Tinta escurrida
Quiero ser novela, piensa un cuento insatisfecho de tener planteamiento, desarrollo y desenlace en una misma cuartilla. Ha intentado comunicarse con Tomás, su autor, cayéndose a propósito o dejándose volar por el viento, pero no ha logrado nada más que ser devuelto a su lugar.
¡Quiero ser novela!, declara, y los demás escritos lo desaprueban: no hay mayor vanidad que alargarse sin sentido. No obstante, el cuento no lo cree así: sus personajes, una familia de tres zanates, aún pueden continuar su búsqueda por un sitio virgen para establecer su nuevo hogar, pues unos electricistas tumbaron su anterior nido.
Exhausto de no llamar la atención del escritor y de ser rechazado por sus compañeros, el cuento toma medidas drásticas: al entrar una ráfaga de viento, la aprovecha para impulsarse y sostenerse sobre sus esquinas. Se estira como si quisiera tocar el techo, y de este modo, asegura el equilibrio. Aunque tiembla de arriba abajo, logra la hazaña de permanecer vertical. Camina con sus puntas hasta la máquina de escribir, la cual está prensando una columna sobre economía. La desplaza y se deja aprisionar por el rodillo. La presión sobre su hoja le hace recordar el tiempo en que fue escrito: sentir las letras tatuarse en su cuerpo y la alegría de ver cómo su paisaje blanco se pobló de aquellos seres alados. Su pensamiento comienza a desviarse hacia las imágenes que su narración provoca: los árboles retorcidos, el pasto amarillento, las nubes ennegrecidas. Pero espabila. No puede distraerse. Utilizando sus esquinas superiores, alcanza las teclas. Cree que puede seguir escribiéndose, pero su hoja se dobla, al igual que su orgullo, pues sabe que depende de alguien más grande para cumplir su deseo.
Desilusionado, se detiene a apreciar su hábitat a través de los ojos de los pájaros. Todo es color sepia: los libreros semivacíos, las cortinas con hilitos volando y el montón de cajas selladas.
El cuento escucha pasos que se aproximan. El picaporte gira una media luna y acto seguido la puerta se abre. Una niña de cabello encrespado entra de puntitas, mirando atrás, como si alguien la estuviera siguiendo. Sus ojos almendrados se pasean por el lugar, buscando una caja para esconderse. Elije la más grande, la del rincón, la que guarda enciclopedias y libros de historia. Se oculta tras ella y se asegura de que su vestido rosa no se le escape por los costados. No quiere que eso la delate.
—¿Isabel? —cuestiona una voz femenina fuera del otro lado de la puerta.
Las mejillas de la pequeña se inflan por una risa que se quiere escapar. Se tapa la boca con ambas manos. El segundero da unos pasos cuando Lidia, una mujer de trenzas rubias, atraviesa el umbral.
La señora la busca por toda la recámara. Intenta que sus pasos sean lo menos sonoros posibles. A Isabel se le comienza a fugar la risa. Al cabo de unos momentos, la encuentra.
—Tu papá se va a enojar —advierte a la niña y la toma de la mano.
Casi como una invocación, Tomás llega al cuarto sin hacer contacto visual. Camina esculpiendo una joroba, sus ojos están somnolientos y sus labios trazan una línea que a ratos decae. Lidia quiere pedirle una cosa, pero al ver su semblante aletargado, duda de siquiera emitir una palabra. La mujer observa las cajas de la biblioteca y recuerda todas las que faltan por llenar, las que están en el resto de la casa. No, Lidia no puede pasar por alto su recordatorio.
—No te tardes, debemos seguir empacando.
Tomás siente las letras atravesar, una por una, sus oídos. Pero las ignora. Su mente está concentrada en organizar las oraciones que concluirán la columna de esta semana. Lidia espera una respuesta, pero no parece que Tomás tenga intenciones de decir algo. Ella mira por última vez la espalda de su esposo y le parece estar viendo la de un anciano. Lidia suelta un suspiro de resignación. Sabe que, haga lo que haga, no podrá arrebatar la tristeza de su marido. Entonces, se va con su hija.
Una vez solitario, Tomás pone los dedos en el teclado, pero no escribe, se da cuenta del reemplazo —¿Este cuento?—. Cree que Isabel le quiso gastar una broma y está a punto de gritarle para regañarla, pero se detiene, la voz no quiere salir. Decide calmarse. No se puede distraer.
El escritor jala la hoja solo para darse cuenta de que está bien prensada. Vuelve a jalar, esta vez con más fuerza. Pronto, el forcejeo se convierte en desesperación. La ficción intenta resistir mientras la familia de aves observa el cielo de su realidad agrietarse. Las nubes y los árboles se bambolean como si fueran una escenografía. Súbitamente, el aire es desgarrado: la hoja ha sido decapitada. El universo de los zanates comienza a teñirse de negro, y ellos, buscando salvarse, no tienen más remedio que atravesar la gran ruptura. Ahora, intentan sobrevivir en el espacio encerrado de la biblioteca. El tiempo otorga unos segundos cuando los cuerpos de las aves, formados de grafías, comienzan a gotear, a derramarse. A través de la lluvia de vestigios, Tomás alcanza a leer la frase que daba final al cuento.
“Buscaron hasta que sus plumas perdieron el color”
La lectura se interrumpe cuando los vocablos se confunden entre sí. Tomás siente su pecho estrujarse. Voltea a ver su escrito, ahora su garganta se quiebra. Desde lejos, las demás narraciones observan el desenlace de su compatriota. Los ojos del hombre humedecen sus gafas de botella, pero no hay lágrimas. Tiembla su mano izquierda en la cual sostiene la cabeza de su creación. Con gran esfuerzo, logra dejarla en el escritorio. Él se mantiene congelado en la silla, con los ojos detenidos en el orificio que un clavo dejó en la pared.
Pasa una semana. La biblioteca y el resto del departamento terminan de poblarse de cajas. Lo único que no se mueve es la estación de trabajo. Tomás se había sentido incapaz de escribir hasta que llegó el momento de la mudanza. Ese día, se ve obligado a entrar a la habitación. Se pasea por ella, respirando el polvo que el techo, los rincones y el piso desprenden. El lugar le causa nostalgia y no se hace a la idea de tener que abandonarlo. Sabe que su nueva casa no será tan cómoda como esta.
No puede seguir postergando el encuentro. Se posa frente a la máquina. Su mirada recorre la cinta mallugada, la guía de papel y el metal verde. Pone el dedo índice sobre la barra espaciadora y la presiona, pero está trabada. La percibe como si sus bordes estuvieran llenos de plastilina. Presiona con más y más fuerza. Su yema enrojece, pero logra vencer. El movimiento de la barra espaciadora suscita el retroceso de la máquina, el comienzo de una nueva línea. La campanilla corona la transición.
Absorto, Tomás ve su relato muerto. Aquello recuerda el instante en que sus personajes se convirtieron en tinta escurrida.
—¡Ya nos vamos! —exclama Isabel, quien ha llegado como un fantasma.
—Sí, sí… —Tomás alcanza a contestar.
Dedica una mirada más al espacio circundante, pero sus pupilas necias regresan a la máquina. Entonces, suelta un suspiro y pone la mano en la cabeza de su hija.
—Dile a tu mamá que no me tardo —la niña obedece.
Una vez solo, el autor prensa una nueva hoja, pero no escribe. Antes cierra los ojos. Relaja su cuello al respirar profundo. La página en blanco jamás le había parecido tan temible, pero no se distrae. Se yergue, levanta los párpados, pone los dedos en el teclado y comienza a tejer el renacimiento de los zanates.