Tierra Adentro
"Apoteosis de Santo Tomás de Aquino", por Francisco de Zurbarán (1631). Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes de Sevilla. (CC BY-SA 4.0)
“Apoteosis de Santo Tomás de Aquino”, por Francisco de Zurbarán (1631). Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes de Sevilla. (CC BY-SA 4.0)

Cuando León XIII recomendó echar mano del pensamiento tomista como eje rector de las instituciones educativas a cargo de la Iglesia, su decisión respondía a los serios problemas en términos de formación intelectual que padecía el catolicismo decimonónico. Con justa razón el jesuita José Ignacio González Faus tacha al XIX como un siglo teológicamente sospechoso, habida cuenta del tipo de filosofía que (no) se desarrolló en aquellos tiempos en los ambientes católicos.

Pese a las buenas intenciones del papa, hoy por hoy podemos calificar como un flaco favor a la inteligencia católica la publicación de la encíclica Æterni Patris (1879), “Sobre la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina de santo Tomás de Aquino”. Lo que quiso servir como aliciente para renovar el anquilosado escolasticismo que aún servía como método de enseñanza y estudio en los seminarios católicos se convirtió en una de las causas del atolladero intelectual, pastoral y social del catolicismo del siglo XX. Propósito lejanísimo del impulso renovador, si bien tímido, que León XIII pretendió para la Iglesia, del que dan cuenta encíclicas de corte político como Diturnum illud (1881) y Nobilissima Gallorum gens (1884), o su famosa Rerum novarum (1891), la primera de corte social, sobre el apoyo de la Iglesia a los movimientos sindicales en los albores del comunismo. En la mencionada encíclica, Æterni Patris, León XIII alaba a santo Tomás de Aquino por ser el gran sintetizador del pensamiento helenista y patrístico, por la autonomía que les reconoció a las esferas de la razón y la fe, y por la pedagogía expresada en todas sus obras, de profunda raíz escolástica, que facilitaba la comprensión de los misterios de la fe y las discusiones de la filosofía lo mismo a legos que a eruditos. 

En el pensamiento de santo Tomás se encuentran tres criterios que lo configuraron: una apuesta metafísica por la existencia de la verdad, una cercanía típica del medioevo con todas las áreas del conocimiento y la mencionada autonomía de la fe frente a la razón, patente sobre todo en esa compenetración de la vida teórica con la vida contemplativa, propia del autor. Sobre el primer punto, hablo de una apuesta metafísica —y no solamente epistémica— por la existencia de la verdad por una simple reducción al absurdo: si no existiera, la afirmación de que la verdad no existe sería una autocontradicción. Santo Tomás era consciente de que, si hay algo que podemos conocer es por la primacía de la ciencia primera —como llamaba Aristóteles a la metafísica— sobre la epistemología y, por extensión, sobre el resto de las ciencias. Esta apuesta metafísica le permitió a Tomás urdir el tejido del conocimiento y sistematizar una serie de principios políticos, estéticos, científicos y teológicos en los que no cabe la contradicción. La verdad no puede contradecir a la verdad; luego, el diálogo entre las distintas ramas del saber es el método idóneo para descubrir los pseudoproblemas en relación con ellas mismas.

Este diálogo que hoy calificaríamos de multidisciplinario resulta evidente en el corpus Thomisticum. Piénsese, por ejemplo, en las conclusiones a las que llegó Tomás a propósito del aborto: en resumen, que no se trata de un homicidio si ocurre dentro de un periodo aproximado de 40 días de gestación, pues es hasta ese momento —y no en la concepción— que Dios insufla en el embrión un alma humana. La razón por la que concluye esto sigue de cerca los manuales de medicina de su tiempo, en los que no se encontraba evidencia de crecimiento embrionario sino hasta el periodo referido. Santo Tomás, no se olvide, era catedrático de la Universidad de París, y en un contexto como el medieval, en el que las ciencias sagradas y las mundanas se cultivaban en el mismo espacio, la universidad, era de esperarse que sus catedráticos estuvieran acostumbrados al intercambio de conocimientos. O piénsese en un segundo ejemplo, de índole teológica: santo Tomás desdice a una de las autoridades teológicas de su tiempo, san Agustín, respecto del papel que juega la gracia en la salvación del género humano. En este caso, la doctrina tomista defiende que la voluntad es libre de aceptar o no la gracia divina (“La gracia presupone la naturaleza”), por lo que, a diferencia de la doctrina agustiniana, la gracia no aplasta la naturaleza con el fin de renovarla, sino que, de alguna manera mediante la voluntad, coopera con ella.

Estos dos ejemplos dan cuenta de la versatilidad y la porosidad del pensamiento de santo Tomás. Se trata de un pensador abierto a distintas tradiciones, algunas de las cuales fueron incluso calificadas como contrarias a la teología cristiana, como la filosofía y la ciencia helenistas e islámicas. La labor sintética del tomismo es el prototipo de una filosofía cristiana que no teme incorporar cualesquiera principios y conocimientos probados como tales que acerquen a la comunidad de creyentes a la comprensión de las realidades divinas y humanas. En eso el tomismo nunca perderá vigencia. No obstante, hay una manera más común de encontrarlo, harto lejana de la metodología filosófica y la personalidad del mismo Tomás, que termina por contrariarlo: la de quienes releen sus libros para repetir lo que dijo, olvidando que se trata de manuales para la enseñanza universitaria nutridos por la filosofía y las ciencias de su tiempo. Así, el tomismo se ha convertido, en lo general, no tanto en una escuela filosófica sino en un listado de proposiciones que se enseñan sin afán de continuar la tarea de santo Tomás.

Los esfuerzos del neotomismo, con exponentes de la talla de Étienne Gilson, Jacques Maritain y Josef Pieper en el siglo XX o Alasdair McIntyre y Mauricio Beuchot en el XXI han posicionado de nueva cuenta el pensamiento tomista en el debate filosófico contemporáneo. Gracias a ellos se ha comenzado superar, pese a la inercia de una abrumadora mayoría de filósofos creyentes, la vinculación habitual entre filosofía tomista y clases de catecismo. Este año, que la Iglesia celebra los 700 años de la canonización de santo Tomás, distintos foros en todo el mundo se han volcado para revalorizar su figura, sus escritos y su pertinencia actual. Releer el corpus Thomisticum no desde la repetición infructuosa sino desde la tradición escolástica—del latín traditio: “lo que se entrega”— cuya principal finalidad era la instrucción se trata de una exigencia moral y académica. Sólo así se podrá retomar el trabajo que inició su autor en el siglo XIII y que, en los albores del XXI, sigue marcando pauta en las relaciones entre la fe y la razón. Entre un cristianismo que no debería temer la incorporación de los conocimientos particulares de las ciencias naturales o sociales y un mundo cada vez más fragmentado, que mucho puede beneficiarse de la perspectiva unificadora y sistemática que el tomismo presupone en su metafísica más pura.


Autores
(Ciudad de México, 1992) Filósofo y ensayista. Profesor en la Universidad Iberoamericana, el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey y en la UNAM. Miembro de la Newman Association of America. Ponente en varias instituciones de México, Estados Unidos y Cuba, sus intereses académicos se centran en la obra del cardenal John Henry Newman, la epistemología y la teología contemporáneas, y las relaciones entre filosofía y literatura. Ha publicado ensayos y reseñas en Newman Studies Journal, la Revista de la Universidad de México, Tópicos, Open Insight y Nexos.