“The Waste Land” de T. S. Eliot
En el lenguaje de la poesía, encontramos las maneras más inesperadas de expresar y apalabrar lo que más nos duele y lo que más gozamos. El dolor suele ser una criatura cercenada sin boca. El goce, que está muy cerca del dolor, es un elusivo bicho inabarcable. A través de un poema capaz de cristalizar los sentimientos en imágenes, sonidos y conceptos, recobramos el lenguaje y el sentido de orientación. Es una forma precaria que nos hemos inventado para moldearle una boca al dolor y para atrapar el goce en una red. El lenguaje nos ayuda a encontrar nuestro lugar; nos orienta y logra también capturar, aunque sea por un instante, el sentir.
The Waste Land [“La tierra baldía”] (1922), del poeta británico-estadounidense T. S. Eliot, es el poema que apalabró el dolor y el goce del siglo XX. Es un poema que encuentra una forma y un lenguaje para expresar la inusitada situación que vivió el mundo después de la Primera Guerra Mundial. El viejo ideal del siglo XIX (la certidumbre del progreso férreo, la pretensión civilizadora y la idea misma de “civilización”) quedaron en ruinas. La guerra devastó no solo el orden mundial, sino también el orden interno, la conciencia de quienes vivieron en tal incertidumbre, rodeados de pérdidas irreparables. La nítida narrativa lineal (con una trama que abarcaba el inicio, clímax y desenlace) dejó de tener sentido, de modo que los poetas y los novelistas se vieron obligados a cambiar la forma en la que desplegaban la experiencia, ahora en ruinas.
1922 fue el año en que Virginia Woolf (por cierto, amiga de T.S. Eliot) deshizo por completo la idea del “personaje” y escribió Jacob’s Room [“El cuarto de Jacob”], una novela que gira alrededor del vacío y la ausencia del protagonista. Este fue también el año en que James Joyce revolucionó el tiempo narrativo al contar en su Ulysses un solo día en la vida de Leopold Bloom, basándose en la estructura de la Odisea.1 La novela se deshizo por completo de toda su forma y orden decimonónico. The Waste Land de T.S. Eliot es una obra larga, conformada por una serie de versos que van configurando formas poéticas, voces, motivos que se despliegan simultáneamente en muchas direcciones. No sigue ninguna forma poética reconocible, al igual que el mundo (que se descolocó de cualquier orden reconocible). Esto no quiere decir, sin embargo, que no esté basado en una tradición muy larga de poesía, la cual Eliot asume y reconfigura.
Pero The Waste Land no solo es el poema del siglo pasado. Este octubre conmemoramos cien años de su publicación y, cada vez que regreso a sus líneas, encuentro un nuevo destello, una nueva asociación, un nuevo ritmo y fraseo que se queda rebotando en mi interior.2 Es un poema todavía capaz de decirnos mucho acerca de nuestro dolor y nuestro goce, acerca de las ruinas de la experiencia (que no podemos aprisionar enteramente en significados, en el lenguaje, sino de forma fragmentada, parcial, invocando la gran tradición occidental: sus mitos y figuras religiosas, al lado de voces populares, canciones y chismes del día a día).
The Waste Land es un poema que, si se intenta leer de forma lineal, intimida a cualquier lector (novicio o experto). Está diseñado de tal manera que uno nunca está completamente seguro de lo que está leyendo. O yo, al menos, nunca estoy segura. En cuanto imagino haber comprendido algo, finalmente, la siguiente línea desestabiliza el precario equilibrio del poema y me lleva por otros caminos. El poema nos saca de quicio y no hay modo de comprenderlo como una totalidad. Me gusta la descripción que hace un crítico de The Waste Land, pues equipara la lectura del poema con escuchar la radio mientras alguien juega con el sintonizador. Escuchamos frases a medias (a veces, sin conocer el inicio o el final). Se escuchan voces sucesivas, pero no hay ninguna lógica en el orden en el que se vuelven audibles y, de pronto, dan paso a una voz diferente, que después es reemplazada por las líneas de una ópera o el coro de una canción popular. Por eso, parecería que le falta coherencia al poema, dada su fragmentación, así que habría que aproximarnos a él como si estuviéramos escuchando una pieza musical. Está lleno de repeticiones, alusiones y citas, de la misma manera en que una canción de jazz refiere a otras melodías o secciones de su propia estructura (o al igual que un “tema clásico con variaciones” transforma una serie de acordes en una gran variedad de colores, emociones y dinámicas, siempre unificadas por el material subyacente desarrollado en dichas variaciones). Hay que escuchar los diferentes fragmentos de The Waste Land.
