Un puñado de imágenes para llegar a Sergio Pitol
En 1997, Rafael Toriz, aún estudiante de secundaria, descubrió la existencia de Sergio Pitol. Desde la anécdota, Toriz da un recorrido por los encuentros personales y literarios que el joven escritor tuvo con su maestro en las aulas de la Universidad Veracruzana y en los encuentros íntimos a través de los libros y las lecturas.
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Contaba con catorce años la primera vez que me enteré de la existencia de Pitol. Era 1997.
En la secundaria donde estudiaba, mi profesora de español me tenía una particular buena disposición, por tres hechos que considero fundamentales:
a) Desde los seis años mis padres me hicieron estudiar música clásica con resultados más bien limitados, lo que por otro lado no me impedía jactarme de mis estudios extracurriculares a la hora de exhibir mis habilidades con la flauta traversa ante espíritus sensibles con la capacidad de ponerme dieces en la boleta.
b) Para entonces había yo leído las Narraciones extraordinarias de Poe en una edición española encuadernada en piel maravillosa, lo que me sumaba puntos en un grupo en el que la mayor parte de la horda masculina estaba abocada a ignorar a la profesora y a afirmar la adolescente heterosexaulidad a través de picar con lápices y compases los culos de los despistados.
c) Una de mis tías, lectora del Quijote y de las novelas de Pérez Galdós, trabajaba, al igual que la profesora, como catedrática de español en una escuela secundaria técnica; eran amigas y coincidían en sus juntas de academia.
Sentado lo anterior, llego al punto por el cual me topé con el mago de Viena.
Para una evaluación bimestral era necesario entrevistar por parejas a un personaje que consideráramos relevante para la sociedad. Todo mundo hizo un organigrama que yo, por mi cercanía con el poder, desdeñé con arrogancia.
El día de la evaluación me percaté de que mi buena suerte no podría con el mínimo rigor de la profesora, que ante mi tarea faltante, y para mi sorpresa, amenazó con reprobarme y, por lo bajo, acusarme con mi tía.
Viéndome acorralado ante semejante contingencia, intenté salvarme lo mejor que pude y peroré:
«Lo que sucede es que concerté, junto con mi compañero de fórmula, una entrevista con el escritor Sergio Galindo[1], y el autor no puede atendernos hasta hoy por la tarde. Pensamos entonces que la entrega de nuestra entrevista bien puede esperar hasta mañana».
—¡Sergio Pitol! —interrumpió con ilusión la profesora—. ¡Qué maravilla!
No miento al asegurar que jamás otra mujer me ha vuelto a mirar con ojos similares: era tanta su alegría y esperanza que habían conseguido cambiar el apellido del entrevistado.
Momentos después, al estallar la chicharra, la profesora me tomó del brazo y sostuvo severa:
—No sé cómo le vas a hacer, pero para la próxima clase me traes una entrevista con Sergio Pitol, a máquina y a doble tinta. Cuidadito y no la traes, que te llevo a extraordinario.
Justo antes de abandonar el aula, gritó desde su escritorio:
—¡Sergio Galindo está muerto, tarugo!
Esa tarde, consciente de que había sido sorprendido en flagrante villanía, me dispuse a cumplir con mi tarea.
Como no se me ocurrió una mejor idea hice lo que pude: inventé una entrevista con Pitol de la que lo único que recuerdo es la siguiente frase: «el escritor nos recibió silbando una canción que, según habría de relatarnos más tarde, le habían enseñado unos chiquillos menesterosos durante su último viaje a Madrid».
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Dos años después volvería a toparme con Pitol durante la presentación del libro La casa pierde de Juan Villoro, personaje que, debido a sus comentarios rápidos, un saco de pana color mostaza y una estatura que me deslumbró —hasta entonces yo pensaba que los escritores eran únicamente fotografías en blanco y negro— acabaría por volverse otro símbolo literario de mi vida. Al finalizar el evento se me ocurrió acercarme para pedirle, ahora sí, un testimonio magnetofónico para un periódico de los alumnos del bachillerato de la Preparatoria Juárez.
Con una sonrisa atenta me dio su número. Y añadió, atemorizándome:
—Con gusto. Pero lea uno de mis libros.
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La entrevista era sólo un pretexto para platicar con un escritor profesional y empaquetarle, de manera discreta, mis flamantes textos con la esperanza de recibir su comentario. Sirvió también para que yo leyera Infierno de todos.
Me presenté al encuentro con una grabadora inmensa y estorbosa porque no conseguí una de reportero. Me dediqué a preguntar algunas generalidades que fueron respondidas con detenimiento e interés. Claro me quedó que el maestro me trataba, pese a mi juventud y desatino, con seriedad y respeto. Fumábamos de sus Marlboro.
Pitol guiaba y escuchaba. Al preguntarme si estaba interesado en escribir recibió con agrado mis manuscritos, sacó un par de libros y me los dedicó con generosidad apabullante, «con la esperanza de encontrarnos en la Universidad y el deseo de que se vuelva un gran escritor». Emocionado como estaba, le conté la historia sucedida en mi secundaria y le pedí autorización para escribir un cuento gótico con él como personaje principal: Pitol sería una suerte de Mr. Hyde mezclado con Barba Azul, un asesino de sus entrevistadores con la finalidad de degustar un caldo neuronal que nutriría su literatura y los jardines de su casa.
