Un lugar para quedarse (Naive melody)
Un día notas que es necesario ir a cortarte el pelo. A partir de ese momento, todo tiene que ver con eso. El copete se te mete a los ojos y no puedes acomodarlo. Se vuelve ingobernable. Saberlo se vuelve un problema. Cada paso está relacionado con ello. Tengo tres días notando que algo está mal, que en las fotos apenas se me ven los ojos y que ya no puedo sobrevivir sin un pasador que detenga la furia de un flequillo que aspira a cubrirme la cara hasta dejarme ciega.
Empecé a leer una novela cuyos personajes son todos artistas y escritores de inicios del siglo pasado. Una lista interminable de nombres que el autor supone su lector debe conocer para alcanzar el mayor grado de entendimiento. El tipo de texto que hace sentir en deuda a sus lectores, que les deja siempre la sensación de no estar entendiendo del todo, que los hace sentir como alguien incapaz, estúpido o ignorante. Un tipo de lectura que exige un proceso de pausas, trabajo y relecturas. Una ficción que no se explica en sí misma y que, como esa “alta literatura”, ocurre entre colegas. Libros escritos por escritores y para escritores. Escritores que se reúnen con sus pares para hablar de literatura y no de ficción, de formas y no de fondo. Identificar este fenómeno me deja con la misma sensación con la que desperté hace tres días: debo ir a cortarme el pelo cuanto antes. Después de esa lectura, me he sentido imposibilitada para leer cualquier cosa, no puedo con la sensación. En mis palabras: “ya ningún libro me hace”. Lo digo así, pensando que lo mismo podría decir de una medicina que ya no me quita el dolor o de un trago que ya no marea.
Quizá leo movida por aquella primera vez que leí un libro y lo terminé, por la sensación de que podía entender lo que ahí pasaba. Una obra que podía explicarse en sí misma, la construcción de un universo sin huecos o con huecos que planteaban posibilidades, no límites. Universos que, evidentemente, pueden leerse desde distintas dimensiones, ubicarse en un contexto, ser analizados exhaustivamente por su autor, pero que en esencia se construyen a sí mismos con sus personajes y situaciones.
A diferencia del texto que me dejó sin ganas de leer, la Literatura Infantil y Juvenil se construye a partir de un lector modelo o del anhelo infantil del autor, pero pocas veces se piensa como un ejercicio para enfrentarse con otros colegas. Casi nunca se trata de un quehacer endogámico, no pretende volverse de nicho, mientras llegue a más lectores, mejor. Recuerdo pocas iniciativas para promover la lectura entre adultos, mientras la lectura en los niños es casi un deber ciudadano, un tema de Estado.
A pesar de que el público es un ente lejano del que se sabe o se recuerda poco, la aspiración para la literatura infantil es lograr conectar con alguien distinto en edad, en condiciones y en intereses. Un adulto tratando de hablarle al referente que ha construido, a alguien que no se parece a él y tampoco es un colega. Un lector al que se le construye un imaginario y un universo completo en el que se puede mover desde su propia edad. Un ejercicio que, a pesar de ser autorreferencial y estar sometido a la crítica, se construye mediante otros referentes. Sus autores intermedian entre dos mundos, se mueven entre la nostalgia y el anhelo por el futuro.
Mientras tanto, ya me acomodé el flequillo y me molesta menos; también dejé aquel libro de lado. Decidí que no quiero leer algo que me quite las ganas, aunque quizá sea el favorito de alguien más. Tal vez no sé leer libros para adultos, puede que el problema sea yo.