Tierra Adentro
Portada de "Cosmos", Witold Gombrowicz. Grove Press, 2011.
Portada de “Cosmos”, Witold Gombrowicz. Grove Press, 2011.

Me resulta difícil escribir de Cosmos (1965), imaginada en la Polonia de la posguerra por Witold Gombrowicz como “una novela sobre la formación de la realidad”. Ni siquiera sé si se le pueda denominar relato policial o ficción detectivesca. ¿Es posible definir como historia esa constante acumulación y disociación de elementos… cosas… ideas? Sí, pero en tal caso, se trata de un intento por organizar el caos, en donde toda trama es posible y el personaje principal es el signo lingüístico. Un mundo excéntrico, incluso un rompecabezas filológico absurdo, pícaro.

            Según la leyenda de una vida nómada, marcada por la guerra y el exilio, a Witold Gombrowicz su pasión por la filosofía lo salvó del único problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. En 1969, luego de sus años argentinos y de vuelta en Europa —que no en su natal Małoszyce—, el escritor polaco pedía insistentemente a sus amigos Constantin A. Jelenski y Dominique de Roux que le consiguieran veneno o un revólver.

            Entre el 27 de abril y el 25 de mayo de ese año, desahuciado en su casa de Vence, comuna francesa, Witold Gombrowicz dictó a su mujer, Marie Rita Labrosse, y a Dominique Roux, un Curso de filosofía en seis horas y cuarto (1971). Su objetivo era reconstruir una especie de “genealogía” del Existencialismo (el cuarto de hora se lo dedicó al Marxismo). El poeta Czesław Miłosz lo recuerda como un amigo a quien solo le gustaba hablar de filosofía y música clásica.

            Witold Gombrowicz asegura en su Diario (1953-1969) que “[…] el arte es el único medio del que disponen los hombres dentro del caos de la Existencia para hacer valer un poco su forma”. Es decir, que lo que caracteriza a la humanidad es la incesante necesidad de otorgarle un sentido a su realidad, dentro de tantas experiencias posibles del mundo. En palabras de Francesco M. Cataluccio, a propósito de las lecciones de filosofía de Gombrowicz, el autor de carne y hueso, como los personajes de sus historias, era un ser que podía volverse loco si sus ojos se fijaban en un objeto o su mente, en un pensamiento…

            Sucede con Witold, homónimo personaje principal de Cosmos, y Fuks, su cómplice de fechorías, asociaciones e ideas. Un par de detectives o criminales del juicio. Ambos lunáticos, estrafalarios en cuanto a la acumulación especulativa, barrocos en lo descriptivo. Witold y Fuks, como el resto de la humanidad —según la filosofía de Gombrowicz—, se caracterizan por un inagotable dilema por encontrar la forma. Así describe dicha urgencia en su Diario el escritor polaco: “Como una ola que, compuesta de un millón de moléculas caóticas, reviste sin embargo a cada instante una forma determinada”. Todos los objetos y personas, pues, constituyen un ejército gigantesco, una multitud inagotable, un enjambre, un tumulto, un caos.

            El Universo.

            Las obsesiones filosóficas y personales de Witold Gombrowicz se ven particularmente expresadas en Cosmos como una novela policial. Parte de una premisa: el ahorcamiento de un gorrión, encontrado por Witold y Fuks durante su deambular por el camino de Krupowki, en Zakopane, mientras buscaban una pensión en la que alojarse. Un gorrión colgado de un alambre fino enredado a una rama, con la cabeza inclinada y el pico abierto. Algo absurdo. Un pájaro ahorcado. Para los dos, todo se concentró de golpe en ese animal muerto —en realidad, asesinado—, una primera anomalía, al tiempo que evidenciaba su total excentricidad:

            ¿Quién ahorcó al gorrión? La perversidad y el dolor, ¿por qué?

            No muy lejos de ese anormal patíbulo, una cerca con un letrero decía —en polaco, pero yo leí la traducción de Sergio Pitol— algo así como: “Se alquilan cuartos”. Era la casa de doña María Wojtys (abnegada ama de casa y también casera, en extremo parlanchina, como todas las caseras del mundo) y del señor León Wojtys (ex bancario, pensador de la broma en serio y personaje por demás singular debido a su vocabulario). Vivían con ellos Lena, su hija, y Ludwik, el esposo, además de Katasia, la mucama. A partir de ellas dos, otra anomalía primordial en el relato: la asociación entre la boca de Lena y la boca de Katasia.         

            De la mucama, un defecto en sus labios, un alargamiento mínimo que provocaba un enroscamiento reptiloide; de la boca de la hija de los Wojtys, tímida hasta lo erótico, un mutismo que rayaba en el enigma. No fue la primera asociación de Witold —a él y a Fuks les servían el desayuno y la comida en sus cuartos, escrupulosamente auscultados por ellos mismos—, porque ya había observado todos los objetos en la casa durante la cena, que compartían con la familia en la planta baja. El escenario de las cosas, durante la conversación, les proporcionó a ambos una anomalía más: un palito que finalmente dilucidaron como una flecha.

