Tierra Adentro
Imagen tomada de Flickr, sin derechos de autor

Una mañana cualquiera, ya entrado el segundo año de peste, cientos de Sinbads yacen sobre las camas revueltas; otros no han despertado del sueño de los justos, las marcas se bifurcan y luego se erigen desde las capas de mugre. Son todas distintas, se colman de culpa y abandono. Las costillas expuestas envuelven el continente frugal, lo que queda de estómago, para luego disolverse en espuma que todo extingue. Cada momento y la suma de los segundos augura un fin al estrellarse el alba contra las islas áridas de la piel desnuda de quienes hemos sido tocados por la noche y cuyas mareas nos han dejado sin viaje de retorno. Los capitanes se quedan varados, antes del alba, los fantasmas —que luego de la Luz devienen pesadillas— pululan desde el silencio. Sinbad lo sabe, tiene presente que todo capitán —toda pirata— se expone a quedar varado ante la neblina, densa y ambarina como un jaibol, o dulce, pero finalmente embriagadora, “borracho de ron y silencios, me deja la memoria a la deriva”. Antes del black out —como bien lo expone María Moreno—, Owen nos regaló líneas para quienes emergemos cada mañana, incluso en las largas madrugadas de alcohol y abandono, una luz ante el dolor y sus oquedales.

Mitad irlandés, mitad tarasco, alusión a la que siempre regresaba con orgullo, Gilberto Owen siempre fue fiel a las transfiguraciones y a las múltiples líneas trazadas geométricamente desde la mística personal hasta la felicidad, corta pero abrazadora, que el amor, los viajes y hasta el desvelo del alcohol lo acercaron hacia nuestra mirada. Hay que decirlo, Owen no le tuvo miedo a las imágenes, su pluma lo llevó a viajes extraordinarios donde la libertad siempre fue sitiada por sus propias cárceles: el desasosiego y el sentirse en falta ante el desconocimiento de su poética. Como los marineros errantes, en ocasiones el haber sido más invisible —fantasmal— provocaba cierta tranquilidad, como en alguna ocasión lo confesaría un año antes de morir a su médico de cabecera y compañero de cofradía en los Contemporáneos, Elías Nandino. (Quirarte, 2005: 80). Quien naciera el 13 de mayo de 1904 en El Rosario, Sinaloa, sostuvo en su interior el deseo constante de encallar en distintas voces, distintos puertos.

Como lo admiten los que han navegado a su lado —como Alí Chumacero, Jaime García Terrés, Tomás Segovia, Vicente Quirarte, Roxana Elvridge-Thomas— si bien ha sido el escritor más desconocido del grupo, en las generaciones posteriores, la llama poética siempre nos lleva a su lado, y con él, más que al viaje iniciático, nos invita a una travesía hacia el interior, debajo de las capas de quienes podemos ser y que, sin embargo, renunciamos para mirar extasiados el cómo la espuma deslava los vestigios de quienes hemos sido: el fuego purifica los restos para mostrarnos la imagen restante de la unión entre la vigía y el sueño que en ocasiones deviene etílico. El también autor de la novela experimental, a veces poema en prosa, Novela como nube tuvo siempre la delicadeza de invitar a sus embarcaciones a aquellas plumas que en la intimidad lo entendían todo. Ya se sabe, más allá del amor desatado por la desnudez del cuerpo que nos embelesa, probablemente para quienes somos orientadxs por las sirenas en las profundidades, el lugar más feliz, y quizá donde todas las sombras que nos habitan hayan quedado proyectadas, sea delante de nuestros libros, de la magnificencia de quien nos dice en la plena soledad las penas que también él o ella han vivido:

 

Yo, en alta mar de cielo

estrenando mi cárcel de jamases y siempres.

 

Dentro de ti, la casa, sus palmeras, y su playa, el mal agüero de los pavos reales,

jaibas bibliopiratas que amueblaban sus guaridas con mis versos,

y al fondo el amarillo amargo mar de Mazatlán

por el que soplan ráfagas de nombres.