A su vez, The Waste Land se erige sobre los escombros de la tradición literaria de la poesía occidental. Y digo “escombros” porque no se trata tanto de un referente o memorial, sino de una apertura hacia un nuevo espacio poético moderno: la tierra baldía, que ha guiado gran parte de la poesía del siglo XX y del siglo en curso. The Waste Land se compone de distintos pedazos de los monolitos en ruinas de Dante, Shakespeare, San Agustín y Buda. Estos se complementan con voces de los conocidos y familiares de Eliot, así como recuentos de la Primera Guerra Mundial y de las óperas de Wagner, entre otras referencias. T.S. Eliot escribe en su famoso ensayo “La tradición y el talento individual” (1919) lo siguiente:
Lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos. El orden existente está completo antes de la llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, el todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo.
La tradición, nuestra herencia literaria, es un pesado “orden ideal” monumental. Cuando aparece un nuevo “monumento”, todo el paisaje debe reajustarse para poder acomodar la novedad y darle su lugar en el horizonte. Encontramos aquí el vínculo paradójico entre el pasado como un todo completo y la capacidad que tiene la obra de arte de modificar ese pasado a posteriori. Precisamente porque la tradición está completa, cada obra de arte altera el orden existente, todo su equilibrio. Es muy similar a la forma en que Borges propone que Kafka crea retroactivamente a sus precursores, pues su obra visibiliza lo que ya estaba ahí, una genealogía que no se pudo trazar sino hasta que su obra irrumpió en el horizonte. Así, The Waste Land asume (a veces, con dolor y, a veces, mediante el goce) toda la tradición literaria y la reajusta; abre el espacio de una tierra baldía, en ruinas, pero lista para que nazca una nueva poesía, capaz de nombrar la experiencia de su siglo.
El actual epígrafe en latín y griego de The Waste Land es una cita de El Satiricón, atribuido a Petronio, en el que la Sibila enjaulada le responde a unos niños que le preguntan “¿qué quieres?” con “quiero morir”. Sin embargo, este no es el primer epígrafe que Eliot había contemplado para encabezar el poema. El original era una cita de Heart of Darkness [“El corazón de las tinieblas”] de Joseph Conrad: Did he live his life again in every detail of desire, temptation, and surrender, during that supreme moment of complete knowledge? He cried in a whisper at some image, at some vision—he cried out twice, a cry that was no more than a breath—”The horror! The horror!” [“¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ‘¡Ah, el horror! ¡El horror!’”]. Ezra Pound, il migglior fabbro (“el mejor artesano”), a quien Eliot le dedica el texto entero, no consideró que Conrad estuviera a la altura del poema. Pero, en el epígrafe desechado, hay algo que quiero destacar y que es necesario considerar al leer el poema: en medio del horror, surge también el momento supremo de total lucidez, un conocimiento capaz de guiar el viaje al infierno de la modernidad. El poema de Eliot es una incursión que revive la experiencia tanto del horror y del dolor, como del goce que provoca la lucidez de sabernos en una tierra baldía.
También hay que subrayar el documentado rol del poeta y crítico Ezra Pound en la edición de la versión final de The Waste Land (además de en su publicación, que, con su influencia y recomendaciones, logró facilitar tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos). La copia del manuscrito que T.S. Eliot le enseñó a Ezra Pound en París (en noviembre de 1921) se redujo a menos de la mitad de su tamaño luego de pasar por su yugo crítico. Pound no solo podó las palabras de Eliot y eliminó trozos enteros del manuscrito original, sino que también intervino en varias secciones del largo poema. El verdadero artesano de la ilegibilidad y las lagunas del poema, de su fragmentación y (des)orden, fue Pound.
