El Ulysses de James Joyce, una lectura
¿Qué podría decir sobre el Ulises, Ulysses, la obra maestra de James Joyce, que no hayan dicho otros antes, y mejor? Leo las primeras páginas de una edición en español que he comprado no porque quisiera anticiparme a los festejos por el centenario de su publicación, sino por mera curiosidad. El Ulises me ha acompañado durante muchos años de mi vida, aunque no lo haya entendido en ninguno de mis intentos de lectura. Por más que lo he intentado, no logro recordar el momento en el que supe del libro. Quizá pocos años antes de cumplir los 18 ya sabía que existía una novela de la que se hablaba mucho pero que, en realidad, era poco leída. Un mamotreto, una burla infernal, una novela burguesa, una sarta de datos inconexos, una visión exacta del Dublín de principios del XX, una proeza de la literatura, no sólo inglesa, y un laberinto atiborrado de referencias que se han convertido en la cumbre que todo lector serio y comprometido busca alcanzar.
La verdad es que he fallado, tengo que decirlo. Vuelvo a esos años en los que pretendía leer todo el canon occidental, hasta que me di cuenta de que existía algo más que Flaubert o Víctor Hugo o Tolstoi, y que se extendía este mundo hacia el oriente, y luego daba vuelta, hasta el punto en el que yo estaba parado, y aunque lo sabía, no había tenido tiempo, ni quería hacerlo, de explorar la literatura en español. No he leído realmente el Ulises. Sería un golpe demasiado manido el decir que Él, Eso, Ella, me ha leído a mí. Lo que sí: me ha juzgado y se ha mostrado mucho más benevolente después de varios años, de Shakespeare o del Heike Monogatari o de Sir Gawain, El Mabinogion y apenas tres pinceladas de literatura irlandesa. Y, aun así, me he quedado perplejo ante una de las novelas más obscuras por su idioma y por sus referencias totales hacia un mundo que existe y que ya no al mismo tiempo.
La literatura realista es una invención creada hacia el siglo XVIII, cuando la “razón” del siglo europeo se convertía en el modo por el cual pasaban todas las cosas, del arte a la política, de la religión a la filosofía. La razón triunfará, para siempre, y el “medievalismo” al fin será superado por el progreso fundamental de la humanidad. Humanidad, hay que decirlo, conformada por la que vivía solamente en el continente europeo. Los demás éramos, tal vez seguimos siendo, invisibles. Aquella invención se vio impulsada por el siglo XIX, cuando el surgimiento de novelas inmensas, en ocasiones totalizantes, plasmaron elementos absolutos de lo que podía ser el mundo a través de algunos personajes. Dostoievski con la psicología, Tolstoi con la culpa, Melville con la infinitud de la obsesión… y lo que sigue no son más que generalidades. A lo que voy es que durante este tiempo se pretendió, otra vez, en el hemisferio occidental, que el arte novelesco podía calcar la realidad. Desde el romanticismo hasta el brutal naturalismo que se enfocaba en la enfermedad, en la pulsión de lo denigrante, en la porquería del ser humano, visto con el tamiz del privilegio, de la lejanía: vidas contempladas a través de un lente mugroso y elocuente, al menos en apariencia.
¿Para qué retratar la realidad, para qué abstraer ese mundo en seiscientas o mil páginas? Para la contemplación, quizás, o para el lucimiento del poder de descripción de un autor, para la comprensión de “nuestro mundo”. Una apuesta filosófica, pues. Y, en realidad, una estafa. Porque el realismo nunca ha existido del todo, ni siquiera en la “novela sin ficción” de la que habla Volpi, como si el novelista pudiera captar mediante la construcción narrativa de una diégesis nada más que la realidad, una forma incluso documental de captación y enmarcación de lo “real”. Mímesis. Creo que no tengo que recurrir a Auerbach o a Fuentes para decir que tal cosa no existe. El arte no es captación de la realidad, sino enmarcación, discurso, subjetividad, siempre, incluso en el documental. El realismo, lo digo de nuevo, no existe. Y los autores occidentales lo han sabido siempre, como Virginia Woolf retrataba en ese fluir una aparente consciencia de un día-vital, el de una mujer, el de la señora Dalloway quien, por supuesto, iba por unas flores. Lo sabía Melville al juntar todas las referencias y citas que pudo encontrar sobre las inmensas ballenas, el Leviatán y la serpiente del mar. Y, también, lo sabía Joyce quien no hace sino escribir a ritmos disparatados, rompiendo lo que ya ha sido roto, un velo que cubre la diégesis, el transcurrir de una jornada en la vida de un hombre clasemediero en el Dublín de 1904, pero no, por supuesto que no: no es sólo un hombre, pues además de Molly y del cartero y de Dedalus y de sus supuestos hijos, e incluso los muertos, y los sepultureros y quienes sirven una cerveza, y quienes pasean por la ciudad; es decir, es la vida de una ciudad, y de toda la humanidad resumida en su absoluta vulgaridad, en su simpleza, y en la infinitud.