            Todo se le presentó entonces a Witold como una evidente señal de algo que no podía ver, pero que intuía en el mundo de las ideas. “Apenas fijamos nuestros ojos y ya, bajo nuestra mirada, surge el orden… las formas…No importa. Que sea como quiera”. Luego el indicio, la especulación, cierta inagotable fuente de ideas dispersas que, no obstante y por medio de un esfuerzo mental neurótico, significan. “Si fijamos los ojos en un solo punto del mapa sabemos entonces que se nos escapan todos los demás”. No hay otra opción sino rascar en la cartografía de la galaxia para encontrar un punto que se dirija hacia otro, sea cual sea el camino.

            “¿Pero cómo relatar algo sino a posteriori? ¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata aún de algo anónimo? ¿Es que nunca nadie será capaz de transmitir el balbuceo del momento que nace? ¿Por qué razón si hemos salido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él?”, se preguntó Witold cuando él y Fuks debatieron luego de sus paranoicas pesquisas. Una suerte de flecha los dirigía al cuarto de Katasia, exponiéndola como la principal sospechosa… ¿del crimen?

            Un plan de acción, una linterna. Los dos en medio de la noche… ¿buscando qué? Nada, indicios, pistas que los llevaran, por lo menos, a comprobar algo, casi un experimento. Fifty-fifty. Luego, el estruendo, de nuevo el caos: se separan los policías (o los ladrones). Fuks persigue un ruido en el exterior; Witold, la luz del cuarto matrimonial de Lena. Desde el primer momento la deseó, a pesar de estar casada, y se obsesionó con la perversión ero-nero-eróticamente-noerótica (sic), de su mano en relación con la de su esposo. Las posibilidades táctiles…

            “Todo depende del tacto (pensaba), de su manera de tocarla, y podía muy bien imaginarme la forma en que ellos se tocaban, decente o indecentemente, perversa, salvaje, furiosamente, o de una manera totalmente matrimonial, y nada, nada me resultaba claro, nada, porque ¿quién podía asegurar que unas manos bien formadas no pudieran tocar de un modo feo, horrible?”. Por eso Witold, además, se convirtió en un voyeurista.

            Los espió sin escrúpulos, la vio desnuda y perdió la razón, cómo no. “Ver a un hombre junto a la mujer que nos interesa no tiene nada de agradable”, esa fue su justificación para el vacío que le generó el voyeurismo, repleto de falsos signos, de huellas que no eran huellas, sino posibilidades de sendero. ¿El silogismo? Witold ahorcó a Dawidek, el gato de Lena, y lo colgó en el jardín. Otra más de las anomalías, pero ahora una causada por él, fuera de sí.

            Un gorrión colgado, una flecha sinuosa, un gato ahorcado. La boca de Lena, entreabierta o cerrada, tierna, en oposición a la deformidad viscosa de la boca de Katasia. El casi ininteligible lenguaje con que León Wojtys se expresa del pasado. La rotunda aceptación de una vida mórbida por parte de doña Bolita o Bolibolol o Bolibolibol, como llama su esposo a María Wojtys. Paranoia social, neurosis comunitaria. Una excursión, tres parejas en luna de miel, un sacerdote y la cabaña en medio de las montañas de una Polonia (in)existente. Más indicios, más sospechas, más caos, enredo, vorágine. Nadie averigua nada. Todo es demasiado. Y al final: un suicidio.

            Tiru-liru-lá.

            ¿Capricho soberano? ¿Pura fantasía? ¿Crimen lingüístico-filosófico? No, no declararía “culpable” a ninguno de los implicados en Cosmos, ni siquiera a Witold Gombrowicz, quien fue uno de los que no se suicidó. Tampoco sobrevivió para leer las notas de su Curso de filosofía en seis horas y cuarto, murió mientras preparaba la clase sobre el Estructuralismo. Una entrada de su Diario, fechada en octubre de 1966, propone una conclusión posible para sus lecciones de filosofía: “El problema fundamental de nuestra época, el que domina completamente toda la episteme occidental […] puede enunciarse así: cuanto más intelectual, más estúpido”.

            Cosmos es una búsqueda espasmódica de indicios, asociaciones y series de ideas en pos de un lenguaje que, por fin, pueda dotar de forma al caos. Montones de palabras, imágenes, metáforas. ¿Cuántas frases pueden formarse con las letras del alfabeto? Lo respondió Ludwig Wittgenstein en el numeral 2.6 de su Tractatus Logico-Philosophicus (1921):

            “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.

            [El texto se interrumpe aquí].

Portada de "Cosmos", Witold Gombrowicz. Grove Press, 2011.
Portada de “Cosmos”, Witold Gombrowicz. Grove Press, 2011.