Tierra Adentro
Portada de “La mítika mákina de karaoke” de Juan Pablo Ramos. Tierra Adentro.

Soy tan desdichada… ¡quisiera morirme!

AMANDA MIGUEL

TRACK #1: “MI HISTORIA ENTRE TUS DEDOS”

Les voy a confesar algo: desde niño, además del azúcar, mi principal fuente de energía es la música de Fey.

Cuando llegaba el turno de responder a mis compañeritos de kínder qué quería ser de grande (uno decía: ¡yo quiero ser policía!; y otro: ¡yo quiero ser bombero!; otro más lejos: ¡yo quiero ser astronauta!; otro más cerca: ¡y yo quiero ser como mi papá!), yo les respondía: ¡Pues yo les gano, fíjense! ¡Yo quiero ser como Fey!

La videocasetera era mi refugio. ¡Chingos de veces bailé a ritmo de sus coreografías con el VHS de aquel legendario concierto filmado en el Auditorio Nacional! ¡Qué tiempos! Recuerdo con cariño aquellas frases recitadas en un bosquecito, cortinillas cursis entre cada número musical. Sentada junto a un río, Fey decía: la luna es mi mejor amiga. ¡Qué dulce! ¡Qué azucarado! ¡Azucaramargoso! Y si Fey era mi mejor amiga, y ella la de la luna, eso significaba que nuestro vínculo me acercaba tantito más a la luna, ¿a poco no?

Mi infancia fue arrullada por el sonido estéreo del bubblegum pop mexicano. ¡Qué mejor que la voz de María Fernanda Blázquez Gil! No se equivocaba su tía Gloria: Fey nació para ser una estrella. Enérgica, radiante, por siempre de diecisiete años, así recuerdo a Fey, con su camisa a cuadros amarrada en la cintura, su pañoleta en la muñeca y su sedoso cabello castaño claro, un recordatorio de que los sueños pueden volverse realidad. ¡Pero también las pesadillas!

Una noche lluviosa, hipnotizado frente al viejo televisor Samsung, esperaba impaciente la presentación de Fey en el Festival Acapulco de 1998. Reinaba una atmósfera siniestra, como el comienzo de una peli de terror mexicana setentera. Temía que un apagón más escalofriante que el de Yuri me dejara a oscuras y sin Fey. Para colmo, un pleito con mi jefe dejó hecha un mar de lágrimas a mi jefa. Ella decidió encerrarse en el baño para chillar a moco tendido. Yo no era muy versado en leperadas para ese entonces, pero creo que le dijo “pendeja” y “puta”, y eso que mi jefa no tenía un pelo de tonta y menos de promiscua. Mi jefe aprovechó el encierro de mi mamá en el baño para hacer no sé qué tantas diligencias, guardar cosas, bajar cajas y mentar madres. Luego se salió bien envalentonado, dizque para tomar aire. De no haber permanecido embobado viendo televisión, ¿habría sido distinta mi suerte?

Mi jefa abrió la puerta del baño como si fuera la infortunada protagonista de un culebrón del Canal de las Estrellas, Adela Noriega o un pedo así. Adicta al melodrama, corrió a reproducir en el estéreo el casete de Gianluca Grignani, un italiano que ya pasó de moda y que le gustaba mucho por ese entonces. Se sabía todo el disco y eso que nomás traía un hit, el de “Mi historia entre tus dedos”. ¿Qué habrá sido de Gianluca Grignani?

Para no hacerles el cuento largo, mi jefa y yo notamos algo raro. Mi jefe ya se había tardado en regresar a casa. Las horas pasaban y pasaban y él llevaba un rato considerable “tomando aire”. Qué aire ni qué ocho cuartos, dijo mi jefa, puras pinches caguamas. A mi jefe le gustaba el chupe y había que soportarlo, porque trabajaba de lunes a viernes y traía dinero para la comida. Nos obligaba a tolerar sus rancios tequilas con Squirt y sus partidos de fútbol chaquetos con la estruendosa voz del Perro Bermúdez sonorizando mis pesadillas machistas, sus discos de Rock en tu idioma a todo volumen; los vecinos, asqueados de los berridos de Alex Lora, acababan llamando a la patrulla. Si le llevábamos la contra, si le pedíamos que le bajara y que dejara el trago, amenazaba con ponernos una madriza. Pensé: ¿y si mi papá se abre a la verga no me estará haciendo un favor? Por eso no le dije a mi jefa que lo vi sacar sus triques en una pinche caja de plátanos del Carrefour.