El 16 de junio de 1904, Leopold Bloom decide empezar su día, y terminarlo 18 horas después, mientras un sinfín de personajes (quizá no tantos como en Vida y Destino de Grosman, pero sí muchísimos más que los exhibidos en la mayoría de las novelas contemporáneas), transitan sin realmente hacer demasiado. Lo que hace Joyce es una burla, y un estudio profundísimo sobre el tiempo y sobre la enmarcación de la realidad.
En Ulises uno también puede esperar el aburrimiento más absoluto. Por eso, y a mí, al menos a mí, me parece demasiado sorpresivo el escuchar voces que con tanta alegría y seguridad nombran a este libro como su favorito. Lo comprendería, tal vez, si uno de ellos fuera un dublinés de 1904 que reconoce a cada paso, ciertas páginas, la inmensidad de Dublín, su estado psíquico, el esparcimiento de la dolce far niente, porque el libro no es un divertimento extraordinario, una jornada de placeres, un atisbo de la belleza más absoluta como podría serlo Macbeth o incluso La señora Dalloway. En el Ulises lo que hay es religión. Un tiempo, el anecúmeno, donde los dioses siempre están, y el ecuménico, en el que se vive. Pero esta novela, lo sabe cualquiera que se adentre en ella, es nietzschiana, es husserliana, antikantiana, y muy cómica. Se subvierte el mundo, porque los humanos acceden al tiempo de Dios, y en ese Kairós se detienen, porque el movimiento que se planea desde la Odisea nunca hace más que juguetear como una ola. Aquí no hay grandes aspavientos, no hay acontecimientos propios de la novela griega, ni siquiera de la épica prima, sino de la risa, de la escritura absoluta que tanto ansiaba Flaubert, y que de cierta manera logra Joyce en su obra capital.
Lo que estoy diciendo es nada. Eso hay que aclararlo. Nada explico y nada digo porque la novela es un tremendo monumento sobre la nada. La nadería, la fruslería, la broma insípida, el sexo despellejado de todas aquellas pieles erotizadas por la poesía y hasta por el cine, de la defecación y el atragantamiento, del olor de pies, de gusanos, de culo sucio y de calle atosigada por la bosta de los caballos y por la fragancia de un jabón que se ha hecho mierda (permitan que lo diga, porque hay mucha, pero mucha, en todas partes), y también un deslumbre absoluto.
Lo que quiero decir es que la lectura del Ulises es tortuosa. Me ha llevado meses acabar una de ellas (diré algo sobre las ediciones al final, porque esto tiene final, hipócrita lector, lo prometo), y no he comprendido gran cosa, hasta darme cuenta de que de eso se trata, y de que los escritores que vienen en la solapa de esa susodicha versión tienen razón: al Ulises hay que entrar con fe, y también hay que hacerlo varias veces. Porque la novela se termina y uno está disgustado porque, ¿qué mierda ha sido todo esto? ¿Por qué ha sido tan difícil captarlo todo? Claro, hablamos de ficción contemporánea, no hay una moraleja. Pero tampoco hay resolución, no del todo, pues el clímax, y aquí ya entramos a la base en la que se sustenta, si puede llamarse así, nunca llega del todo, o tal vez sí. Pero, ¿cuál es la diferencia entre la llegada de Odiseo a Ítaca, y el final de la jornada de los Bloom, de Leopold o Molly? La revelación más absoluta: Ítaca no existe.
Era difícil, ya lo sabía. Pero, ¿cuál es el motivo? Las complicaciones abundan por diversos pasajes, y con esto quiero decir casi cada párrafo. Basta darle un vistazo al mapa estructural de la novela para comprender de manera sencilla cómo está constituida. La ascendencia del Ulises, está claro, es La Odisea. Hay referencias a ella, por supuesto, y en la diégesis se perciben las tres grandes secciones que corresponden a la obra de Homero: la Telemaquiada, la Odisea propiamente, y el Nostós, el regreso. La primera y la última parte tienen tres episodios cada una, y doce en la sección central. Además, se contemplan las partes del día en las que transcurren estos “sucederes” que no sólo se centran en uno u otro personaje, sino que alimentan con distintas técnicas narrativas y exploraciones tanto atmosféricas como filosóficas, el fundamento con el que ha sido construida cada sección.
