Tierra Adentro

El mundo de las artes marciales mixtas en México tiene dos tipos de practicantes. Unos intentan convertirse en los reyes del ring octogonal, para después ser profesionales de las peleas; los otros son personas que, al más puro estilo de El club de la pelea, buscan en los golpes y patadas una válvula para escapar de la rutina de su vida diaria. En esta crónica, Diego Salas, desde Xalapa, presenta los rostros de estos gladiadores anónimos.

El primer jab casi nunca duele. Primero se duerme la piel en la zona del impacto. Si el golpe es preciso, aparece el vértigo. Después, todo es oscuridad. No es lo mismo con las luxaciones y los estrangulamientos. El dolor se presenta nítido en el lugar exacto del castigo y no hará más que crecer hasta llegar al límite que puedes soportar. Si no te rindes, algo se romperá o, simplemente, el corazón no podrá irrigar al cerebro la sangre necesaria para mantenerte consciente.

Estoy debajo de mi oponente. Apenas puedo respirar por los resquicios que aparecen entre su cuerpo y mi rostro. Él no debe rebasar los veinte años y pesa veinte kilos menos que yo; aun así, la prensa que logra con sus piernas y brazos es poderosa, y no me queda más remedio que buscar aire en algún lugar. La inmovilización es tan firme que me provoca angustia. Pienso que eso es lo que deben sentir al principio quienes mueren ahogados en los naufragios, aunque lo suyo debe ser peor porque se hunden sin esperanza hasta tocar un fondo cada vez más frío. De todas formas, me parece una simulación fiel a su agonía. El chico, encima de mí, no puede ver mi rostro pero sabe por mi respiración que estoy cada vez más débil. Lalito, como le dicen, trabaja de mecánico, vive en una panadería con su familia, donde su padre es el panadero estelar. Es un negocio que montaron en sociedad con Edwin, un nutriólogo y psicólogo que era maestro antes de ser empresario, y que ahora nos mira combatir, tranquilo, desde un costado del tatami, con sus casi ciento treinta kilos reposando sobre un cubo de madera. Lalito se cansa de mis tibios esfuerzos por sobreponerme a su dominio y rodea mi cuello con su antebrazo, gira su cadera, aprieta, se modifica el flujo de mi sangre, mis ojos se hinchan por la presión. Me estrangula. Me rindo.

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Fotografía de Carlos M. Storch de Gracia.

Lalito y Edwin entrenan en Bujutsu, una de las pocas escuelas de artes marciales mixtas que hay en Xalapa, situada en el segundo piso de un viejo gimnasio llamado Hércules, sin ventanas ni salidas de emergencia. En el primer piso, un puñado de jóvenes empeñan su pubertad practicando lucha libre con la esperanza de figurar tras una máscara, por lo menos en los escenarios locales, como ídolos de una multitud anónima ávida de sillazos, trampas planeadas en contubernio con los réferis y vuelos acrobáticos desde la tercera cuerda. Por otro lado, los de arriba no piensan enfundarse una máscara en el rostro y, a decir verdad, ni siquiera sueñan con volverse celebridades locales del octágono. La mayoría de los practicantes tienen una profesión: odontólogos, músicos, abogados, nutriólogos, mecánicos, arquitectos y empresarios. Ellos, ciudadanos sujetos a las más convencionales formas de supervivencia de la época moderna, han construido una fraternidad envidiable durante los entrenamientos. En un país tan desigual como éste, logran lo que no han hecho jamás las religiones: unir a los hombres en espíritu, acción y pensamiento.

Somos una constante reminiscencia de algún esplendor pasado. Creo que si Carl Jung hubiera vivido hasta nuestros días, le hubieran gustado las peleas del octágono. Convencido de que, así como el adn determina nuestra genética individual, el mito participa también de la colectiva, hubiera visto con regocijo cómo las peleas de Caín Velázquez, Anderson Silva o Alexis Davis reproducen, con mayor o menor fidelidad, la mítica pelea de Teseo y el Minotauro, ocasión en la que, según los presocráticos, tuvo origen el pancracio, el más antiguo antecedente de las artes marciales mixtas en Occidente.

A sabiendas de que la mayoría de los peleadores de Mixed Martial Arts (MMA, por sus siglas en inglés) suelen decir que ellos mismos son el rival más fuerte al que se han enfrentado, le lanzo aquella manoseada pregunta a Eric Ruiz, un exmarine que, después de combatir en Irak, vino a México a tomar unas vacaciones pero terminó formando una familia y nacionalizándose. Ahora es el profesor líder de Bujutsu Xalapa y, también, uno de los maestros de artes marciales más afables que conozco. Estamos sentados en una esquina del dojo mientras sus estudiantes practican el combate cuerpo a cuerpo en cuatro rounds de cinco minutos. Él viste su gi habitual, cabeza rapada a navaja y parcialmente afeitado; yo, saco, camisa y jeans. Desentono con el ambiente. Mientras hablamos, mantiene su atención en todos los peleadores, especialmente en los niños, que tienen un espacio aparte.

