Testimonio de una lectura que tal vez nunca ocurrió
Es probable que no exista una manera más eficiente para comprender la totalidad de un crimen que cometerlo uno mismo. Su denuncia debería partir de este discernimiento. Sabemos que matar es incorrecto —en gran parte gracias a los hombres que han matado a otros hombres— pero la mayoría de nosotros jamás llegará a entender lo que significa quitarle la vida a un ser humano. Afortunadamente nos quedan aquellos crímenes menores que todos podemos cometer. Crímenes que podemos evidenciar, denunciar y hasta declarar. Pequeños actos que muestran sus matices cuando hablamos de ellos y en consecuencia, resultan susceptibles de revisión y discusión.
Hasta hoy sólo he incurrido en faltas insignificantes sin ninguna repercusión moral —desde robar un chocolate hasta formar parte de un parlamento estudiantil— pero lo cierto es que nunca me he atrevido a hablar sobre un crimen que no haya cometido.
Mientras escribo esto hay un total de 13,232,419 fotografías en Instagram bajo el hashtag #book; además de 411,947 publicaciones para #booklover y 120,156 para su plural. Si añadimos las fotografías de libros y páginas de libros que se suben sin recurrir a la utilización de un hashtag tendríamos un resultado hipotético bastante provocador: la cantidad de lectores se ha multiplicado casi tanto (y esto no dice nada nuevo) como la cantidad de críticos, fotógrafos, catadores y opinólogos.
Pareciera que la lectura de un libro puede legitimarse con la acción de fotografiarlo y compartir su imagen –el filtro es opcional—. Aun si la lectura se olvida, la instantánea es testimonio de que el libro no sólo fue obtenido, sino contemplado y capturado para la posteridad.
En las fotografías de Instagram los libros muestran, en general, su portada. Pero también pueden encontrarse encuadres, perspectivas y ángulos distintos, con iluminaciones cálidas y oscuras, tomas de libreros pequeños que preferiría llamar repisas, detalles del lomo de algunos libros (regularmente de ciencia ficción), libros colocados sobre una mesa de madera, a veces acompañados de café o flores de ornamento; libros con un lápiz entre sus páginas; selfies donde el libro hace de intruso entre la cámara y la persona. Sobre todo abundan las citas a manera de encuadre fotográfico: el texto es visto a través del lente del usuario, quien decide resaltar un fragmento de lo que se encuentra leyendo. Los subrayados y las anotaciones no faltan.
La velocidad a la que compartimos nuestras lecturas no parece coincidir con la velocidad a la que leemos. La lectura es una actividad que requiere más paciencia e inocencia que inquietud y exaltación, aunque no descarta ninguno de esos aspectos. Imagino que algunos lectores entran a un libro esperando encontrar en él la frase o fragmento que necesitan para darle continuidad a su Tumblr u otorgarle coherencia al personaje construido en sus perfiles de Facebook o Twitter. La lectura se ha convertido en una muestra más del ruido inherente a Internet. La rápida administración de la información, que confundimos con conocimiento, y la algarabía de las redes sociales, que confundimos con opinión y crítica, nos han hecho pensar que debemos convertirnos en partícipes de este ruido mediático y no de la intimidad que ofrece leer.
Así como son pocos los usuarios de redes sociales que preferirían no dar una opinión —no tanto porque la opinión no exista sino por el hecho de que la opinión puede quedar hundida en la profundidad de miles de opiniones más, o simplemente porque se admite que esa opinión es irrelevante—, son pocos los lectores que adquieren un libro sin la voluntad de compartirlo, que prefieren no tomar una foto o destacar un fragmento, sino guardarlo en el espacio privado de sus intereses.
Michel Houellebecq apuntó en El mundo como supermercado hacia la creación de un individuo capaz de subvertir la lógica de la inmediatez y el bombardeo mediático. Para él, adoptar esa postura «nunca ha sido tan fácil como ahora […] basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos». Y esto vale lo mismo para el asedio publicitario que recibimos de la ciudad como para el flujo informático al que estamos conectados.
Es un hecho que la apreciación de un libro no puede estar completa sin emprender su lectura. La fotografía de un libro, aunque cercana, nunca podrá ser tan popular como la de un paisaje, porque en ella reconocemos un hecho simple: la emoción o desencanto que un libro provoca en cierto lector puede no inmutar, en lo absoluto, a otro. La lectura nos parece, todavía, un acto que exige cierta intimidad e inocencia, condiciones de una emoción personal y hasta privada. Un libro al que sólo conocemos por su portada, su colocación en una imagen o por el filtro que resguarda nuestra pobre habilidad como fotógrafos, nos mostrará —a lo mucho— el espantapájaros que hay en el paisaje pero nunca el paisaje completo.