Todos saben dibujar
¿Qué fue primero, la palabra o la imagen? Parece que, en la vida adulta, para cualquiera está más al alcance la palabra. Pero yo, antes que a escribir, aprendí a dibujar. El dibujo es de los primeros rituales de los que tengo memoria. Y todos los que a la fecha dibujan tienen historias que contar, lo mismo sobre sus primeros dibujos como sobre los más recientes. De niña tenía una pared en mi casa asignada para pintar en ella lo que quisiera. Todos los días después de comer, mi mamá me daba a escoger entre una serie de dulces: ella se comía un Carlos V y yo unos Salvavidas. Me sentaba frente a la pared y pegaba un papel. Dibujaba letras, personas, figuras o coloreaba.
A todos los niños los ponen a dibujar porque es la primera forma de comunicación sin filtro de la vida. Y cuando crecemos, a veces nos enfrentamos a exámenes psicométricos donde —ya que somos tan ajenos a lo que nuestros dibujos quieren decir— nos imponen trazar una persona, un paisaje, una escena para interpretar quiénes somos.
De niña recuerdo bien cuánto disfruté dibujar. Cuando aún no había aprendido y pulido el código del idioma, podía expresarme a través de líneas, colores y formas. Fue como si la aprehensión del mundo comenzara en esta primera figuración de lo que está alrededor. Luego vino la lengua y el perfeccionamiento de su uso y, poco a poco, ese otro lenguaje aprendido parecía intangible o dejado de lado (a veces es más eficaz hablar que imaginar, escribir que dibujar).
Si la lengua es un código que va afinándose con el uso, lo mismo ocurre con la imagen. Todos usamos el lenguaje escrito y también hacemos parte de la cultura visual constantemente, como lectores pero también como generadores de discursos. De ahí que haya ilustradores que aspiran a tener un «estilo» o que copien «el de otros». Porque muchas veces la copia no es otra cosa que un enmascaramiento, un no querer ser quien se es, bien porque no se sabe quién es (como diría el Rey Chiquito: «¿es cognoscible el ser?»), bien porque no se quiere demostrar ese ser. Si un examen psicológico se aprovecha de esta ignorancia para que vertamos nuestro ser (el bueno, el malo y el feo) en un examen que nos vuelve aptos para desarrollar un trabajo de 9 a 6 en una oficina, ¿qué esperar de una portada de una revista impresa por millares o de un cartel que se volverá referencia los próximos años o será olvidado al día siguiente? El estilo puede ser desnudarse en público o bien esconderse, taparse la boca. Una imagen que no fue pensada o sentida al hacerse es igual a un silencio. Y el silencio también es una decisión.
Dibujar es comunicar ideas, emociones e interpretar el mundo. El dibujo, entendido como un ejercicio sincero, es una ruta para encontrar sentido y paz. Es memoria, pensamiento y emoción. Pero sobre todo, dibujar es un ritual: tan cotidiano como comer y tan necesario como alimentarse.
Para Alejandro Magallanes, un dibujo inevitable está presente en nuestra caligrafía: nadie puede tener letra fea porque la manera de escribir no es otra cosa que un reflejo de uno mismo. Aceptar nuestra caligrafía es aceptarnos; conocerla es reconocernos. La verdadera expresión, nuestra forma de trazar las letras sobre un papel (punzante o suave, veloz o pausada, sobre el renglón o por todas partes) es muestra de quiénes somos todo el tiempo y en ese instante. Escribir una nota de «ahorita vuelvo» con prisa o una carta a un ser querido no es igual que anotar la lista del super antes de dormir. Necesitamos nuestra letra y nos expresamos hasta en las cosas más pequeñas.
Cada día escribimos menos a mano y más con un teclado. La imagen reaparece en forma de emoticones, porque la necesidad primigenia es expresarse. Y si una letra a mano a veces no miente, es difícil saber que detrás de un gatito llorando de risa hay en el fondo un changuito tapándose los ojos.
La imagen es nuestro primer acompañante porque es una forma universal de comunicación que apela menos a un código y más a una naturaleza intangible del dibujo: hay un punto, una línea, un plano, colores. La realidad puede reconstruirse de manera intuitiva igual por un niño que por un adulto. Y el dibujo puede conmover a quien sea.
¿Cuándo dejamos de dibujar? Llega el momento en la vida de muchos en que alguien advierte tus dibujos y bien palmea tu espalda en señal de aprobación o frunce el ceño y asegura: «dibujas horrible». Dicen que si un adulto dibuja como un niño chiquito es porque a cierta edad abandonó la actividad, entonces sigue aplicando las mismas soluciones que cuando dejó de reflexionar sobre cómo representar mejor lo que se imagina o ve enfrente. Si uno lo piensa, esos dibujos hechos en el presente son una radiografía, un fósil de ese pasado intocable, de un momento detenido que, en realidad, en cualquier momento se podría volver a echar a andar.
El dibujo es también trabajo y disciplina. La técnica mejora con el tiempo. La mano se vuelve más fiel al ojo. No hay un tiempo establecido para mejorar, para conseguir el resultado imaginado. El dibujo en este sentido se convierte también en un ritual: un ejercicio que ocupa un espacio casi sagrado en la cotidianidad de quien decide incluirlo en su vida, con lugares delimitados, tiempos y una apertura especial, que no ocurre en otros momentos del día. De ahí que compartir el gusto de dibujar te ligue con otras personas también. Y como todo ejercicio, no siempre es fácil encontrar un camino o un tema o un sentido que nos haga fluir en él.
Al final, quienes deciden dedicar su vida a crear imágenes no son forzosamente los que mejor dibujaban de niños, en comparación con su generación; son los que más lo disfrutaron, quienes encontraron en esta herramienta un vínculo consigo mismos y con el mundo, una manera de expresarse y pensar, de plasmar emociones y emocionar a otros. Y no pudieron ni quisieron dejar de hacerlo, a pesar de que alguien, sin querer, les haya dicho que dibujaban horrible. Nadie dibuja horrible. Toda imagen tiene algo que decir. Todo dibujante aspira a decir algo a través de sus imágenes. Todos sabemos dibujar.