—La lucha más grande que he librado es conmigo. Tratar de ser buen padre, buen esposo; tratar de sacar a mi familia adelante, hacer mi vida sin descuidar todo lo demás —dice mientras mira a su hijo de cuatro años correr por el tatami—. De verdad es una chamba. Y más ahora que están chicos. Como quiera, Mariana, mi hijastra, ya está más grande y, en caso de una emergencia, nos puede apoyar. Bueno, ya nos ayuda, pero Dieguito todavía está muy chico.

—¿Sientes que todavía estás de vacaciones? Eric lo piensa un momento, pero no duda a la hora de responder:

—De alguna manera, sí, porque estoy haciendo lo que me gusta. No sólo es mi pasión, también es mi terapia. Estuve en dos tours en la guerra, después de eso me recomendaron que tomara unas vacaciones largas. Y aquí sigo. Es que en la guerra hay que ver y hacer cosas… uno tiene que disociarse, si no, no la haces.

—Es curioso que un arte de combate te sirva para encontrar paz.

—Pues es un complemento. También se necesita lo psicológico, pero eso me lo hago yo mismo.

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Fotografía de Carlos M. Storch de Gracia.

Además de su formación militar, Eric estudió psicología en la marina. Eso explica, creo, la paciencia con la que sigue el proceso de sus alumnos. El tiempo que dedica a conocerlos y establecer una empatía con los subordinados es poco frecuente en las artes marciales, tan propensas a las relaciones verticales basadas en la obediencia y el sometimiento. Es el exmilitar más alejado de su estereotipo que conozco, tal vez porque ha enfrentado una y otra vez al monstruo de su laberinto. Cuando entrena en su tatami de ciento veinte metros cuadrados, o cuando pelea en la jaula, es otra vez Teseo y el Minotauro. Y, en todo caso, el rival es un catalizador, la sustancia que le da corporalidad a ese animal furioso y lacerado que lucha por devorar nuestro interior: el miedo al arrepentimiento, al fracaso, a la inferioridad, la obsesión por el éxito, por el trabajo estable o por la rentabilidad de nuestro prestigio. Creo que Eric habla tranquilo, libre de esa pretensión de líder sectario que suelen tener muchos maestros de artes marciales con sus alumnos porque ya conoce la sombra del hijo proscrito de Minos; ha tocado su pelaje y sentido su fuerza, ahora conoce el aspecto de su verdadero monstruo, otro tipo de preocupaciones le debe parecer ocioso.

Hace dos mil cuatrocientos años, durante los Juegos de Nemeos, los campeones de Epidamnos y Siracusa, y Cruegas y Damoxenos, protagonizaron uno de los combates más sangrientos registrados en la historia del pancracio. Ambos contendientes eran tan resistentes que el combate duró hasta el ocaso del sol, lo que obligó a suspender el encuentro por falta de luz. Sin embargo, la regla no permitía empates técnicos, había que decidir un ganador. Entonces recurrieron a lo que en futbol suelen llamar «muerte súbita», ya en penaltis: situados frente a frente, cada peleador debía lanzar sólo un golpe al contrincante. Quien recibiera el impacto tenía que adoptar la posición que el verdugo dispusiera. El ejecutado no podía hacer nada para defenderse. Perdía el primero en caer. Cruegas comenzó con un volado izquierdo contra el rostro de Damoxenos. Damoxenos logró soportarlo y le pidió a Cruegas que levantara los brazos exponiendo su costillar. El campeón de Siracusa se acercó a Cruegas para dejarlo admirar la hinchazón que el golpe provocó en su quijada; luego se alejó, giró el torso e inclinó su cuerpo hacia atrás, a la manera de un espadachín medieval, y con la mano abierta y los dedos extendidos, lanzó un golpe recto que penetró la piel de Cruegas por debajo de su caja torácica, agarró sus intestinos y se los sacó. Se trata de la historia más sangrienta y famosa, en la que además no hubo ganador, pues seguramente descalificaron a Damoxenos porque ese golpe era ilegal.

