Tierra Adentro
Ilustración realizada por Rodrigo Llorente
Ilustración realizada por Rodrigo Llorente

Hace unos días vi la película 12 angry men, cinta de 1957 que llegó a nuestro país bajo el título de 12 hombres en pugna. Di con  ella por recomendación de un foro de internet que la presentaba como “un clásico del cine de los tribunales”, y aunque desconfío del uso contemporáneo del adjetivo “clásico”, mi afición por el drama que ocurre en los juicios orales del cine norteamericano me llevó a dedicarle un par de horas a una de las primeras cintas del célebre director Sidney Lumet (reconocido por películas como Larga jornada hacia la noche [1962], Tarde de perros [1975], o Veredicto final [1982]).

La película tiene muchos aciertos detrás de un argumento —en apariencia— sencillo. El primero es, sin duda, la elección del elenco: nombres como Henry Fonda, Lee J. Cobb, John Fiedler o Jack Warden son razón suficiente para tener confianza en la cinta. A esto sumamos la pericia de Lumet, quien desde esta primera cinta demuestra un profundo conocimiento para el desarrollo de la tensión, las vueltas de tuerca y el dilema moral de los personajes. Todo esto construye una atmósfera de desasosiego que involucra de forma magistral a los espectadores en una película que, curiosamente, ocurre en sólo dos escenarios: la sala de deliberación y el baño de hombres de dicho lugar. Esta cualidad, por cierto, le viene de sus orígenes en el teatro, pues la obra de Reginald Rose —también guionista— vio más de 300 presentaciones en el Broadway de la primera mitad de los cincuenta.

La escena de apertura nos introduce rápidamente en la trama: doce miembros de un jurado deben deliberar sobre el asesinato de un hombre, presuntamente acuchillado por su propio hijo. Si los jurados lo encuentran culpable, el castigo es la silla eléctrica. El cruento crimen parece no tener otra explicación posible, ni hay otros sospechosos, y el historial criminal del joven nubla, al menos en apariencia, cualquier posibilidad de inocencia. “Miren sus antecedentes —dice el jurado 7, interpretado por Jack Warden—. Cuando tenía diez años estaba en la corte infantil: le tiró una roca a un profesor. Cuando tenía quince entró al reformatorio: se robó un carro. Ha sido arrestado por asalto. Y dos veces por pelear con cuchillos. Vaya que sí, dicen que es muy hábil con un cuchillo. Oh, se nota que es un muchacho de bien”.

De los doce jurados, sólo el jurado 8, interpretado por Henry Fonda, cree en la posibilidad de que el joven no sea culpable. Será su misión a lo largo de la cinta comprobar, tanto a los miembros del jurado como a los espectadores, que la naturaleza de aquel juicio es mucho más complicada de lo que un primer vistazo nos ha hecho creer. En contraposición a Fonda, el jurado 3 —Lee J. Cobb— es quien se encuentra más convencido de la culpabilidad del joven; y su juicio tenaz será el principal generador de conflicto durante la película, pues será quien contienda con mayor vehemencia los argumentos del resto de los jurados que, conforme avanza la cinta, permitirán que crezca la “duda razonable” en la discusión.

El juicio de 12 angry men me ha hecho pensar en otro juicio, quizás el más importante de la literatura universal. Me refiero al juicio de Dmitri Karamazov, el mayor de los tres hijos de Fiodor Pávlovich en la célebre novela de Dostoievski. La relación entre ambos juicios es bastante clara. Por ejemplo, el clímax de la novela de Dostoievski ocurre en un juicio por parricidio y la culpabilidad de Mitia también parece evidente: se trata de un joven maltratado por su padre desde los primeros años de su vida, posteriormente robado de su herencia materna, y humillado a tal grado que ambos, Mitia y Fiodor Pávlovich, compiten por el amor de la misma mujer: la terrible y maravillosa Agrafena Aleksandrovna, también llamada Gruchenka.

A todas luces, la venganza de Mitia parece justa, o por lo menos justificada por todas las personas que los conocieron. Y, aunque no lo exime de la responsabilidad del asesinato imputado, aquella justificación moral, aquella sórdida injusticia que estuvo presente durante toda su vida, se encuentra presente en la discusión del juicio y termina por volverse, al menos en la mente de los lectores, un gran argumento a su favor. Lo vemos con claridad en las palabras del doctor Herzenstube, quien narra la anécdota de su primer encuentro con Mitia cuando éste tenía cuatro años. El doctor, enternecido por el abandono evidente en el que se encuentra aquel niño, le regala un kilo de avellanas. El primero de pocos regalos que Dmitri Karamazov recibiría en su vida no pasaría desapercibido y resultaría en una prueba irrefutable de la nobleza del alma de aquel joven acusado.

Reproduzco a continuación un fragmento de aquel diálogo:

—Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo —aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho ningún esfuerzo por buscar la palabra—. Le llevé al niño una libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola. Levanté el dedo y le dije: »—Hijo mío, Gott der Vater. »Él se echó a reír y repitió: »—Gott der Vater. »—Gott der Sohn. »De nuevo se echó a reír y murmuró: »—Gott der Sohn. »— Gott der heilige Geist. »Al día siguiente, al verme pasar, me gritó: »—¡Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn! »Se había olvidado de Gott der heilige Geist.1 Pero yo se lo recordé, y otra vez lo compadecí.

