es un idioma en el que no tiene cabida la posesión y, al desarticular este concepto desde la lingüística la vida adquiere otro sentido. Detrás de este principio subyace la tesis del lingüista Benjamin Whorf, que a su vez la atribuye a Edward Sapir, de que la estructura y la manera en que opera una lengua determinan en gran medida la visión de mundo de sus hablantes. Aunque esta teoría data de la década de 1950 y ha tenido sus retractores, la puesta en práctica de Le Guin permite analizar la posibilidad de habitar un mundo diferente si se reorganiza la manera de jerarquizar los conceptos más cotidianos y, por tanto, invisibles. Digamos que la dinámica que estructura la sociedad y la cultura en Anarres es relacional, es decir, está basada en los vínculos que tienen las personas entre sí y con los objetos.
Por extraño que pueda sonar, el mundo utópico que Le Guin ideó como un posicionamiento contra la Guerra de Vietnam tiene una resonancia abrumadora en los discursos de filósofos mixes como Floriberto Díaz, que postuló en sus escritos a lo largo de 1990 el “tequio” como principal forma de organización política en comunidades de la sierra en Oaxaca. Este modo de organización implica una visión del trabajo como la capacidad del hombre para transformar a la naturaleza dentro de un contexto comunitario en el que distintos grupos de personas se concentran en realizar una tarea para el bien de todos y después disfrutan de los beneficios en conjunto. Se trata de dotar de importancia a los procesos y no a los productos.
En ambos casos, el literario y el político, es posible imaginar nuevas formas de relacionarse entre sí y con el entorno que no necesariamente conlleven a la acumulación en manos de unos cuantos y la escasez para la mayoría. Los esfuerzos actuales para posibilitar una vida fuera de la Tierra han requerido dirigir todas las miras en perpetuar la misma lógica de explotación, en la que la energía de trabajo de los obreros termina transformada en la riqueza acumulada de los dueños.
Elon Musk no tiene en mente una utopía anarquista para habitar Marte, sino un grupo de clientes que puedan pagar por este nuevo servicio a precios exorbitantes: salir de una Tierra en la que la enfermedad, el deterioro ambiental y el desequilibrio climático pronto harán imposible continuar el mismo ritmo desenfrenado de producción y acumulación. Martin Ross y Jim Vedda, ingenieros de la corporación Aerospace, alertaron desde 2018 que debía estudiarse con mayor detenimiento el tipo de daño que generan los cohetes en la atmósfera durante su despegue, tras observar que cantidades importantes de “black carbon” y de unas partículas muy nocivas llamadas “alúmina” se esparcen en la estratósfera y en la capa de ozono, cuya principal función es reflejar de vuelta los rayos ultravioleta emitidos por el Sol. Podría ser entonces que la creciente oferta comercial de viajes espaciales, que supuestamente busca preservar la vida en caso de que la Tierra deje de ser habitable, esté acelerando precisamente su deterioro. Actualmente hay entre ochenta y noventa despegues al año; sin embargo esta industria podría aumentar exponencialmente sin una legislación que la regule y, en tal escenario, el deterioro causado sería relevante a escala mundial.
Más allá de vigilar el desarrollo de esta nueva amenaza global y de seguir demandando el cese total de la producción basada en combustibles fósiles, tal vez el seguro más inmediato contra la extinción sea atender las relaciones de uso y colaboración que dominan las interacciones de nuestra vida diaria. Librar esta batalla en la forma de comunicarnos y de referirnos a los objetos que nos rodean quizás sea el único paso que prácticamente cualquiera podría dar en esa dirección. Si la vida dejara de ser posible en la Tierra también lo sería en cualquier otro contexto mientras perduren las mismas formas de relacionarnos. No hace falta esperar para comprobarlo, a menos de 100 kilómetros de donde sea que te encuentres, lector, hay personas viviendo en condiciones que vuelven inútil toda pregunta por el futuro.