Mi pobre jefa se puso bien ansiosa y salió en su búsqueda. Bastaba una simple vuelta por la colonia. Seguro lo encontraría por ahí fumándose sus faritos. ¡Cómo la volvía loca el cabrón! Alguna vez me dijo que se enamoró de él porque le daba un aire a Saúl Hernández, el de Caifanes. La neta, yo nunca lo vi con admiración. Mi padre verdadero fue Emilio Azcárraga, su monopolio me enseñó todo lo que sé de la vida. En aquel entonces parecíamos una familia de anuncio de campaña del PRI. Casa de interés social nuevecita, vivienda para todos, Tratado de Libre Comercio, Festival Acapulco, ¿qué podía salir mal?

Años después lo supe.

Mi jefa se armó de valor y fue a tocar a la puerta del compadre de mi jefe para preguntar si de casualidad había estado por ahí esa tarde. El méndigo ruco le dijo que sí. ¿Y luego? El compadre titubeó y le entregó un sobre manila. Adentro, una carta y mil pesos para Pablos. Mi jefa arrugó la carta y la hizo cachitos. Ganas no le faltaron de darle una madriza al don. Pero no tuvo otro remedio que darle las gracias, como cortés señora mexicana. Auf wiedersehen, hijo de tu pinche madre.

Cuando empezó el show de Fey a ritmo de los primeros acordes de Popocatépetl, tuve un trágico presentimiento. Vaya señal. La única canción de Fey que nunca me ha gustado es la que encapsula mi triste destino pendejo. ¿A quién se le habrá ocurrido escribir una canción tan babosa sobre un pinche volcán que todo el tiempo amenaza y no hace ni madres? Truenos, relámpagos, explosiones. Mi jefa entró a casa, azotando la puerta, y soltó la fatídica noticia: Pum-pum-Popocatépetl, na-ra-na-nana-na. Pablos, tu papá ya no va a regresar. Ahora solo seremos tú y yo. Nara-nana-na, it’s all right!

¡Cómo olvidar lo mucho que chilló mi jefecita! Me apretujó tanto, que yo también chillé de pura asfixia. ¡Cuánto sufrimiento a los cuatro años! ¿De qué iba a trabajar para ayudar en los gastos del hogar? ¿Acaso tendría que cantar Popocatépetl en los vagones del metro? ¡Puta vida! Mi jefe ya debía estar hasta su madre de escuchar a Fey, de la telenovela Gotita de amor, harto de mí. ¿Y saben qué? Sin pedos. En ese momento confirmé que llevo dentro de mí una máquina de karaoke que suena conmigo en las buenas y en las muy buenas; en las malas y en las nefastas; en las culeras y las culerísimas. Al chile no me da pena admitirlo: el primer cabrón en ghostearme fue mi papá.

 

Les voy a contar una escena telenovelera.

Una telenovela adolescente, juvenil, hormonal, muy al estilo de Muchachitas y Agujetas de color de rosa. Su protagonista busca el amor a toda costa en los solitarios avisperos del Grindr.

Eran las ocho y media de la noche y mi ligue prometió llegar a las ocho. Lo cité en el Sanborns de los Azulejos. Chale, ¿cómo se me ocurrió tener una primera cita aquí con la excusa de venir al festival del mollete? ¡Qué pendejo! Aunque la dinámica de las ciberdates no me es desconocida, siempre me ganan los nervios y me siento como en Doce corazones. Los segundos pasaban como el golpe de un martillo. Mi mano, sin saber qué hacer, revisaba una y otra vez el puto celular. Por mi mente cruzó salir corriendo e irme a mi casa para ver el noticiero de Javier Alatorre, Pare de sufrir o las telenovelas piteras de medianoche de Galavisión.

¡Si tan solo papá diosito me hubiese hecho más guapo! Podría abordar a otro güey cualquiera, uno más chacal. La curiosidad me mantuvo congelado. Y, ¿pa qué les miento?, también la posibilidad de enamorarme. Ora sí, ora sí, me respondió, llegaba en diez minutos. ¡Otra vez los pinches nervios! ¿Y si huelo mal? ¿Por qué no me traje mi loción? ¿Vuelvo a lavarme los dientes?