Pero la gloria de aquel combate no residió en la corona de laureles, sino en el combate mismo. No fue el gesto de pasar sobre el otro, sino de haber librado la batalla lo que mitificó a ambos peleadores. Eso explicaría por qué, más de dos mil años después, los nombres que constituyen el gran cuerpo de combatientes de MMA no figuran en los programas estelares de la ufc o Strikeforce, sino en las bases de datos de Hacienda y los directorios telefónicos. Son empresarios, obreros, estudiantes, artistas y maestros que no entrenan para vencer al otro, sino para soportar cualquier combate. Para ellos, comprender que la supervivencia no necesariamente es exterminio significa la victoria verdadera.

—¿Alguna vez has matado? —le pregunto a Eric lo que todos quieren saber sobre su pasado en Irak.

—La verdad es que eso nunca me pasó, ni conocí a nadie a quien le hubiera pasado. Matar era parte del trabajo en una guerra, pero lo que de verdad me pesaba era no poder proteger a los míos. Me preocupaba más que no se me murieran.

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Fotografía de Carlos M. Storch de Gracia.

Ahí está Minos otra vez, cantando el otro nombre de su hijo: impotencia. De ahí que no sea gratuito que el sistema de combate base de Eric, su especialidad, se haya vuelto el jiu-jitsu brasileño, un arte marcial confeccionado en los albores del siglo xx. Su filosofía reside en conseguir la entereza física y psicológica para someter al oponente, aun cuando éste sea más fuerte y más pesado. Con luxaciones, estrangulamientos y candados, el suelo se vuelve el escenario predilecto de los peleadores, y la actitud agresiva del oponente, la condición más favorable para quien domina este sistema de combate. La familia Gracie fue su principal promotora. Acostumbrados a mantener el alto perfil propio del mundo circense, se valió de todos los medios posibles para lograr su objetivo. Entre ellos, predominó el desafío constante contra toda clase de combatientes de otras disciplinas con el afán de demostrar su efectividad en una pelea sin restricciones. Así, poco a poco, esta variante de jiu-jitsu ganó fama a lo largo y ancho de todo Brasil, pero no fue hasta la década de los noventa cuando el nieto de aquella estirpe de pioneros le dio relevancia mundial al ganar en tres ocasiones, casi siempre desde una posición de desventaja para otras disciplinas, el campeonato de la liga ufc en Estados Unidos. Entonces quedó patente una particularidad que popularizaría este sistema por todo el mundo: se trataba de un arte marcial que servía, ante todo, para enfrentar a la impotencia. Cuando el jiu-jitsu brasileño se complementa con el dominio de patadas a través sistemas de combate como el muay thai, y de puños a través del boxeo, se forma un peleador integral, capaz de neutralizar a un civil promedio sin preparación en poco tiempo. Luis, estudiante de Bujutsu, es cinta azul. Durante el entrenamiento intento combatir con él, pero más bien parece que Luis practica todos sus movimientos sobre mi cuerpo. En menos de cinco minutos cuento doce rendiciones, todas mías. Si esto hubiera sido un combate callejero y yo hubiera representado una verdadera amenaza para él, tendría unos diez huesos rotos y hubiera muerto estrangulado un par de veces más. ¿Qué impide a un mercenario prepararse físicamente en lugares como éste para capitalizar la renta de su mano de obra? ¿Cuántos habrá en las filas de las escuelas de artes marciales mixtas?

Hace años, la revista Proceso sacó un reportaje sobre escuadrones de la muerte; desde los Matazetas hasta los guardaespaldas de élite, había una amplia variedad de servicios y necesidades presentes en el mercado mexicano.1 En medio de todo, los comandos Krav Magá destacaban por su eficiencia y disponibilidad. Se trata de pequeños ejércitos preparados en un sistema de combate israelí que lleva el mismo nombre. Durante cinco semanas reciben una capacitación intensiva al interior de un cuartel ubicado en Tlalnepantla, donde aprenden técnicas de ataque y contraataque cuerpo a cuerpo, pero también la utilización e identificación de distintos tipos de armas, tácticas de contrainsurgencia, espionaje y neutralización de vehículos blindados. Entrenan, según cuenta la publicación, recreando escenarios de atentados probables, parecidos al que sufrió el entonces candidato a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, donde perdió la vida. Es cierto, en escuelas como Bujutsu no se aprende nada que tenga que ver con armamento, pero alguien dispuesto a desempeñarse en este ámbito se las podría arreglar para aprender aquello en otra parte.

—¿Conoces a todos los que entrenan aquí?