Obtuve una sonrisa amable como respuesta.
Años después me enteraría de que esa parte de la conversación la escuchó con su oído defectuoso.
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Ese día, con mis ejemplares firmados de El desfile del amor y El arte de la fuga, salí de su casa con la certeza y la esperanza de que yo también podría dedicarme a escribir.
Con y sin mentiras.
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Primeros días en la Facultad de Letras de Xalapa. Ante un auditorio atestado hasta las ventanas, Pitol lee a carcajadas Los empeños de una casa. Los asistentes al curso de teatro novohispano estamos extasiados, en completa romería y carnaval ante la genialidad de Sor Juana.
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Llego a un territorio desconocido, estimulante y atractivo como pocos: El arte de la fuga. Entreveo la posibilidad de una escritura elegante no peleada con la vida; una prosa nítida y novedosa, brillante sin ampulosidades: una manera de transformar el adjetivo en una piedra redonda, perfecta y bruñida. Concisa y alegre.
No comparto el arrebato por «la novedad» de la hibridación genérica (otras literaturas registran la técnica siglos atrás y me parece que toda literatura digna se resiste a ser circunscrita dentro de los muros de su lengua). Me apasiona, sin embargo, el entrecruzamiento del ensayo, la autobiografía y la crónica, esa suerte de textualidades orgánicas que vuelven literatura la realidad. El viaje, a su vez, como fundamento de la escritura: hallazgos, inventos, miradas. Todo se revela como un conjunto distorsionado que hace de la experiencia en este mundo una realidad paralela y misteriosa, interesante y pesadillesca. El otro mundo nos habita plenamente.
Descubro Las ventanas clausuradas de Alexandru Vona y me entrego a una pasión maligna que desea agotar, sin conseguirlo desde luego, la escasamente traducida literatura rumana.
Comparto el libro. Termino la escuela. Conozco la dicha.
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Durante una estancia en Barcelona a principios de 2005, conozco por fortuna la deslumbrante colección «Los heterodoXos», de Tusquets, dirigida por Sergio Pitol. Es así que engroso mi biblioteca con Carta a la vidente de Antonin Artaud, Correspondencia Abisinia de Rimbaud, Escorpión y Félix, la única novela humorística de Karl Marx, Manera de una psique sin cuerpo de Macedonio Fernández, Cómo escribí algunos de mis libros de Raymond Roussel, Teatro laboratorio de Grotowski y algunas otras maravillas disponibles a precios ridículos en las librerías de viejo de la capital catalana.
Pitol lo ha demostrado: la excentricidad no se cultiva, se asume como una preciada pertenencia.
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Me encuentro algunos libros excelentes traducidos por Pitol, esa tarea que en mi opinión ha elevado al nivel de obra literaria de primer orden: Cosmos, Trasatlántico y el Diario argentino de Gombrowicz; Las tiendas de color canela de Bruno Schulz; su versión de El corazón de las tinieblas; La vuelta de tuerca de Henry James (aunque en este caso me quedo con la traducción de José Bianco, Otra vuelta de tuerca), y el milagro que constituye su traducción de Las puertas del paraíso de Andrzejewski, que contiene uno de los finales más bellos que jamás he leído: «Y caminaron toda la noche».
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Octubre de 2006. Buenos Aires en plena primavera.
Aunque las condiciones de mi primer viaje a la Argentina son inmejorables, me siento deshecho y perdido ante la vida, caminando sin ninguna finalidad que no sea el abrazo nebuloso del alcohol y el desarraigo permanente de una ciudad desconocida.
En los discretos espacios de sobriedad leo un poco.
Me percato de que leer el Diario argentino es un ato que me reporta un placer malsano y me doy cuenta de la innegable relación que guardo con Pitol.
Leyendo su traducción de Gombrowicz percibo el rigor literario, la intuición poética y la infinita pasión de un hombre abocado a la literatura. Pitol se me revela no sólo como un altísimo traductor sino también como un personaje vital y centelleante.
La calidad de sus traslaciones brilla en su castellano gimnástico; vigoroso por su elasticidad y capacidad de expansión. De repente asimilo que Pitol me ha vuelto menos ignorante a las literaturas eslavas y a la polaca en particular.
La intensidad de sus traducciones lo inserta en los vastísimos campos de la literatura universal.
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Finalmente estoy sentado en mi escritorio, una vez más en Buenos Aires, intentando sacar en claro las relaciones con los lugares habitados, las experiencias vividas y los libros abandonados. Me encuentro conmigo, describiendo ese otro mundo agazapado en las entrañas.
Y sólo quedan, por el momento, unas imágenes, hechas y deshechas, perdidas e inventadas:
«Uno, me aventuro a decir, es los libros que ha leído, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas».
[1]Conviene acotar, para no dar falsas impresiones, que yo estaba familiarizado con el nombre de Sergio Galindo únicamente porque el bimestre anterior habíamos leído Polvos de arroz.