Se lo llevaron y ya no lo volví a ver. Veintitrés años después, cuando mi cabeza está ya cubierta de canas, apareció de pronto ante mí, en mi sala de consulta, un joven en la flor de la vida, al que no pude reconocer. El visitante levantó el dedo y dijo, echándose a reír: »—¡Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der heilige Geist! Acabo de llegar y quiero darle las gracias por la libra de avellanas. Fueron las primeras que me regalaron.

Entonces me acordé de mi feliz juventud y del pobre niño de pies descalzos. Y le dije: »—Eres una persona agradecida, ya que no has olvidado la libra de avellanas que te regalé cuando eras niño. »Lo estreché en mis brazos y lo bendije, llorando. Él se reía, pues los rusos se ríen a veces cuando tienen ganas de llorar. Pero acabó llorando también: yo lo vi. Y ahora, ya ven ustedes… —¡Y ahora —exclamó Mitia— estoy llorando, alemán! ¡Sí, santo varón: ahora estoy llorando!

No es el doctor Herzenstube el único que testificará sobre la buena voluntad de Dmitri. Su hermano Aliosha e incluso la propia Gruchenka hablarán sobre la naturaleza noble del alma de Dmitri. Algo que, por cierto, no tendrá muy buena recepción por los miembros del jurado. El acusado de la película de Lumet goza de una suerte similar, pues de los doce miembros, sólo el jurado 8 ofrecerá un análisis compasivo de los antecedentes del muchacho. Dice éste en el minuto 20:35: “Desde que tenía cinco años su padre lo golpeaba de forma regular. Usaba sus puños”. Esta reflexión no excusa la culpa en absoluto, sin embargo, nos introduce en un pathos de compasión hacia un joven nutrido por la violencia. De igual forma, nos enfoca en uno de los cuestionamientos centrales de la película: la responsabilidad de todos los miembros de la sociedad en el maltrato infantil y sus consecuencias en la vida adulta.

Decir que Los hermanos Karamazov es una novela sobre el maltrato infantil puede ser arriesgado, pero la aseveración no se encuentra lejos de la verdad. Se trata, evidentemente, de una novela total en donde Dostoievski reflexiona en torno al abandono de las infancias y cómo esto puede influir en su formación. Como argumento en favor de esta premisa, me gustaría citar uno de los diálogos entre Iván y Aléksei, los hermanos menores. Iván, un hombre de mundo, representante simbólico del ruso con aspiraciones económicas y culturales emparentadas con la Europa occidental, es un hombre ateo, escéptico, enigmático, que interroga a su hermano Aléksei en torno al tema de la justicia divina. El ejemplo que plantea Iván es sumamente doloroso: puede haber un Dios omnisciente y bondadoso en un mundo lleno de niños maltratados. Dice Iván:

He aquí un caso: cierto señor culto y su esposa se deleitan azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le complace que el garrote tenga espinas. “Así le hará más daño”, dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a medida que van dando golpes. Pegaban a la niña durante un minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco, durante diez, cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas sus fuerzas, con voz sofocada, grita: “¡Clemencia, papá! ¡Clemencia, papaíto!” El suceso se convierte en escándalo público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan el asunto a un abogado, a esas “conciencias que se alquilan”. El letrado defiende a su cliente. »—El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que azota a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así. »El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de familia… Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son “honorables funcionarios instruidos y bien educados”. Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos.

 

No me parece que sea Iván el personaje más seductor de la novela. Me atrevería a decir que resulta más difícil empatizar con él que con el violento Mitia. Sin embargo, la naturaleza de este diálogo resulta sumamente reveladora en casi cualquier contexto y circunstancia histórica. No pretendo hacer aquí un sermón en torno a la crianza sin violencia —idea que, por cierto, defiendo—. En particular, debo confesar que este argumento moral propuesto por Dostoievski en 1880 me conduce a mi infancia en Pihuamo, en donde vi a compañeros de primaria y secundaria —jóvenes fuertes, risueños, llenos de futuro— ser maltratados de forma cruel y disciplinada por sus padres. Muchos de ellos dejaron los estudios y se enlistaron en las interminables filas del narcotráfico. Muchos de ellos ya no están vivos. Y aunque quizás resulta una mojigatería decir que el maltrato o el abandono paterno fueron los principales responsables de este destino, me repito, como el doctor Herzenstube, que quizás ellos, igual que Mitia, merecían mejor suerte. ¿Somos responsables, directa o indirectamente —por omisión, por mirar hacia otro lado, por dejar que “cada quién críe a sus hijos como pueda”—, del maltrato infantil que ocurre a nuestro alrededor? ¿Hacer sufrir a los niños es todavía “nuestra forma de amarlos”?

Continúa Iván:

Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio. Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños.

