Tierra Adentro
Ilustración realizada por Axel Rangel.

A Selene, mi compañera de lectura

El siglo pasado comenzó veintidós años tarde. James Joyce lo inauguró.

Europa gestó su propia modernidad como una promesa de refundación. El Estado nacional, agente político predominante, había extendido sus dedos sobre todo medio de progreso. La expansión del poderío de las potencias se logró en detrimento de la importancia social del individuo: imperios se alzaron y otros cayeron en una serie de conflictos promovidos por los ánimos patrióticos de la época. La Primera Guerra Mundial demostró los alcances sombríos de la destrucción masiva, entregando las masas a la demografía de la muerte. Al armisticio le siguió el resentimiento, el odio, la fiebre que antecede a los temblores.

     Ulysses, cumbre de cumbres, recoge la incertidumbre, las inquietudes y las frustraciones de una sociedad en formación. En un punto histórico donde la guerra y los ideales de desarrollo habían suprimido todo color y textura en el individuo, Joyce dedicó su ambición verbal a resignificarlo como nadie más lo había logrado desde Shakespeare. En las páginas de la novela se cincela la figura del ciudadano del siglo XX.

 

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Cada tanto surge en periódicos y páginas de internet algún artículo de opinión plagado de terraplanismo literario: el autor, más con ánimos de provocación que con algo que decir, dedica párrafos a mascullar los motivos por los que considera que Ulysses no es la gran cosa o, peor, es el mayor fraude que la academia le ha vendido a los lectores del mundo. Me imagino que los sujetos que firman esa clase de textos creen, en la intimidad de su estupidez, que sus necesarias críticas lograrán mellarle a Ulysses lo que Virginia Woolf y Gertrude Stein no pudieron.

 

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En 2010, Paulo Coelho, el escritor favorito de tu coach de confianza, publicó un tuit al que le bastaron minutos para despertar odio y perplejidad en proporciones equivalentes:

 

Los autores de hoy quieren impresionar a sus pares. Uno de los libros que hizo ese mal a la humanidad fue el Ulises, que es solo estilo. No hay nada ahí. Si tú disecas el Ulises, da para un tweet.

 

Sin burlarnos de Coelho (podríamos tener un hijo así), atendamos a su argumento. Imaginemos que Ulysses no es otra cosa que puro estilo. Incluso reduciendo la hipertrofia filosófica y naturalista del libro al sencillísimo ejercicio estético de un señor con mucho tiempo libre, nos encontraríamos con la escandalosa revelación de que el estilo de la novela es, por sí solo, una presencia llena de literaturidad inabarcable.

Ulysses nace y muere frente a los ojos del lector imitando el mismo tránsito luminoso que acompaña al día (no es coincidencia que toda la trama se dilate durante las veinticuatro horas contenidas en el 16 de junio de 1904). Convulsa como todo lo que acontece entre dos amaneceres, la prosa de la novela recorre caminos que la modifican con extrema plasticidad. Los primeros capítulos se centran en el despertar cotidiano de Stephen Dedalus, joven escritor que encuentra en sus jornadas el recuerdo persistente de su madre muerta. Es en “Proteo”, el tercer capítulo, donde Stephen deambula por la villa costera de Sandymount y de golpe convierte al texto en un monólogo profundo. El lector lo escucha con intimidad caótica, asentado en los recovecos de sus reflexiones y sus preocupaciones. La materia del texto se homologa con la de las ideas, convertida en un rumor fundacional que nunca llega a adquirir forma. Precisamente, Proteo es una deidad marina cuyo nombre alude a lo primigenio. Su mayor seña es carecer de ella: cambia de aspecto con capricho incontrolable.

A lo largo de los dieciocho capítulos de Ulysses, el lector se encuentra con un libro proteico. Como las que pueden advertirse en las crestas de las olas, las formas que adquiere el caudal verbal del libro son incontables.

 

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Leopold Bloom resulta un personaje titánico desde la arista que se prefiera observarlo. El genio de Joyce tramó a su Odiseo como un juego exquisito y estimulante. Con la inverosímil ambición que se precisa para ello, el irlandés buscaba refundar el canon de toda literatura (esa fue, acaso, la más rotunda directriz de una carrera que terminó en Finnegan’s Wake). ¿Cómo lograr tal cosa? Mediante una parodia tan genuina como compleja.

Bloom, hombre sencillo, dista en toda norma de la imagen de un rey griego que peregrina los mares en busca de su patria. Es un agente de publicidad más bien mediano y sin mucho brillo en el currículum, cornudo y comúnmente despreciado por sus pares. ¿Qué habría de interesante en él como para justificar la existencia de una novela de 267,000 palabras? Desde luego, su humanidad.

Joyce, como ya lo dije, le restituye dignidad al individuo. A través de su novela no hace otra cosa ─qué idiota suena la anterior frase leyéndola dos veces─ que fundar la épica del hombre y la mujer modernos.

Cada día, narrado desde la experiencia del cuerpo, es una Odisea.

 

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Ulysses es una meditación de la palabra. Para Joyce, el lenguaje surge con la irrupción eléctrica de los rayos: al caer, ilumina. El silencio que le sigue es incluso más atronador que el impacto original.

 

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Uno de los grandes temas de la novela es la distancia que existe entre la imagen propia y la imagen que los otros se han creado de uno mismo. En Ulysses, la identidad pareciera estar sometida al consenso de los otros. Durante los capítulos que protagoniza, Bloom se cuestiona constantemente cómo es que sus colegas y amigos lo perciben, como si ese juicio en la sombra fuese capaz de cincelarlo con mayor una legitimidad que la suya.

A través del curso errático del lenguaje, Joyce aluza los rincones mentales en los que moran las lentes con las que presenciamos al mundo. La conclusión de la experiencia vital de Bloom es esta: al limitar las honduras de lo que observamos, nos limitamos también a nosotros mismos.

 

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No hay cantidad de páginas que basten para abarcar Ulysses. Joyce, ese megalómano genial, murió con la seguridad de que a sus lectores y a sus críticos no les alcanzarían los años para terminar de escudriñar el sentido de los trazos finos de su obra.

Es vieja la idea de que las novelas con grandes ambiciones estéticas y de extensión (llamadas maximalistas de un tiempo para acá) están tramadas como catedrales: buscan imitar la grandeza inasible de Dios. Uno no puede más que pararse debajo de sus arcos y sus ventanales sin saber dónde posar los ojos. La saturación, la presencia desbordada, es el trámite obligatorio al absoluto.

Ulysses es la muestra de que el infinito cabe en una historia.