Mi jefa trabajó en el departamento de perfumería de Suburbia, así que de inmediato reconocí el aroma de Ralph Lauren 4. Así entró Santiago, alto, guapo, distinguido, con una sonrisa de joven promesa de las telenovelas, Santiago era un príncipe de esos que yo no sabía que existían en la vida real: playera Lacoste, alpargatas, cabello largo y relamido. No por nada había protagonizado un capítulo de La rosa de Guadalupe, uno muy conmovedor sobre el acoso escolar. Llevábamos semanas platicando y su conversación me estremecía: acaba de entrar a la escuela de actuación del CEA. De niño salió de extra en Cómplices al rescate. Su papá era compadre de Alfredo Adame. Alguna vez, hace muchos años, en la posada de Televisa, Andrea Legarreta le dijo que llegaría muy lejos.

—Santiago Ruvalcaba, un gustazo.

Se sentó junto a mí. Brindis, sonrisa tímida, manitas sudorosas. De que algo pasa, pasa. Me sentía como una actriz novata en un set de Televisa Chapultepec. Que dominara el papel, es otra cosa.

—¿Nos echamos un mollete?

—No, la verdad no —respondió—. Me cagan los molletes. ¿Y si mejor vamos a la Puri?

Nos fuimos caminando a la Purísima. Traíamos prisa porque a las once de la noche comienza a atascarse. En el trayecto, Santiago tuvo una extraña diarrea de sinceridad:

—¿Te digo la neta? Iba a traerte flores, Pablos.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque el último güey al que le llevé flores fue un hijo de la chingada y no se las merecía. Y tú tienes cara de que sí te las mereces. Bueno, ya, ¿para qué te miento? Ash. O sea, la neta, me dio hueva comprarlas.

¡Pensar que estuve a nada de recibir flores por primera vez en mis veintitrés años de vida! Aunque sean un gasto frívolo, me hubiera gustado recibirlas. Tan siquiera unas de Cempasúchil. Santiago tarareaba la canción de reggaetón que sonaba en ese momento. La que dice: yo solo la jalé, la invité y la arrastré y no sé qué. Fui a echar la meada y refrescarme la jeta al baño. Vi mis mejillitas húmedas, mis ojeras, y recordé aquel verso de cierto poeta español que dice: ¡si no fueses tan puta! Nada nuevo. Siempre me siento puta. Puta y fracasada.

Ya con tres chelas encima, nos pusimos a perrear hasta el suelo. ¿A quién engaño? Me caga el pinche reggaetón y no sé bailarlo ni pedo. ¡Vale verga! A veces el amor nace mientras uno baila bien ridículo. Y así le seguimos, una chela tras otra, con toda la pinche selección musical chaqueta de esa noche, que si “Pobre estúpida”, que si La Factoría y, luego, para acabarla de amolar, “Puto” de Molotov. Ya me sentía hasta el huevo y temía hacer un oso que me costara la cita. Es bien difícil velar por la reputación cuando te están pichando la peda.

—¿Sabes, Pablos? No esperaba que fueras así de guapo. ¡Creí que no me ibas a gustar! Eras muy seco en los mensajes, muy intelectual. ¿Te han dicho que te pareces al de Timbiriche?

—¿A Dieguito Schoening? ¿De joven? ¿O ya ruco cuando anunciaba detergente blanqueador? No te pases, eh.

—¡De joven! ¡Obvio!

Al poco rato se unió un cuate de Santiago, un gordito de Sinaloa con un chingo de varo, un culichi bien cagado. Brindamos y bailamos como estrellas de una noche, como las protagonistas de la telenovela Soñadoras. En mi cabeza sonaba únete a la fiesta / únete a la fiesta / pum pum pum pum. La neta, el amigo me daba oso. Yo quería jotear normalito y él insistía en hacerse la maricona kuir deconstruida voguera empelucada en puntas. Al chile ninguno de los tres encajaba en ese mundito gay de masculinas discretas y esbeltas. Nos veíamos bien obvias, locas y jotas.

La Puri siempre se pone hasta el huevo, al grado que no se puede ni caminar entre la multitud. Así somos los mexicanos, nos gusta aplastarnos en todos pinches lados: conciertos, partidos de fucho, antros y el vagón del metro. Ya más prendido, el amigo nos invitó unos shots de mezcal. Nomás por cortesía, simulé dar un trago, y cuando nadie se dio cuenta lo derramé al piso. No me gustaba el chupe, ni el amigo, ni La Puri, pero hacía lo posible por sentirme parte del desmadre. Tal vez así vive la mayoría. Es deprimente. ¿Neta no se dan cuenta? Atraje a Santiago a mis brazos y, muy discretamente, inserté un dedo a su boca, para después irlo deslizando des-pa-ci-to entre sus nalgas, ya ustedes sabrán dónde. Como me mama el desfiguro, valía pito que nos vieran.