En La Odisea el lector asiste a la épica de Telémaco, el hijo de Odiseo, en busca de su padre, y del propio Odiseo quien sufre las consecuencias de la ira de los dioses, quienes disfrutan de errar el camino de los humanos, los adoren o no, hasta regresar a su Ítaca adorada. A diferencia de lo que ocurrirá con la novela griega posterior, en la obra de Homero se aprecia un cambio, una psicología ya en los personajes. Lo que está ocurriendo en ella, es un divagar, un devenir. Por supuesto, La Odisea está lejos de las intenciones de Dostoievski o de Dickens, porque no era el designio de Homero, sea quien sea, contar algo que no interesaba en ese momento, y que al mismo tiempo es un compendio de una historia contada a través de los siglos. Otra vez, lo que ocurre con la obra de Homero es el “suceder”, cosa que subvierte James Joyce, pues sus héroes no son semidioses ni tienen linaje famoso, ni tampoco ocurre realmente nada, porque el regreso de Bloom al hogar no es el de la épica griega, no es salvaje ni a través de batallas ardorosas y sangrientas, y Penélope no es la “pobre abnegada” que siempre espera el regreso de Aquel, ni nadie es héroe, aunque lo sea. Porque lo único que deviene es la existencia misma, el transcurrir de un día enmarcado en la absoluta cotidianeidad donde, sin embargo, surge la belleza y el esplendor de la prosa, incluso más allá del monólogo de Molly, ahí en esas secciones iniciales, en la transición hacia la “odisea” de Leopold Bloom, donde se mezclan los ritos irlandeses con los ingleses, y las cartas van de un lado al otro con la infidelidad y el deseo arrastrándose como gotas de sudor en el cuerpo.
Leer el Ulises se parece al violento regreso del héroe Odiseo a Ítaca. El lector tiene que sortear palabras incomprensibles, referencias a muchísimas cosas, desde canciones hasta lugares, pasando por doctos vasos comunicantes hacia Zola o la Kabbalah judía, y luego volver, aborrecer el libro, a Joyce, a la literatura occidental, e intentarlo de nuevo. Ulises debe ser el peor libro para estos tiempos, el menos indicado, y tal vez por eso el más necesario. Un libro sobre todo, y que en realidad es un libro sobre nada. El Bouvard et Pécuchet llevado a sus últimos libros. La narración de un día a través de una estructura fractal donde todo se expande y regresa. Una nueva Mil y una noches que es sólo una. Un juego literario en el que Joyce no se burla de algún tipo de novelas, sino del lector mismo. Un libro desesperante, terrible, enfermo y sumamente divertido. Tan sólo por eso valdría la pena intentarlo y fallar, y volver con los años, revisar otra extensión y decir, no, no entiendo nada, señor Joyce, y luego reír un rato y, de manera búdica, entender que todas las cosas son insatisfactorias, incluso este monstruo deslumbrante y repelente a partes iguales.
El Ulises que he leído (sorteado, y no muy bien) ha sido la tercera edición del publicado por El Cuenco de Plata, traducido por Marcelo Zabaloy, en colaboración con Edgardo Russo. Elegí esta versión por ser una de las que más me interesaban, en gran parte por la proeza de Zabaloy, un argentino sin instrucción formal en el arte, ¿ciencia?, de la traducción, y que además posee ya cientos de anotaciones que permiten, de cierta manera, entender los momentos más complejos de la novela, o al menos los más extraños si uno no está familiarizado con la historia irlandesa, su política y folklore. ¿Qué puede conllevar a alguien a leer esta novela, y me refiero a un no angloparlante, y luego traducirla? Semejante proeza me interesa tanto como la misma obra extraña de Joyce, un placer contradictorio, porque al momento de integrarme al texto, ya lo he dicho, sufro y me aburro y me desespero e increpo contra Joyce, porque me siento, como decía Jung, un simple filisteo (y de hecho lo soy). Para más referencias, Zabaloy tradujo también el Finnegans Wake, jugando con las palabras como lo hizo Joyce, quizá salvando las distancias, al escribir su otra novela fundamental.
La preferencia de cada lector puede llevarlo a la traducción de Salas Subirat, la primera, o la de Valverde, e incluso a la posterior, recientemente editada por Edhasa, de Rolando Costa Picazo, donde incluso se atreven a decir que el Ulises es “una cumbre poética”, cosa con la que difiero, pues aquí lo que hay no es eso, sino un mar, un mar sucio y limpio, un océano incluso, embravecido y calmo, donde casi todas las naves se hunden y unos pocos restos flotan después de algunos años. 1 Acaso los invito a elegir sus propios naufragios.