Lejos de señalar algunas de las muchísimas lecturas críticas o de ofrecerles un resumen narrativo de un poema imposible de condensar, lo que propongo es jugar con algunas líneas, haciendo una interpretación sumamente personal de tres fragmentos de The Waste Land.
What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? […]
A heap of broken images, where the sun beats
¿Cuáles son las raíces que prenden, qué ramas
se extienden en estos pétreos escombros? […]
Un manojo de imágenes rotas en las que el sol golpea3
Esta interrogante es, quizá, la cuestión central de The Waste Land. Estamos en la línea 19 del poema y la voz poética lanza directamente la pregunta que la obra va a encarar, de una manera u otra, a lo largo de sus cinco secciones. Encontramos estas líneas en la primera sección, The Burial of the Dead [“El entierro de los muertos”]. Se trata de dos preguntas encadenadas: “¿cuáles son las raíces que prenden?” y, también, “¿qué ramas se extienden en estos pétreos escombros?”. La imagen conjunta de las raíces, las ramas y los pétreos escombros sugiere que el poema se pregunta acerca de la posibilidad de la vida en un asiento yermo: las raíces no pueden prenderse al suelo (que no es más que pétreos escombros) y, por lo tanto, las ramas no son capaces de extenderse. Pero lo que la voz poética nos increpa no es una aseveración, como la escribo, sino una duda: ¿qué tipo de vida puede nacer de los escombros de la destrucción y la guerra?, ¿cómo concebir la fertilidad en medio del desierto o en la temprana primavera, cuando el invierno parece haber acabado con todo? Y la pregunta implícita es: ¿cómo es posible enfrentar el desarraigo (el que nos hayan arrancado de raíz, a la fuerza) o bien la falta de raíces? El poema no da una respuesta directa, pero ese es el misterio que hay que resolver, el significado que hay que buscar. La ruptura de la interrogante en forma de tres imágenes (las raíces, las ramas y los pétreos escombros) cercena también lo que, de otra manera, sería una sola figura y nos da la clave de la posibilidad que abre el poema: nos queda “un manojo de imágenes rotas”, como después propone la voz poética. Nos queda un resto indivisible, una experiencia fragmentada, un tiempo roto y una fe quebrada. Y es importante notar que nos restan “imágenes” y no significados (es decir, no hay una representación capaz de organizar y ensamblar significados para alcanzar un sentido). El manojo de imágenes rotas es lo que el poema examina después, en diferentes entornos y planos de la experiencia: entre la nobleza y los campesinos, en la conciencia del peregrino-poeta, en el “viejo de pezones arrugados” llamado Tiresias, en Flebas el Fenicio y en la vidente.
Flushed and decided, he assaults at once;
Exploring hands encounter no defense;
His vanity requires no response,
And makes a welcome of indifference.
(And I Tiresias have foresuffered all […]
Sonrojado y decidido, se lanza al asalto,
sus manos no encuentran obstáculo
su vanidad no requiere respuesta,
y acepta con rutina la indiferencia.