La clientela empezó a bajonearse y arrancó la hora nostálgica, junto a los acordes de “No puedo olvidarme de ti” de MDO. ¿Se acuerdan de ese grupo? Era la copia barata de Mercurio. Los Menudo nueva generación, clon insustancial destinado al olvido y los remates de Mixup. Santi dijo que ash, le chocaba esa pinche canción y mejor irnos ALV.

Tras un eructo salvaje, el amigo propuso chingarnos unas chelas en su depa. Nos dirigimos al estacionamiento donde Santi dejó su troca. Ahí, mientras esperábamos, se acercó una niña pobrecita vendiendo mazapanes. Apenas la miró, le dijo:

—Sorry, nena. Solo traigo tarjeta. Puro plástico. Sorry.

Pasamos en chinga a un Seven Eleven y nos llevamos unos Four Loko de limonada rosa. Solo por el compromiso de verme cool le di unos sorbitos. Traía unas pinches ganotas de Santiago, pero el amigo me daba una pinche hueva cósmica. Cada cosa que decía el sinaloense me exasperaba: que si la nueva canción de Yuridia, que si la nueva nariz de Belinda, que si el nuevo tip de Yuya, que si el nuevo video de los Jonas Vloggers, ¡pura pendejada! Simulé un sueño tremendo y le pregunté a Santi si podía darme un aventón. Aceptó.

Me sentía pleno y de maravilla… pobre pendejo. Desempleado tras acabar la carrera de Letras, mi jefa me mantenía con un sueldo nimio: en las mañanas trabajaba en un puesto como distribuidora de catálogos de Avon, Jafra y Mary Kay; por las tardes chambeaba en telas Parisina. Pero me sentía increíble. Ahí, con ese desconocido. Livin’ la pinche vida loca.

Los árboles, las farolas, la velocidad de la camioneta, todo parecía un videoclip ochentero. Cuando llegamos a mi colonia, Santiago preguntó si por ahí asaltaban. Le dije que nel. Lo peligroso empezaba más allá, donde están las chicas buena onda y los moteles, ese rollo heavy de Tlalpan. En mi zona vive una clase media baja desganada e inofensiva. Se estacionó y nos acomodamos en el asiento trasero. Encendí la radio. Algo suave, delicado, para inspirarnos: Amor 95.3 FM, solo música romántica. La dulce voz de Gianluca Grignani amenizaba la cita: HAY UNA COSA QUE YO NO TE DICHO AÚUUN.

—Esas canciones viejitas me recuerdan a doña Mary.

—¡Qué lindo! ¿Y quién es doña Mary? —pregunté—. ¿Tu mamá?

—No, güey. Mi chacha. Perdón…, la señora que hace el aseo en mi casa.

Nos quedamos viendo sin decirnos nada. Sonó “Hoy tengo que decirte papá” de Timbiriche. Qué oso.

—Quiero que sigamos viéndonos, Pablos, que me conozcas en serio, presentarte a mis amigos del CEA. Pero siento que vamos a dejar de vernos.

—¿Es neta, Santiago?

—Muy neta. Literal. Siempre me pasa.

—Mejor cállate y cógeme, ¿va?

Nos encueramos en chinga. Dobló mis rodillas y me mamó el culo, acá, como pinche oso hormiguero. Sacó condones de una cajita de mentas y se colocó uno. Nomás hay fluorescentes, ¿no hay pedo? No hay pedo. Mejor cerrar los ojos y no ver cómo la tiene. Conforme entraba, sentí que aquello que me metía era un objeto que no era un pito exactamente: tal vez un lápiz, un desarmador, un gusano de gomita. Para colmo brillaba en la oscuridad, de seguro parecía el pito de un extraterrestre. Coito exprés, torpe, depurado. Ninguno se vino y nos vestimos como si nada. Un último beso y la promesa de volver a vernos.

—Perdóname por llegar tarde, jefecita. Pasé la noche con un chavo turboguapo, actor de telenovelas. Fuimos a tomar unos drinks y después estuvimos platicando aquí afuerita. ¿Quién quita y este es el de a de veras?

—Ashushushu… —respondió mi jefecita adormilada.

Sé que sueno bien cursi e intenso clavándome en la primera cita, pero así vivo, atrapado en un melodrama donde siempre suenan los hits fugaces del pop en español.

