Un novohispano en el siglo XX
Titulo: La conversación en México
Autor: Artemio de Valle-Arizpe
Editorial: Jus
Lugar y Año: México, 1944
Uno de los máximos honores con que se reconocía al Cronista de la Ciudad de México era que la calle en la que vivía tomaba su nombre: es así como existe la calle Artemio de Valle Arizpe en la Colonia del Valle, la de su antecesor, Luis González Obregón, en el Centro, y la de su sucesor, Salvador Novo, en Coyoacán. (Don Artemio vivió en el número 16 de la que ahora es su calle.) Aunque nacido en Saltillo, Coahuila, en 1884, De Valle-Arizpe vivió desde mancebo –diría él– “en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México”, aquí permaneció la mayor parte de su vida y a esta ciudad dedicó la mayoría de sus libros así que no es extraño que se convirtiera en su cronista.
Su paisano Julio Torri recuerda que “Nervo fue quien descubrió a Valle-Arizpe, allá por los comienzos del siglo [XX] y quien le hizo publicar en la Revista Moderna de México sus primicias literarias, firmadas con este seudónimo: Astolfo de Nerval. Jamás volvió a servirse de nombres literarios, porque el suyo lo era bastante”. Ya con su nombre, firmó numerosos libros de crónicas, novelas y ensayos, entre ellos: Historias de vivos y muertos (1936), Por la vieja calzada de Tlacopan (1937), Historia de la Ciudad de México, según los relatos de sus cronistas (1939), Historia, tradiciones y leyendas de calles de México (1957) y sus novelas Canillitas (1941) y La güera Rodríguez (1949). En el Canillitas dice Torri: “bautiza a sus personajes con nombres de sus amigos y condiscípulos. Más de uno de ellos se sorprendió, hojeando este compendio de donaires, de hallar su nombre y apellidos en la persona de un tabernero, o de un callanesco don Juan de arrabal o en cualquier otro rufián”. Y agrega: “Artemio era la travesura misma” pues el mismo De Valle Arizpe se definía como “un místico forrado de picardía”.
En su juventud, don Artemio fue amigo del pintor Saturnino Herrán y en San Luis Potosí del poeta Ramón López Velarde, en quien se inspiró para escribir un poema que siempre se ha adjudicado al jerezano. Además de escritor, fue bibliófilo, anticuario y diplomático en Holanda, a donde después mandaba a encuadernar sus libros, Bélgica y España. En la puerta de su sorprendente biblioteca había una curiosa leyenda: “Esta biblioteca se hizo con libros prestados. No presto libros.” Sucedió a su amigo Victoriano Salado Álvarez en el sillón X de la Academia Mexicana, a la que ingresó en 1933 con un discurso sobre fray Servando.
Una tía de Carlos Monsiváis era la ama de llaves de don Artemio y el entonces niño visitaba a su familiar los domingos. Claro, allí se encontraba con don Artemio, a quien años depués recordó como “una figura excéntrica, hoy casi desconocida, que vivía resucitando vocablos del virreinato, en una casa llena de antigüedades”. En Don Victoriano Salado Álvarez y la conversación en México (1944), hace un repaso de sus muebles: “Lo vi muchas veces [a Salado Álvarez] en la mía propia, tan modesta, sentado en un sillón frailero de ancho regazo de terciopelo granate, con vieja clavazón dorada y chafados galones, en el que mucho le placía arrellenarse con toda comodidad y regalo, mientras yo le iba mostrando telas, marfiles, porcelanas, sortijas, vidrios, miniaturas, encajes, hierros cincelados, abanicos, tabaqueras, las mil y una brujerías que me he dado a coleccionar con inútil afán”.
Don Artemio tenía aspecto de dandy, así lo recuerda su sobrina-nieta, la poeta Claudia Hernández de Valle-Arizpe, quien cuenta que al igual que el número de iglesias en Cholula, don Artemio tenía 365 anillos: uno para cada día del año. A su muerte, el 15 de noviembre de 1961, donó su biblioteca al Ateneo Fuente donde había estudiado en su natal Saltillo, que años después, en marzo de 1984, se incendió con los cientos de incunables adentro. Letras vueltas humo que se llevó el viento, libros convertidos en ceniza.