—Sí, la verdad es que los primeros días trato de averiguar lo más posible sobre los que vienen a entrenar. Cuando percibimos que hay algo raro, como que llegan en camionetones con guaruras, o llegan armados y esas cosas, pues mejor cortamos la relación. Alguna vez nos pasó que llegó uno que luego, luego, comenzó a preguntar por cosas internas de la escuela, ¿cuántos había?, ¿qué hacían?, ¿a qué se dedicaban?, y la neta, después de eso, mejor le

dijimos que ahí muere.

—¿Nunca te han llamado para peleas clandestinas o para brindar otro tipo de servicios?

—Por fortuna, no. Hasta ahora la hemos llevado tranquila. Sólo una vez sí nos tocó ir a pelear a un cuadrilátero que estaba instalado en el patio de una casa en obra negra en las afueras de Xalapa. Estaba todo el barrio ahí. Es lo más cercano.

II

Aproveché una visita a la Ciudad de México para comer en una tortería donde transmiten peleas de MMA todo el día. El dueño es aficionado y colecciona videos que reproduce en los viejos televisores del establecimiento. Junto a mí, sobre la barra donde se cocina la carne, hay un tipo muy rubio que también mira con atención aquellos viejos combates. No puedo decir que conversamos, pero intercambiamos comentarios esporádicos sobre algunos momentos específicos.

—Hay que tener paciencia. Si atacas de inmediato, te cansas, y luego te dominan. Lo primero es cansar al otro, y para eso se necesita control. Contrólate tú mismo y controlarás al otro —me dice Sylvain, un peleador francés que anda de paseo por la Ciudad de México.

Tiene razón. El jiu-jitsu no sólo reside en el control del cuerpo, sino del tiempo y energía del combate. Entre la forma de cazar que tiene la boa y el jiu-jitsu brasileño hay una similitud formidable; los combatientes se deslizan por el suelo y, una vez prensados cuerpo a cuerpo, cada milimétrico movimiento de las piernas, cada roce de brazos, representa una vuelta de tuerca orientada al sometimiento del adversario. Ambos cuerpos se baten en una paulatina contracción de piernas, tórax y brazos hasta mezclarse con la lentitud de la serpiente que conoce la abrumadora paciencia de la muerte.

Ahora estoy situado sobre una mujer. Sus piernas rodean mi torso y lo sujetan con fuerza por la espalda, uno de mis brazos está atrapado entre su costilla y su bíceps izquierdo. En cualquier otro escenario de combate, la situación parecería estar a mi favor. Peso, por lo menos, el doble que ella, soy más alto y debo tener quince años más. Lo que sigue es lograr sujetarle un brazo, para poder hacerle una palanca o estrangularla. Con mi brazo libre, hago presión para sacar el otro y apresarla. Nada. No piensa soltarme tan fácilmente. Vuelvo a empujar, esta vez con más fuerza. Comienza a ceder, siento cómo se desliza mi mano entre la tela de su gi hacia fuera. Entonces me suelta para sujetarme del otro brazo. Lo engancha a su pierna derecha, se levanta de un salto, gira y usa el peso de su cuerpo para desplazar el mío hacia abajo. Ahora soy yo el que está en problemas; no puedo ver nada, pero la siento jalar mi brazo prensado con toda su potencia. Uso mi otro brazo a manera de seguro, y me resisto, pero ya no tengo manera de salirme. Por fin, su técnica vence a toda mi corporalidad, y me hace una palanca sobre el codo. Me rindo. Ella me pregunta si estoy bien, y yo le digo que sí, que no se preocupe. Tienes fuerza, me dice. Le dicen Marianita, pero pelea como Mariana. Tiene catorce años y pesa cuarenta y cinco kilos. La boa constrictor volvió a devorar al cordero.

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Fotografía de Carlos M. Storch de Gracia.

III

No existe la zona de confort en las artes marciales mixtas. Querer encontrarla e instalarse en ella significa la derrota. Cuando descubras que los puños responden bien para el ataque frontal, un especialista en muay thai estará ahí para patearte. Si te acostumbras al combate de suelo, habrá taekwondoínes, karatecas o capoeiristas siempre listos para llevar el combate a los senderos del aire y la velocidad. Se llaman artes marciales mixtas, pero sería más atinado decirles artes marciales camaleónicas. La mutación es un principio de subsistencia, no se puede pelear siempre igual porque los oponentes nunca tienen las mismas bases ni las mismas habilidades. Para que el espíritu resista, para que el atleta salga a flote ante el adversario, su entereza mental debe ser nómada, debe estar dispuesto a deshabitar la certeza que toma por guarida y explorar, reconocer las posibilidades que deja el contrincante.