 

Al día siguiente Santiago se fue a Acapulco con sus papás. Pinche semana, se me hizo eterna. Nada peor que esperar a un ligue. Genera una ansiedad de los mil diablos, ¿a poco no? No sabes si le gustas, si te odia o si le gustas, pero también te odia. Peor aún, me dieron ganas de querer saberlo todo con tal de hacerle plática: qué había comido, qué traje de baño usaba, en qué aerolínea se regresaría, si visitó La Quebrada, si un niño costero le movió la panza, si se puso bloqueador, si era alérgico a los camarones y si me compró un collarcito.

Cuando volvió, me decidí a marcarle. Me dijo que no tenía muchas ganas de salir de fiesta, pero que pasaría por mí. Me iba a mandar un Whats. Desde ahí sospeché que algo andaba mal. ¿Qué hago para que los hombres pierdan el entusiasmo tan rápido?

Me lancé al Balagan, un bar bien pitero en el Centro Histórico, escondido en la calle de San Jerónimo. Caguamas baratas y gente rara: aspirantes a escritores, metaleros prepotentes, oficinistas quebrados, indigentes, tarotistas, estafadores, reggaetoneros nefastos, chavitas del Claustro que se creen Pita Amor y supuestos hijos de los poetas infrarrealistas originales que van a prolongar allí su mentira bolañesca.

Por ahí andaba Elena, una chica rara entre las raras, de lentes de botella como los de las abuelitas. Vestía un suéter tejido y holgado y una falda de hippie. Su look no era muy habitual, y su oficio menos: es geóloga y se dedicaba a investigar el subsuelo de la pirámide de Cuicuilco. A Balagan llegas con tu celular y lo conectas al cable auxiliar del estéreo, y unos tarados habían puesto Mago de Oz. Elena se burlaba de la música y me animaba a desconectarla para poner a Laura Pausini.

Recibí un mensaje inesperado. Era Santiago cancelándome el plan. Sus papás dizque no le habían soltado lana. Le respondí que no había pedo, no teníamos que gastar. Podíamos ir por un café y caminar. ¿A quién no le gusta el café y caminar? Podíamos ir a El Jarocho, más barato y con azúcar mascabada. Ni así quiso. La neta pierdo la paciencia en chinga, más cuando siento que mi orgullo está en peligro. Le escribí que no volviera a buscarme, que me daba hueva, mejor hasta ahí y a chingar a su madre. Él solo dijo: okey. ¿QUÉ?

Le ofrecí disculpas y propuse que volviéramos a vernos. Los minutos pasaron y su respuesta pasó de cuatro caracteres a cero. Otro ligue estropeado. Otra esperanza arruinada.

Bateado y rancio, Elena me dio un aventón a casa. Traía una playlist con éxitos pop en español que me dejaba un nudo en la garganta. Soundtrack perfecto para una noche de rechazos. Bale berga la bida. Balen berga los batos.

—Ya no me respondió nada, Elena, ¡soy un imbécil!

—Lo siento, cariño. No estaba escrito en los astros.

—¡Pero dijo que quería volver a verme! ¡Los hombres inventan que quieren volver a vernos, pero no quieren volver a vernos jamás!

—Así es, cariño: te cogen, después te olvidan. Hace unos años cogí con un cabrón, la mejor cogida de mi vida. Me compró un vino mamón del Superama y juró que me pondría una rola que lo hacía llorar. Y yo, por supuesto, pensé: este cabrón me va a poner una mamada tipo Maná. Güey, me puso “Ángel” de Belinda. ¡Te lo juro! Y estuvo chingón. ¿Crees que volví a verlo? Ni madres. A veces escucho la canción esa y lo recuerdo. Es lo único que me queda: el puto recuerdo.

—Ando igual, Elena, haciendo lo mismito con las canciones, ¿te acuerdas de “Mi historia entre tus dedos”?

—Por supuesto, ¡no mames! Pinche italiano, mi prima era su fan y se lo echó.

—Es como si el pop en español capturara aquellos momentos fugaces que son a la vez lo peor y lo mejor de nuestras vidas. Como si mis gustos musicales de la infancia se transformaran en el talismán de mi vida adulta.

Al bajarme del carro, no pude evitar voltear hacia el punto exacto en la banqueta donde, una semana atrás, Santiago había tirado el condón usado que algún vecino humillado debió barrer a la mañana siguiente. De haber podido, habría guardado aquel condón en mi cajita de recuerdos.

Santiago Ruvalcaba, si volviera a verte, no reescribiría ni una coma de esta historia. Como canta Grignani, yo pienso que no son tan inútiles las noches que te di, aunque haya sido nomás una.