Sacudidas
Una amiga de Facebook subió un meme hace varios días. Era la imagen de un gatito con una expresión contradictoria en la cara; debajo, la leyenda “Bienvenido septiemble”. La risa es mi respuesta automática cuando las redes sociales empiezan con el mame de los temblores.
Debo confesar que, desde que llegué a vivir en donde vivo, ver a mis vecinos salir corriendo o llorando de sus casas, entrar en pánico o ponerse a rezar en la lluvia —en tanto el movimiento de la tierra sigue—, me parecen todas reacciones exageradas. ¿Es la primera vez que sienten un temblor, o qué?, pienso, y me quedo en la entrada de mi casa; me cierro bien la bata y cruzo los brazos para mantener el calor.
Lo cierto es que me siento afortunada porque, a pesar de que México es el segundo país en el que más sismos se registran al año a nivel mundial, creo que podríamos estar peor. Sobre todo, me parece que podría irnos peor aquí, en San Mateo Ixtacalco, en los municipios aledaños a Cuautitlán, en cualquier parte del Estado de México.
Y tan segura estoy de que es un privilegio que los efectos de un temblor sean tan poca cosa para este lugar en especifico, que el 7 de septiembre de 2017, en tanto CDMX se sacudía y la gente no sabía qué hacer, yo me encerraba en mi baño. Cuando el temblor empezó, estaba dormida en el sofá. Vestía el uniforme del trabajo y soñaba que todo el movimiento en la vida real era un sueño, en el que, además, mi jefe me llamaba por teléfono para decirme que tenía que llegar al tercer turno y ya iba tarde.
Tenía cuatro meses y diecisiete días de edad el 19 de septiembre de 1985. Varias veces durante mi infancia pregunté a mi mamá y a mi papá sobre lo que habían sentido mientras duró el temblor, que dejó en ruinas al entonces Distrito Federal. Ella aún no alcanza a poner en palabras sus emociones, y él nunca tuvo intención de contarme. Vivíamos en Iztapalapa y, según entiendo, la nuestra no fue una de las zonas con mayor afectación.
La casa, donde estaba el cuarto que una señora mayor nos rentaba, no sufrió daños estructurales y tampoco requirió reparaciones considerables. Ya mayor me di a la tarea de buscar imágenes e información sobre el impacto real que el terremoto tuvo en su momento. Me impresionan las fotografías y testimonios de internet, pero estoy convencida que, por más empática y sensible que sea, nada de lo que yo pueda sentir en este momento, se equipara con lo que las personas de aquel tiempo sintieron.
Tenía treinta y dos años, cuatro meses y diecisiete días el 19 de septiembre de 2017. Estaba en una capacitación cuando el sismo de 7.1° en la escala de Richter empezó a sentirse en Tlalnepantla. La ponente al frente de la sesión fue la primera en reaccionar: “En la madre, está temblando”, dijo, y salió a toda prisa, olvidando mantenerse en la zona que la empresa indicaba para el paso peatonal. Detrás de ella salimos quienes tardamos un poco más en comprender lo que estaba pasando. Yo fui de las últimas en salir de la sala.
En los radios de onda corta que algunos operadores cargaban empezamos a escuchar las indicaciones para activar el protocolo de respuesta ante un sismo. Solo debían escucharse las voces del coordinador de cuarto de control, del operador de cocimiento y el del secados de fécula. Cualquier otra persona que estuviera en las instalaciones de la empresa debía dirigirse al punto de conteo más cercano.
En la zona que nos correspondía, alcanzamos a escuchar a los operadores reclamando al coordinador del cuarto de control por haber parado los sistemas sin esperar indicaciones. El aludido solo dijo: “Toda la planta se paró”. Cuando pudimos reingresar a las instalaciones, una vez que las jefaturas tuvieron la certeza de que no había personal herido, Angelino, el coordinador del cuarto de control más experimentado, con casi treinta años de trayectoria en la planta, comentó, sin dejar de caminar de un lado al otro, con las manos dentro de las bolsas de su pantalón: “Es la primera vez que tiembla tan fuerte que toda la planta para sola”.
Fueron varias horas las que tardó en restablecerse la luz, y unas cuantas más, en las que, el área de mantenimiento y seguridad industrial verificó que máquinas y mecanismos estuvieran en condiciones de volver a operar. Aparentemente estábamos bien, y en la zona industrial de Tlalnepantla ninguna empresa había reportado condiciones de riesgo o algún daño mayor, pero los operadores ya se habían encargado de circular videos de Facebook de lo ocurrido en CDMX: edificios colapsando, gente herida, escombros, miedo generalizado.
Pronto empezaron a difundirse los testimonios sobre derrumbes en escuelas y centros de trabajo; fotos de personas desaparecidas, solicitudes de ayuda para rescatar sobrevivientes y encontrar cadáveres atrapados bajo el caos. A veces, las palabras no me alcanzan para explicar lo que sentí ante todo lo que me llegó de rebote, aquello no viví en carne propia. Otras veces, solo no tengo intención de hablarlo.
Intento pensar en los momentos de mayor desesperación de mi vida y son claros los que de inmediato vienen a mi mente: las veces que, siendo niña, mi papá nos corrió de la casa en la madrugada y en cuanto amanecía, iniciábamos la peregrinación para pedirle refugio a una de las hermanas de mi mamá; durante la universidad, cuando mi mamá y mi hermano se fueron a vivir a Veracruz y yo me quedé a rentar un cuarto a unos metros de la escuela.
Me da la impresión de que algo se me colapsa dentro del pecho y en la boca del estómago, algo grande y pesado que hace nubes de polvo al derrumbarse y me impide respirar. Algo que ya no puede volver a levantarse, porque me hizo otra y volvió diferente a mi familia. Todo dentro de mí se sacudía en esos momentos. Todo dentro de mí se sacude al recordar. ¿Es igual para todas las personas? ¿Cada hombre y cada mujer, de la edad que sea, tiembla por dentro en los momentos que le cambian la vida? Porque, de ser así, los seres humanos estamos hechos de pequeñas sacudidas que nos destruyen y dejan en pie solo aquello que ha de seguir adelante.
¿Cuántos terremotos puede soportar una persona hasta que ya nada queda de pie?
En 1995, un terremoto sacudió a la ciudad de Kobe, en Japón. Unos años después, Haruki Murakami escribió Después del terremoto, seis historias enmarcadas en este escenario que se quedó grabado en la memoria de su ciudad natal. De esta forma, ¿podríamos decir que eso que nos conecta con el origen, llámese tierra vegetación, familia, puede transmitir las sacudidas hacia dentro o hacia fuera de quien las siente? Diciembre es el mes que registra más temblores en México, y esto me hace preguntar: ¿cuántos seres humanos están desplomándose, colapsando por dentro en el último mes del año, todos los años?
¿Cuántas sacudidas puede soportar un país, un mundo, antes de derrumbarse por completo?