Mas si gritan el mío responden muchos rostros que yo no

conocía

o que borró una esponja calada de minutos,

como el de ese párvulo que esta noche se siente solo e íntimo

y que suele llorar ante el retrato

de un gambusino rubio que se quemó en rosales de sangre al mediodía. (Owen, 1996: 71)

 

Dentro de las alusiones que ya discutía en un principio, se encuentran justamente las librescas o, mejor dicho, aquellas que se relacionan directamente con el amor que Owen siempre juró a sus poetas y cómplices, amigos de los que encumbró un estallido por compartir el alba, la palabra y el azogue.  Esas cárceles que tenían que ver con no ser el poeta triunfal en su Bagdad olvidadiza —como siempre denominó a la Ciudad de México— también encontraban el matiz de libertad con las correspondencias entre sus amigos: Cuesta, Villaurrutia, Gorostiza, Novo y Nandino, en México, Jorge Zalamea Borda, en Bogotá. Toda relación epistolar tiene algo de fantasmagórica, como si en la comunicación nuestras voces se desplegaran entre susurros y ectoplasma: todo se observa estático y, de repente, nuestras memorias se encuentran en ese mismo lugar, compartiendo el dolor de la partida, la angustia del fracaso. Por supuesto que las numerosas cartas dispuestas a Clementina Otero y aquellas erigidas hacia sus amigos son muestra del género literario que deriva a veces prosa, generalmente líneas poéticas que podrían volverse tomos, como lo expone Jaime García Terrés: “la diluida catástrofe que lo asediaba, nos ha privado de aquellas notas y versiones, así como de la mayor parte de una prosa epistolar que debió de haber sido copiosa, y que se antoja llena de su habitual impulso poético de claves para entenderlo mejor” (García, 1980: 25). La mayoría de sus críticos, incluidos Terrés y Quirarte, desnudan el hecho de que su llama se eleva con los umbrales de visión y las múltiples imágenes impregnadas al mismo tiempo de las citas y las plumas que incluso comenzó a traducir sobre todo durante su estancia en Filadelfia, de acuerdo con una de las últimas cartas dirigidas a Reyes: Emily Dickinson, Valéry, William Carlos Williams, Blake, entre otras resonancias prófugas del esnobismo tan asentado después de la Revolución mexicana y que cargaron la pluma de quien posara para Roberto Montenegro en 1927. Ante la búsqueda infinita capaz de llevarnos al instante de palpar el hallazgo, cuyo brillo refleje la melancolía que sentimos mientras la leche se derrama y las nubes pasan sobre nuestro rostro jugando a ser viejas por la sombra, no hay más que buscar tales reflejos en otros ojos, en otros libros. Tomás Segovia sostiene que en la obra de Owen las alusiones librescas no pueden separarse de los acontecimientos: quizá una siempre se nutre de la otra:

 

Vemos entonces que otro rasgo de ese estilo, las constantes alusiones librescas, que podría parecer menos necesario, es cuando menos eficaz para la creación de este ambiente. No sólo porque esas alusiones contrabalancean la confesión directa y personal (lo cual después de todo podría ser superficial) sino precisamente, me parece, por la razón mucho más profunda y compleja de que nos sitúan de entrada en mundo donde esa poesía quiere hacernos vivir: un mundo donde los libros y los acontecimientos no pueden separarse , porque el sentido de esos libros o, dicho de otra manera, el sentido de la poesía es justamente el mismo que el poeta trata de instaurar en el momento preciso en los que leemos, la consagración de los lugares y los acontecimientos […] No se trata, una lo vemos, de que la vida sea libresca; son más bien los libros los que están invadidos, obsesionados por la vida. Es lo contrario de una vida poetizada: una poesía viviente. (Segovia, 2001: 22-23)

 

El hallazgo literario siempre se nutre de la experiencia de la lectura que toca, mediante los tercetos y el verso, el punto que nos une dentro del ritmo poético, del que rezuma “suprema elegancia espiritual”, como Quirarte lo sostiene. Así, frente a los múltiples espejismos y visiones, lo cierto es que no hay imagen poética que perdure intacta sin haber tocado en carne la granada y el azogue, la vida en sus múltiples experiencias que conforman aquel crisol del que las letras de los Contemporáneos se iluminaron hasta su extinción cárnica.