No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños…! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

“No —responde Aléksei—. Yo también quiero sufrir. Continúa”. Hay otra coincidencia entre ambos textos que me gustaría mencionar: el actor Lee J. Cobb. En 12 angry men, Cobb interpreta al jurado 3, quien llama la atención por tratarse de uno de los hombres más convencidos de la culpabilidad del acusado. Los motivos, expresa él mismo, no son personales: basa su decisión en la evidencia. Sin embargo, conforme avanza la cinta es evidente que el jurado 3 tiene razones personales que lo conducen a creer, casi ciegamente, en la culpabilidad del acusado. Su imparcialidad no es confiable.

Lo expresa él mismo hacia el minuto 21:00:

JURADO 3

Cuando era un niño solía llamar a mi padre “señor”. Así es, “Señor”. ¿Han escuchado que un niño ahora llame así a su padre? (…) Yo tengo un hijo. Veintidós años. Cuando tenía nueve años escapó de una pelea. Yo lo vi. Estaba tan avergonzado que casi vomito. Le dije: “te voy a hacer hombre así tenga que romperte en dos en el intento”. Bueno, lo hice un hombre. Cuando tenía 16 años, tuvimos una pelea. Me golpeó en la quijada. Era un chico grande. No lo he visto en dos años. Chicos… Te matas por ellos… Bueno, sigamos con esto.

 

La ironía “involuntaria” que se manifiesta en este breve relato del pleito será retomada más adelante, cuando lleguemos al clímax del arco moral del jurado 3.

En 1958, es decir, un año después de la aparición de 12 angry men, Lee J. Cobb participó en Los hermanos Karamazov, dirigida por Richard Brooks. En aquella ocasión encarnó a otro personaje desencantado con la paternidad: Fiódor Pávlovich Karamazov, el principal antagonista de la novela que, curiosamente, es presentado por el propio Dostoievski como el “héroe”. “Al abordar la biografía de mi héroe, Alexei Fiodorovitch, experimento cierta perplejidad: aunque le llamo «mi héroe», sé que no es un gran hombre”, dice Dostoievski en el prólogo de la novela. No me parece necesario adular la actuación de un actor como Cobb en aquella cinta; me limitaré por ahora a decir que, mientras lo veía interpretar al viejo Karamazov, no pude evitar preguntarme si él también tuvo alguna reminiscencia a su viejo papel como jurado 3, y si el conflicto moral que implicaba el desamor de su primogénito —en ambos casos, un joven veinteañero— despertó en él algún tipo de epifanía. Sé de cierto que, como espectador, la relación entre ambos personajes resulta muy cercana.

Hacia el final de la película, cuando ya los otros once jurados han revisado a profundidad las pruebas del caso y han cambiado su posición de “culpable” a “inocente”, el jurado 3 mantiene con estoicismo su decisión. A pesar de que todos han entendido que su dictamen está fundamentado en la necedad y el rencor personales, él todavía no encuentra motivos suficientes para salvar al joven acusado de lo que le parece un merecido castigo:

JURADO 3

Se los estoy diciendo, aquí tengo todos los hechos. Aquí… [Dice mientras revisa su cartera, sin éxito. La arroja sobre la mesa y, entre las notas sobre los “hechos”, podemos observar la fotografía que los muestra a él y a su hijo, abrazados y sonrientes.] No van a intimidarme. Tengo derecho a mi opinión. [Dice, mientras mira la fotografía.] Niños podridos. ¡Te matas toda la vida! [Grita, luego procede a romper la fotografía. Llora.] Ino… Inocente… Inocente… Ino…

 

Dmitri Karamazov, por cierto, es finalmente declarado culpable por el juzgado ruso. Los motivos de su culpabilidad parecen estar más sustentados en el comportamiento de Mitia —altanero, bravucón y violento— que por la verdadera naturaleza de los cargos, pues más de un testigo apunta que el crimen no fue realizado por él, sino por el otro hijo de Fiódor Pávlovich, el tullido Smerdiakov. La tragedia que ha sido la vida de Mitia, una vida de abandono, de vejaciones, de desamor, concluye así con una nueva nota de esperanza: su hermano Iván ha preparado una ruta de escape hacia América, aunque del éxito o fracaso de esta empresa no tendremos, los lectores, mayor noticia.

12 angry men tuvo tres nominaciones al Óscar, que perdió contra El puente sobre el río Kwai. No obstante, el éxito de la cinta y su relevancia para el cine contemporáneo la han convertido, sino en un “clásico”, sí en una cinta imperdible para quienes estudiamos guion, o para quienes deseamos aprender a construir un relato bien estructurado, redondo, con las mínimas herramientas posibles. De igual manera, el tratamiento de la violencia y su contacto con las infancias, tiene un tono especialmente revelador dada la naturaleza de nuestros tiempos. Con respecto a Dostoievski, cierro el comentario con una pregunta: ¿cuántos niños y jóvenes sicarios se habrían salvado con un kilo de avellanas?

  1. Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der hellige Geist: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).

Ilustrador
Rodrigo Llorente
(2003) Madrid, España. Estudio diseño y comunicación visual en la Facultad de artes y diseño (FAD) de la UNAM.