Como si fuera el árbol que recibe una tormenta, aunque la raíz sea profunda e inamovible, la superficie tiene que ser flexible para que no se rompa, para que no lo arranque la ráfaga de viento que implacablemente se aproxima. Librar un combate de esta clase pone a prueba tu voluntad de cambio y la capacidad de transformar cuanto conoces sin olvidar el rumbo. Nada extraordinario, en realidad. Nada que no te exija la vida de vez en cuando.

Por fuera, la panadería de Los abus da la impresión de ser un lugar pequeño, apenas un largo pasillo donde se exhiben los productos, luego unas escaleras que conducen al segundo piso y, arriba, el horno. Pero adentro, las intrincadas divisiones que la habitan revelan lo contrario. Es amplia, lo suficiente como para albergar a una familia sin que se note su presencia. Hay un cuarto en la planta baja y otro arriba. No alcanzo a mirar adentro, pero supongo que es donde viven los padres de Lalito, el panadero y su esposa. Arriba duerme él, pero salió a trabajar. El lugar es un proyecto que lanzaron en conjunto la familia de Edwin y el padre de Lalito. La familia pone y administra el capital; el padre produce el pan con ayuda de su esposa. Aunque es el primer negocio para todos, están convencidos de que funcionará. Para Edwin, lo que no sepan, lo aprenderán, como siempre ha sido. Antes de entrenar en Bujutsu, fue jugador de basquetbol y karateca cinta café en la escuela de su padre. Ahí practicó los primeros golpes que más tarde se encargó de repartir con justicia desde la primaria a la preparatoria. Luego entró a nutrición y se enamoró de la psicología. Terminó las carreras y siguió con los combates involuntarios. Fue maestro, comisionado para selección de personal en una empresa telefónica y ahora es administrador de una panadería.

—Siempre me gustaron las artes marciales de contacto, pero el jiu-jitsu es otra cosa. No sé, a lo mejor es la edad, pero es otra cosa. Ya no soy tan impulsivo como antes. A veces sí te enciendes y dices «va», pero tardas un segundo en darte cuenta de que no vale la pena.

—¿Para qué? —dice cuando le pregunto si continúa ajusticiando desvalidos como lo hacía en la primaria—. Sólo dos veces noqueé a alguien. Una vez fue en la secundaria, ahí casi me expulsan, no sólo del dojo sino también de la escuela.

La madre de Edwin atiende la caja mientras conversamos. Ella también es maestra, ya está jubilada. Su amabilidad me resulta inédita, por eso me sorprende que el padre de Edwin tenga el perfil que él y ella describen: «Amante de las artes marciales». Desde la década de los setenta entrenó con chakos y estrellas ninja, lo mismo practicó kung-fu que karate o judo, daba clases en una escuela pública y convirtió a esos mismos alumnos en sus primeros aprendices formales en las artes del combate. Esa capacidad de cambiar de perfil como si girara una moneda parece haberla heredado Edwin, quien pese a ejercer la psicología y tener una panadería, no deja de pensar en lanzar un gimnasio y de paso un local de «comida saludable».

—Pero bueno, ahorita hay que darle a la panadería. El papá de Lalito es buenísimo y, además, rápido. Vente, vamos a subir para que veas lo que hace.

Subimos las escaleras para ver al papá. Hay poco espacio para maniobrar. Imagino las contorsiones que deben hacer para llevar el pan a la planta baja. Al subir, la estampa es un horno de piedra todavía frío. En el fondo hay dos cuartos; en uno trabaja el panadero y en el otro vive Lalito. Aunque la sala de horneado es pequeña, el panadero no muestra señales de fatiga. Platica y hace pan con la eficiencia de una máquina.

—¿Ya probaron las donas? ¿No quieren una? —nos pregunta a los tres que conformamos el equipo de trabajo.

¿Cuál será el minotauro con el que lucha Edwin? ¿La incertidumbre de su vocación? ¿El vaivén del esplendor profesional? ¿El misterio del mundo agazapado detrás de cada cambio de vida? Las donas aún brillan con el chocolate apenas derretido. Son consistentes, con la cantidad de azúcar necesaria. ¿Eric también las habrá probado? Me la acabo con las esperanza de que si Edwin llega a poner su gimnasio y transmuta su vida como siempre, estas donas permanecerán.

 


Autores
(Xalapa, Veracruz, 1984) es poeta. En 2005 obtuvo la beca del Programa de Intercambio de Residencias Artísticas para Québec, del Fonca. Escribió Andar (UV, 2010) y La caja para encender (La Ceibita, FETA, 2012). Toca la guitarra y es amante del jazz.
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Fotografía cortesía de la autora
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