(Y yo, Tiresias, he sufrido previamente todo […]
Estos versos forman parte de la escena que se presenta y desarrolla en la tercera parte, The Fire Sermon [“El sermón del fuego”]. Podríamos decir, usando términos narrativos, que los versos son una suerte de “anticlímax” de un encuentro sexual entre una mecanógrafa (que, luego de trabajar, regresa a su apartamento) y un empleado con ínfulas de grandeza que la visita por la noche. Los versos son el resultado de su encuentro lleno de rutina, indiferencia y falta de deseo. Pero quien vislumbra la escena es la figura de Tiresias (“aunque ciego, palpitando entre dos vidas”), que, pese a su ceguera, se asoma por la ventana y contempla el encuentro desapasionado y mecánico. El que aparezca Tiresias en esta escena es una yuxtaposición dolorosa, dado que se sabe que, en la leyenda de Ovidio, Tiresias se metió en graves problemas cuando dijo que las mujeres disfrutan más el sexo que los hombres. En la escena que Eliot describe, la mujer claramente no disfruta nada del acto que, aburrida y cansada, “no rechaza pero tampoco desea”. La falta de espíritu y goce en la escena se contrapone con la mirada imaginaria del deseo que proyecta Tiresias desde la ventana de la fantasía. En The Waste Land, el sexo se reduce a ser un mero acto maquínico y tedioso, una transacción que se diluye en la figura de la mecanógrafa y del “motor humano” (que, en la metonimia, se desplaza para ser comparado con la llegada de un taxi, pues “aguarda como un taxi palpitando en la espera”). Lo más (in)humano que hay, el goce que produce el encuentro sexual, se convierte en un acto automatizado más, visto a través de los ojos de un espectador: el voyeur atemporal.
En la última sección, What the Thunder Said [“Lo que dijo el trueno”], leemos lo siguiente:
Datta: what have we given? […]
The awful daring of a moment’s surrender
Which an age of prudence can never retract
By this, and only, we have existed
Which is not to be found in our obituaries
Or in memories draped by the beneficent spider
Or under seals broken by the lean solicitor.
Datta: ¿qué hemos dado? […]
el fiero atrevimiento de un momento de entrega
que una edad de prudencia no podrá redimir
por esto y solo por esto hemos existido
pero no se ha de hallar en nuestros obituarios
o en memorias tejidas por la araña benéfica
o bajo los sellos rotos por el flaco notario.
En la línea 402 de su poema, T.S. Eliot se refiere a las Upanishads, las principales escrituras de la tradición hindú. La leyenda del trueno que Eliot retoma es una fábula sobre la educación y la forma en que los hijos del dios adquieren el conocimiento sagrado: mediante preguntas y respuestas en donde queda claro que las palabras tienen muchos significados (y que cada uno de estos contribuye a establecer el sentido). La primera línea que cito apela directamente al lector en un “nosotros” colectivo y pregunta por el “dar”, que se refiere a la “entrega” y que implica un “fiero atrevimiento”. Este momento de entrega no se encuentra en los obituarios ni en los testamentos, pero demuestra la verdad de nuestra existencia, los momentos en los que tocamos el dolor y el goce de los que hablaba al principio. El “fiero atrevimiento de un momento de entrega” es la única evidencia de que estuvimos vivos (a pesar de que insistimos en localizarla en inscripciones, documentos y pruebas). Es decir, no se trata del clásico “dejar huella” en el mundo (con fórmulas triviales como, por ejemplo, plantar un árbol, escribir un libro o tener un hijo), sino de vivir habiendo arriesgado, de apostar y experimentar más allá de lo que dicta la prudencia. Las raíces que prenden y las ramas que se extienden en medio de los pétreos escombros son las del momento de entrega, las del dolor y el goce apresados, durante un instante, por el lenguaje de The Waste Land.
- Este 2022, por lo tanto, también se cumplió el centenario de la publicación del Ulysses de James Joyce. Ver la lectura de Gerardo Lima Molina.
- En Londres, se llevó a cabo, en abril, “el mes más cruel”, una celebración del centenario de la publicación de The Waste Land que se llamó “Fragmentos”. En gran medida, querían rescatar la oralidad del poema y sus sonidos; quiero destacar dos lecturas de fragmentos del poema que el lector puede escuchar. El primero es una instalación musical de Pierre-Yves Macé titulada “Ear to Ear”. El segundo es una lectura de Harriet Walter.
- Por su disponibilidad, uso la traducción de Juan Malpartida y Jordi Doce del 2001, publicada por el Círculo de Lectores en Barcelona. Sobre las diferentes traducciones al español del poema, recomiendo leer este artículo de Tedi López Mills.