Quizá Owen sea el poeta que haya comprendido la dimensión del amor más allá de sus formas clásicas; como bien lo admite Quirarte: “tuvo la nobleza necesaria para ejercer el difícil oficio de la amistad”. Si lo pensamos detenidamente, no puede existir tal, si acaso nuestra mirada no se reconoce mediante los ojos de la complicidad, y puede que la literatura —una vez más— haya logrado que las voces, incluso fantasmales, y los recuerdos —cada vez más lejanos desde las comarcas parceras o las calles impolutas norteamericanas— unieran por momentos a los amigos convertidos a veces en tripulación, y otras, en mórbidos cantos de sirenas. Por supuesto que su aventura latinoamericana no fue menos intensa, en ocasiones inquietante. Todo espejismo es onírico y el deseo de quedarse instalado en esa ingravidez es muchas veces los que nos devuelve el alivio de regresar, pero si acaso no existe a quién encontrar en el puerto, es posible que el estado ideal sea viajar, antes que sentirse estático.

En Bogotá sucedieron muchas cosas, además de su boda con Cecilia Salazar y el nacimiento de sus hijos, comenzó una carrera en el periodismo, pero los fantasmas no cesaron y, de pronto, Sinbad volvió contra sus peñascos, como lo relata Quirarte a propósito de un viaje que hizo a Colombia para encontrar los vestigios de aquella embarcación en aguas del sur, pues: “El marinero que se fue en busca de otros puertos, ya no oye, pero sí que habla”, y su voz toma cuerpo mediante los testimonios de los amigos colombianos:

 

En 1934 Owen parece muy atractivo en El tiempo, como lo demuestran los artículos citados, así como lo que incluye Luis Mario Schneider en la hemerografía de las Obras de Owen. De pronto, estas colaboraciones cesan. En esos momentos, Owen vivía del periodismo y, por la experiencia que sus lectores tienen de él cuando se enfrentaba a alguna tarea, su actividad era febril y compulsiva. ¿Cómo explicarse esa interrupción súbita de un trabajo que ocupa permanentemente la primera plana del suplemento Lecturas dominicales? La explicación me la dio Fernando Charry Lara, en un almuerzo que tuvimos […] Y Charry evocó, con su memoria cortés y aguda, a Owen como traductor de cables internacionales para la United Press. Lo recuerda también, a las horas de asueto, en el Café Victoria, cuartel general de los poetas piedracielistas, aislado, en mesa aparte, absorto en sus lecturas, con una taza de café que en realidad contenía aguardiente Cundinamarca. Doble violación e incitación al desorden, si se piensa, primero, que Owen bebía —y fuerte— por la mañana; segundo, que en Bogotá era muy mal visto que alguien pidiera una bebida criolla. (Quirarte, 1991: 46)

 

Pasaron casi diez años, Owen se exilió así mismo, deambulando ya entonces entre los fantasmas y, desde luego, la vanguardia, las tertulias y las múltiples fiestas y llamadas hacia el calor ambarino, firma en 1942 su Bitácora de febrero, Simbad el varado, y regresa por instantes a su Ciudad. La Bagdad lo acoge entre los tequilas, las noches en el Cabaret Leda y los comienzos de la enfermedad y se reencuentra con Clementina, que como bien delinea Quirarte: “sólo para mirarse mutuamente fantasmas, con un aire de haber sido y sólo estar ahora”, y regresa para irse a la última parada, el viaje sin retorno.

Ciertamente, la idea de inmovilidad denota la idea de infierno personal, puede que el deseo de regresar a la patria que ya no era aquella que dejó décadas atrás no fuera tan fuerte como el deseo de flotar entre claroscuros, en todo caso quedarse imantado por los hallazgos y los juegos en los que se encuentran los dedos, también la lengua. La mañana del 9 de marzo, Sindbad encalló, y tras la ceguera y los achaques, su cuerpo se quedó flotando entre las nubes de dos ciudades equidistantes cuya unión ya solamente se dibuja por la figura del poeta melancólico cuyo fantasma siempre regresa al puerto sinaloense.

 

Tal vez mañana el sol en mis ojos sin nadie,

tal vez mañana el sol,

tal vez mañana,

tal vez.

 

Y siempre, las generaciones se empeñan en perseguir fantasmas. Y en este segundo año de la peste, es posible que de alguna forma lo seamos de quienes nos desprendimos hace un par de años. El rescate siempre es el hallazgo.